La Borrasca

Al final de aquella tarde y en sus últimos temblores, soñé despierto, viví grandes epopeyas, recorrí caminos de dolor y de esperanza, atravesé todas las rutas: la de la seda, la del algodón, la del ron, la del oro y la controvertida de las especies en la que más de un soñador perdió su acimut.

La extravagante borrasca llegó acompañada de arrancados sonidos sordos salidos de gargantas extrañas y gigantescas, golpeando y reventando con su fuerza descomunal los ventanales, inundando las calles, arrastrado todo a su paso, aumentando y multiplicando su caudal a cada tramo. Nada se le resistió.

Durante dos días con sus noches no cesó de llover, el fuerte temporal golpeaba inmisericorde ventanas y tejados. Nuestra primera preocupación fue el tenaz y persistente aguacero que se derramó. El chaparrón jugaba con nuestros nervios y razonamientos; tensiones diferentes nos fustigaban y cuando creíamos que había amainado el castigo, de nuevo la lluvia se desbocaba de una manera inimaginable.

Al amanecer del tercer día, un cielo bajo y cargado de agua se había reventado y vaciado sobre la tierra, inundándola, poblándola de charcos y lagunas, fundiendo la piel de los barrancos y la envoltura de las montañas en natillas espesas de fango, que reptaban entre valles y veredas destruyendo cultivos, arrasando poblados, engullendo animales y hombres. Entreverados torrentes de aguas turbias avanzaban implacables mancillándolo todo de un color pesado. Un ruido fuerte, extraño, insensato, se apoderó de las calles desiertas, violó grietas y resquicios, causando pavor. Cual esponjas salvajes los muros de las casas bebieron tal cantidad de agua que con el último sorbo se reventaron.

Por doquier abundaban los árboles heridos, algunos ya convertidos en chascas, otros agonizaban por la fuerza del temporal. Un sauce llorón se había abandonado a su triste suerte y descuajadas ramas colgaban de su tronco en un abandono cadavérico. Iracundo diluvio que parecía no tranquilizarse nunca.

El tiempo se detuvo por una centésima vez y cuando ya habíamos perdido la esperanza, el trinar de un pájaro, el currucuteo de una paloma, el movimiento acompasado de las alas de una mariposa nos hizo ascender a la realidad. La lluvia se había ido como había llegado, sin ruido, sin bulla, sin sentido. Por un instante permanecimos anonadados en un tiempo suspendido, luego cual autómatas empujados por una nueva cuerda comenzamos a avanzar desesperados. Innumerables veces escrutamos el cielo y el horizonte con ojos agrandados por la zozobra y el pánico. Tardamos minutos y minutos para acostumbrarnos a los nuevos y desolados paisajes engendrados por los aciagos acontecimientos y en nosotros quedó dibujada para siempre la amplitud trágica de la escena.

La pesadilla había desaparecido como en un mal sueño, un sol tibio trataba de colarse por todas partes y fue solamente en aquel momento que comenzamos a mesurar los acontecimientos. Hasta nuestros oídos llegaron los lloriqueos de un niño, los ladridos de algún perro, el último mugido de un cuadrúpedo, las llamadas de auxilio, los gritos y la algarabía espantada de los vecinos que irrumpieron como los sonidos graves de una orquesta.

A la altura del colegio Salazar y Herrera, antes de la borrasca las riberas de la quebrada Ana Díaz, eran ásperas, salvajes con pequeñas y románticas vegas. Con furia bárbara la quebrada vivió la más arrolladora riada que recuerda mi memoria. La crecida del riachuelo fue tal que más de una humilde casa erguida en sus riberas fue arrastrada por su furioso torrente. Los peces agonizaban en las charcas que había dejado la quebrada al salirse de su cauce.

El predio situado en las vegas del riacho y que utilizábamos como campo de fútbol había desaparecido y con él sus colores vegetales; en su lugar descubrimos una terraza de cascajo y piedras.

