Verde

Se dice que la gama de los verdes son 3 millones y podría afirmar sin temor a equivocarme que en Colombia se aprecian la gran mayoría

Crónica de viaje

El invierno socarrón y triste se detiene en los ventanales de mi salón. Al interior los colores de las pinturas que penden de las paredes, desprenden rayos de luces azucaradas. Un calorcito constante de micro clima engendrado por un radiador eléctrico, me protege del rudo invierno y de sus bajas temperaturas; los haces de luz desprendidos de un tímido sol se deshacen juguetones entre las patas de un viejo sofá. Las notas musicales lanzadas por un compacto disco, se desgranan en orden establecido. Si a este universo se le agrega el aroma del café recién colado, no tengo por qué estar menos que optimista.

Un bolígrafo vestido de un color casi ausente se mueve entre los dedos de mi mano derecha como pez en el agua; a veces timorato, otras, esperando la orden de partida para lanzarse desbocado por senderos incontrolables cual ser independiente y autónomo, reptando a pasmosa velocidad entre los intríngulis de un alfabeto domeñado entre la A y la Zeta. En tropelía los garabatos restan embrujados entre las líneas paralelas de las páginas canas del papel, mis pensamientos vuelan  y se retuercen en océanos de recordares imperecederos, así éstos no acaricien la veracidad de los momentos fenecidos.

Hasta mi memoria desembarcan los sueños de un mar romántico estrujado por el encanto de olas doradas. Me atosiga también la descomposición de la luz blanca y el color engendrado por el tercero del espectro solar, el amarillo, y el quinto, el azul; el verde es un recién parido vestido del color clorofílico de las plantas: verde cobalto, verde de zinc, verde malaquita, verde jade, calipso, éxtasis azul, esmeralda, egeo, verde blancuzco, verde amarillento, verde mar, verde botella… Entrecierro mis párpados y creo distinguir el verdoyo delicado de la hierba joven, el verde avanzado de las plantas, la entropía verde de los arbustos. Soberano color viridis que envuelve las hojas de los árboles gigantescos y centenarios: verde, verdoso, aceitunado, cetrino, verdemar, verdinegro, glauco, oliváceo, atezado, verde oscuro, verde reseda, verde menta, verde agua, verde nuevo, verdín, verde tabaco. Verde que te quiero verde… como los exquisitos versos de Federico García Lorca:

Verde que te quiero verde. /Verde viento. Verdes ramas. /El barco sobre la mar/ y el caballo en la montaña. /Con la sombra en la cintura /ella sueña en su baranda, / verde carne, pelo verde, /con ojos de fría plata. /Verde que te quiero verde. /Bajo la luna gitana, /las cosas la están mirando /y ella no puede mirarlas

¡Verde mágico y soberano de sexto continente, color de océanos inexplorados! Al abrigo de las paredes de mi salón, un calorcito tibio y amoroso me encierra en un abrazo agradable y delicado; sonrío al recordar que hace solo tres o cuatro meses durante nuestro reciente viaje a Colombia, recorrimos sus múltiples regiones desparramadas en una geografía de vértigo incontrolable. El frío trepado en las alturas de las cordilleras andinas nos hacía temblar como hojas al viento. Shakespeare tenía razón al decir: el frío muerde la sangre, los caminos son rudos y en la noche el búho chilla con los ojos abiertos. Extraña geografía la de mi país pues a solo algunos  kilómetros de distancia y de no pocas curvas y recovecos de las imposibles carreteras, nos empalagábamos de oasis templados de ternura, adornados de atardeceres vestidos de mil colores indescriptibles.

Recordares atrapados en la red de mi memoria y amarrados con hilos invisibles; recreo un extraño atardecer en que los mágicos rayos solares palidecieron, ópalo y triste el cielo, mientras la tierra creía perder su sol mágico, vistiéndose de un manto embrujado de infinitas tonalidades verdes, cocidas entre ellas, a la manera de un cuadro primitivista del pintor ocañero, Noé León. En lo alto rondaban pequeñas nubes amarillentas y estáticas, cual celosas guardianas de un secreto milenario. Creo sentir el aire que me acaricia en un abrazo dulce y delicado, con él,  desembarcan el calor, las temperaturas medianas o templadas, los sabores, los atardeceres vestidos de sorprendentes colores, los animales serviles o salvajes, la arquitectura tradicional o renovada, hombres y mujeres pobladores de un infierno paradójico, ataviados con ropajes de ayer, de hoy, de siempre, arrastrando con ellos sus costumbres ancestrales.

