Hace unos años, fui a recoger a mi hijo a la escuela.
―¿Por qué tan serio? ¿Algún problema? ―pregunté.
―No entiendo por qué nosotros, si lo tenemos todo aquí [en EE.UU.] tenemos que ir a países que no tienen nada a tirarle bombas que cuestan millones de dólares.
―Esos no son temas de niños ―le respondí―. Ni los adultos se ponen de acuerdo. No discutas esas cosas en la escuela.
Siempre evito hablar de política delante de cualquier niño.
El 9 de noviembre de 2016, desperté a mi hijo para ir a la escuela. Se incorporó de inmediato y me preguntó:
―Trump no ganó ¿verdad?
―Sí, hijo, ganó Trump ―dije.
Traté de restarle importancia. Al fin y al cabo, Hillary había sido otra calamidad.
―Oh, no ―dijo, volviendo a recostarse―. Los bullies no me van a dejar en paz.
―No pienses en esas cosas. El mundo sigue igual…
―Vos siempre me decís que al final los buenos siempre ganan. ¿Los matones son los buenos?
Aquí está el factor pedagógico de la política, al que solemos restar importancia por no ser un tema económico. Trump se había burlado de un periodista con problemas físicos. Todos habían escuchado mil veces afirmaciones como: “Veo una mujer linda y le estampo un beso. Ni siquiera espero. Cuando uno es una estrella, te dejan hacerlo. Puedes hacer cualquier cosa con ellas. Puedes agarrarlas por la vagina (pussy) y hacerles cualquier cosa”. Esta no fue su única afirmación misógina, pero el 42 por ciento de las mujeres votó por él.
La misma actitud de desprecio por los de abajo, por quienes no ostentan el poder, sean ciudadanos de su país o habitantes de “países de mierda” (sic), se repitió como un calco en los casos de Jair Bolsonaro en Brasil y de Javier Milei en Argentina. La humillación del otro, la fijación sexual como distracción y catarsis del líder, no sólo revela un problema colectivo, sino que lo multiplica y normaliza. Bolsonaro recomendó curar a un hijo homosexual a palos. Despreció los derechos indígenas. Consideró la naturaleza como mero recurso económico. Se defendió de una acusación de violación porque no consideraba apetecible a la supuesta víctima (palabras de Trump en otro caso). Su candidato a vicepresidente, Hamilton Mourão, le mostró a la prensa a su nieto rubio: “Olha, meu neto é um cara bonito, viu ali? Branqueamento da raça”. Mourão es mulato. Brasil es el país más africano fuera de África. Todo antes de las elecciones.
El electo presidente de Argentina, Javier Milei, no fue menos, lo que demuestra lo poco que los pueblos aprenden de la historia. El desprecio por el débil, por el necesitado, y la fijación sexual no evitaron su triunfo. Todo lo contrario. Hijas violadas por pervertidos para explicar teorías económicas fue uno de sus recursos dialécticos. En otro programa de televisión se defendió de sus críticos afirmando, con una mano nerviosa y la mirada perdida: “Mientras que esos miran a las señoritas por Internet, yo estoy en el medio de sus sábanas”. También por televisión: “el Estado es un pedófilo en un jardín de infantes con niños atados y envaselinados”. Milei fue elegido Jefe de Estado.
También antes del ballotage, en un video viral, su diputada más visible, Lila Lemoine, fingió sexo oral con un control de videojuegos mientras alguien, con una pistola en la cabeza, la obligaba a decir que le gustaba. “El sabor de Mario”, decía la diputada con un ojo morado, ya no fingiendo ser una rubiecita tonta, sino expresándose con autenticidad. Un golpe cambió su risita (¿sexy?) por un grito de dolor.
La pérdida de privacidad y pudor se corresponde con la privatización. Todos, como la apologista de la última dictadura, la futura vicepresidenta Victoria Villarruel, están obsesionados con la privatización de todo. Porque privatizar es una forma de extender la dictadura del control económico. No la libertad. A nivel internacional, el colonialismo europeo comenzó con las encomiendas y con las corporaciones privadas como la East y la West India Company en Asia y en Norteamérica. No por casualidad su bandera desde 1600 se convirtió en la bandera de Estados Unidos. Luego de un par de siglos de colonización estatal, estilo Gran Bretaña, se volvió al método más efectivo: independencia política y colonización económica, que es la que importa.
¿Cómo? Simple: obligando a las colonias a hacer lo que los imperios no hacían: anular el poder supervisor y regulador de sus Estados y privatizar sus bienes nacionales más preciados como minas, plantaciones y, más recientemente, industrias. Gracias a esta privatización agresiva, los imperios del Norte tomaron posesión y se enriquecieron masacrando a cientos de millones de nativos. Por supuesto, con la colaboración fanática de los dictadores criollos y, en las democracias controladas, con la colaboración incondicional de la oligarquía, sus medios de comunicación y la siempre honoraria colaboración de sus mayordomos y gendarmes.
Con menos problemas personales que Milei, decenas de otros servidores le antecedieron con las mismas recetas del Norte exitoso y con los mismos resultados del Sur vampirizado. Como ocurrió con el neoliberalismo impuesto por Washington en el Chile de Pinochet, en la Argentina de Videla, en la Venezuela del segundo Andrés Pérez, en África y Asia. Como ocurrió luego con Carlos Menem en Argentina, con el tercer Paz Estenssoro en Bolivia, con Miguel de la Madrid en México y con tantos otros: primero cierto alivio económico. Cualquier experimento suele traducirse en hiperinflación, pero un alivio en la inflación del endeudado (que es otra forma de bloqueo) suele ser algo normal, aún sin hacer nada. Si Milei logra vender YPF, el resto del patrimonio y la soberanía nacional, eso significará grandes ingresos a corto plazo, algo necesario para tomar impulso anímico y popular antes de la entrega total, antes de la catástrofe súbita, como en 2001.
Todas esas fórmulas que destruyeron el principal factor de desarrollo de las colonias (sus independencias) y produjeron las más recientes crisis, acaba de ser vendida, una vez más, como la solución a todos los males del subdesarrollo. Nada de eso es posible sin una desviación de la frustración colectiva de las causas históricas del problema. Nada de eso es posible sin una adoctrinación mediática de los grandes medios cómplices; sin una destrucción sistemática de la memoria colectiva, de la educación no comercial, de la cultura, de filosofía y de la historia.
Claro que la educación no comercializada es el problema de los entreguistas, de aquellos que son capaces de atentar contra la salud mental de toda una sociedad. Todo en base a superpoderes tipo Disneyland como un muro, una metralleta o una motosierra. Todo en base a una supuesta lucha contra una casta, esa misma que acaba de descorchar varias botellas de champagne para celebrar el triunfo del candidato anti-casta.
La pedagogía sociópata del odio y el desprecio por el otro será duradera. Habrá que responderle con la cultura radical, sin las timideces que le han abierto las puertas a la barbarie y al neocolonialismo.
Jorge Majfud
Editado por María Piedad Ossaba
Fuente: Escritos críticos, 21 de noviembre de 2023