El puente, también había sido arrastrado por las furibundas aguas. La plazoleta de La América había cambiado su paisaje y se semejaba a la plaza San Marcos de Venecia en uno de esos inviernos tétricos que ha vivido la ciudad de Canaletto.

Nuestros atormentados espíritus estaban tan empapados como la tierra. En la tranquilidad tibia de un sol ausente invadida por los resquicios de mil temores, se respiraban incalculables olores desmembrados de la tierra. Inundados quedaron los desvanes, las despensas, las cocinas, las habitaciones… Durante todo el día compartimos con el fenómeno desolación y muerte. La luz de los rayos solares no alcanzaba a penetrar la oscuridad de los nubarrones.

Al final de aquella tarde y en sus últimos temblores, soñé despierto, viví grandes epopeyas, recorrí caminos de dolor y de esperanza, atravesé todas las rutas: la de la seda, la del algodón, la del ron, la del oro y la controvertida de las especies en la que más de un soñador perdió su acimut. En los últimos confines de la cultura, de las ideas y de las religiones, me extravié. Soñé despierto y ante todo fui Dios y hombre.

En medio de colores estrafalarios estallados en un firmamento ambiguo, apareció Gloria L. Arteaga, reventado botón primaveral de pequeña diosa despertadora de sensaciones ancestrales. Lucía entre orgullosa y maliciosa el último regalo que su padre le había traído de Barranquilla: una camiseta elástica amarilla que con gran realismo dibujaba sus pequeños senos apretados y altivos. La costumbre y los uniformes escolares nos habían vendado los creceres, sensaciones nuevas me invadieron, antes del diluvio niña era, después del aguacero arrobadora mujercita. A partir de ese día se convirtió en mi musa, más tarde la pinté mil veces. Final de una divina tarde que recompensaba el dolor de la tragedia.

Solomito de res al vino tinto

Preparación: 15 minutos
Cocción: 15 minutos

Ingredientes para 4 personas

Caldo:
1 cebolla grande
vino rojo
sal,
unas hojas de laurel, tomillo, romero
un ramito de apio
5 granos de pimienta
un solomito de res de 600 gramos aproximadamente

Guarnición
6 zanahorias
1 calabacín
15 cebollas de huevo pequeñas
una pincelada de sal

Salsa:
1 litro de vino tinto
100 ml de porto
4 cebollas de huevo pequeñas 
300 gramos de mantequilla
250 ml de caldo de res
sal, pimienta

Preparación

En una cazuela se echa el vino tinto la sal y las cebollas cortadas, se agregan las hierbas, el apio y la pimienta. Y se reserva.

Se corta el solomito en tajadas de 140 gramos aproximadamente.

La guarnición: se lavan las cebollas, las zanahorias y el calabacín, se cortan en forma de oliva, cada uno de estos ingredientes deberán cocinarse separadamente en agua salada a la que se le adiciona un poco de azúcar.

La salsa: se hierve el vino tinto, el porto y las cebollitas picadas hasta que se reduzcan las dos terceras partes; se deja enfriar ligeramente y se le va agregando poco a poco los pequeños trozos de mantequilla sin dejar de revolver. Se cuela y se le adiciona el fondo del caldo de res. Se calienta la salsa y se rectifica su sabor.

Al caldo que se tiene reservado, se le agregan las tajadas de carne y se dejan hervir durante 8 minutos. Los platos del servicio deberán calentarse con anterioridad en el horno. Se cubre con la salsa el fondo de cada uno de ellos. Se deposita en el centro una tajada de carne y artísticamente se adereza la guarnición

Este es un plato ligero en el que la cocción lenta preserva la sutileza de la carne seleccionada

Mario Ossaba,
París, 2013

Editado por María Piedad Ossaba

Ossaba: artista plástico colombiano residente en Paris. Colaborador de La Pluma.