La ciencia, o lo que se define como tal, y son múltiples las perspectivas, está al servicio de la muerte en estas temporadas apocalípticas. Para la destrucción, que es una industria, hay gran inclinación y tierra abonada, sobre todo de países que dominan los mercados, las naciones, a la gente, a mediadores de diverso rango, que son sus peones. Decía Heráclito (pocas pruebas quedan de ello) que la cultura envenena. Lo que hoy envenena es la política o la prolongación de la misma por otros medios como los de la guerra.
Tenía muchas ganas de matar a todos los humanos, pero se nos adelantaron. Ryan Beckwith
La inteligencia artificial, las máquinas, la tecnología, de alta velocidad en su desarrollo, superaron al humano. El creador como esclavo o como víctima. Un doctor Frankenstein más sofisticado. El servicio a la mesa es destruir al otro, al que estorba en la ruta de la dominación de unos cuantos sobre millones. Estamos en la plaza, en el cine, en el estadio, en fin, y de pronto te explota el teléfono celular, o el bíper, o el walkie-talkie, o desde un dron inesperado te disparan.
El nuevo terrorismo, que ya tiene muchas arrugas y otros signos de envejecimiento, lo ejercen las potencias, el imperialismo. Por supuesto, el mercado de las bombas no se desacomoda con aquellas sutilezas. Los misiles vuelan y pueden, como pasa en el caso de Israel contra Palestina, destruir toda una población, lo que se denomina un genocidio, y no pasa nada. Todo sigue igual, que es otra manera de continuar empeorando.
La ciencia, que como en un cuento de Wilde destruyó los fantasmas, es hoy una presencia espectral por sus artefactos que parecen salir de la nada y pueden caer del cielo o estallar debajo de la tierra. La muerte teledirigida. Hoy no se trata, como en una vieja película gringa, Soldado universal, de revivir militares fallecidos (como en el caso de la invasión imperialista estadounidense en Vietnam) y ponerlos, cual autómatas, al servicio del terror, sino de perfeccionar armas, a veces invisibles.
Aparte de los métodos del Gran Hermano, una distopía novelesca que hace rato se cumplió en el mundo, están los más sofisticados de vigilancias extremas, sutiles, algorítmicas; de clasificaciones de ciudadanos; de penetración hasta en la sopa para la detección de un posible blanco para ejecutar. Y si son agitadores, gentes insurrectas, que no comen cuento, mejor. Hay que darles de baja, ya no con la vulgaridad de un envenenamiento, sino con la perfección de un rayo mortal.
En unos casos, deplorables y desde luego contra toda lógica, hay que utilizar cohetes mortíferos, bombas arrojadas por aviones, el terror desde el cielo, para no solo arrasar edificios, barrios, calles, civiles a granel, sino borrar una cultura, no dejar vestigios de lo que pudo haber en esas tierras devastadas. Y en otros, con más “inteligencia”, seleccionar los que caerán por la injerencia, si se quiere hasta “elegante”, de pequeños artefactos que igual cumplen con el objetivo de matar, de suprimir.
La muerte de los “enemigos” de Estado, o de una política, o de una intervención en asuntos internos, ha tomado la forma de un juego, de una macabra broma de Halloween. Más allá de la biopolítica, se camina por los senderos funestos de la necropolítica, con la revelación de otras maneras de la crueldad, de lo perverso, de una perfecta ecuación para eliminar gente a veces sin dejar ningún “rastro de sangre sobre la nieve”.
Así que pellízquense, ciudadanos, que pueden estar en la mira, a veces solo por ser parte de un escarmiento. O por un ensayo. Partes de una prueba, de un experimento del poder para un ejercicio mortal. Todo fluye, decía el filósofo de Éfeso, también apodado El Oscuro, que planteó la “unidad de los opuestos”. Bueno, hoy hay que destruir los opuestos, los que contradicen, los que están del otro lado del río, del mismo en el cual nadie se baña dos veces.
La velocidad, que es hoy una variable pensada para mil cosas, como ganancias rápidas, un polvo de afán o de gallo, una lectura superficial, es hoy una treta para desterrar la reflexión, el pensamiento, para dejarlo todo en la apariencia, en pasar de largo sin ningún cuestionamiento, y así hasta configurar un ciudadano irreflexivo, apenas emocional, manipulable al que, desde luego, también se puede estallar con un celular.
No sé si ese revoltijo que denominan la posmodernidad, cualquier cosa que esta sea, contempla también como variable definitiva la matanza de alta precisión como una característica del mundo de ahora. Ya ni siquiera hay que invadir territorios. Son otras las formas del ataque, a distancia, sin necesidad de sentir el olor del presunto enemigo, de la víctima selectiva. La inteligencia artificial y otras cumbres de la tecnología hacen un “trabajo limpio”, aséptico, y de ese modo no es tan horrible la acción. No hay que dejar regueros de cadáveres, niños mutilados, mujeres destrozadas, pueblos en ruinas, que también hay que hacerlo, ni más faltaba (aquí hablan los verdugos), pero “pa’ que chupen” o, como en viejos tiempos, para que escarmienten, se les dará una muerte menos ruidosa.
Reinaldo Spitaletta, Sombrero de mago, 24 de septiembre de 2024
Editado por María Piedad Ossaba
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