Fue Júpiter quien lanzó la idea de hacer un viaje a la sufrida ” locombia”, como con mucha razón la denominó el artista Antonio Caro, conocida también como el país del “sagrado corazón”. La invitación me entusiasmó a pesar de que hacía pocos meses había estado de visita en el país. Con María Piedad las cosas no se pasaron de la misma manera ya que a las reiteradas invitaciones siempre respondía con un “no” redondo y rotundo. Un trabajo de demolición se impuso y poco a poco el “no” se convirtió en mil excusas. Le hicimos sentir la necesidad de cambiar de aire y de visitar un país en el que no ponía los pies desde hacía muchos años. Le vendimos el aire puro de las montañas, las refrescantes corrientes que acompañan las tibias aguas de los ríos, le prometimos visitar los dos océanos en el que magníficas playas han encontrado domicilio, le hablamos de cordilleras, de valles, de animales que jamás se habían escapado de su memoria; por último le hicimos hincapié en el calor abrazador de sus habitantes, anotando que familiares, amigos y aún desconocidos nos estrecharían en apretados brazos de amistad. No sabemos si fueron estas las razones o acaso la proposición repetida hasta el cansancio que la hizo cambiar de parecer. Un “si” bastante abotargado salió al fin esfumado de sus labios.

Colombia es un país verde y dicharachero en el que la muerte hace parte de la fiesta, y es justo, en ese desenfrenado instante que sobreviene la desgracia, el verde deja de ser tierno, fresco, jugoso, para transformarse en lascivo, lujurioso, inmaduro, obsceno, pornográfico… Voluntaria o involuntariamente hemos ignorado la violencia de su pasado hasta llegar a este presente incierto, injusto, incomprendido, aumentado por la miseria, la corrupción, el odio  y la iniquidad. A lo mejor fui a desandar lo andado por esas regiones de las que solo me queda un sabor desesperado.

De Medellín han desaparecido sus pájaros, las peregrinas mariposas cada vez nos visitan menos y de las avenidas sombreadas por orgullosos árboles, queda solo un recuerdo vago. Durante la última administración se aceleraron las motosierras, el desastre engendró la soledad, se levantaron inútiles pirámides de hormigón, se disparó el  recalentamiento global y la preocupante contaminación nos abate hasta dejarnos sofocados. Vi también cambios sorprendentes como la pensión de las grandes penas, hoy convertida en biblioteca; digamos que la famosa cárcel de “La Ladera” se ha transformado en majestuosa libélula de curiosidad turística aumentada por las alas del saber. Otros centros de investigación también han visto la luz y airosos se iluminan cual lámpara de Diógenes.

F.Rueda, los Ramírez, los Ossaba, los Gómez, L.Nieto, los Machado, los Velásquez, L.I. Alvear, O.B.Arango, los Duque, los Uribe, los Villa, los Vélez, los Tabares, L. Botero, P. Velázquez, P. Vélez,  R. M. Zuluaga, entre otros, contribuyeron a que nuestra estadía, fuera mucho más rica y amable.

La mayoría de las carreteras de la costa Atlántica se asemejan a caminos de herradura; las mal llamadas autopistas no son más que una multiplicación de baches y peligros donde el grito le hace eco a la tragedia, sin embargo por ellas transitan a raudas velocidades toda clase de automotores; flagrante contradicción que confirma la insensatez de los conductores que al parecer son los únicos que tienen prisa en esas latitudes, donde el tiempo flota suspendido y avanza con la lentitud de un caracol fatigado.

Luchando contra la modorra que me produce el cansancio del largo viaje de Medellín a Santa Marta, a la altura de la región calentana de Caucasia, logro abrir mis ojos y observo como en una película lejana y borrosa, un viento furioso y sucio que golpea duramente los árboles y arbustos, presagiando el desencadenamiento de la catástrofe; con furia salvaje y desenfrenada las nubes se entrechocan y mugen, se desgarran y vierten inclementes el líquido contenido en ellas. El agua desprendida de los nubarrones lo inunda todo, las charcas pululan y los torrentes de lodo y agua maculada arrastran a su paso las capas vegetales y restos de industrialización, hasta las aguas saladas del caribeño mar, tiñéndolo todo a su paso de coloraciones diferentes, desde el verde bien oscuro tirando al negro, hasta los colorados. En el trópico los aguaceros se visten con los colores arrancados a la tierra. Después del temporal, vuelve la calma y de nuevo la tarde se viste con su traje variopinto de  tintes tropicales.

Aletargados por el abandono de la administración gubernamental, a lo largo de la carretera proliferan caseríos de escasas esperanzas. Son ranchos coronados por techos de zinc y paja, levantados sobre paredes inconclusas de guadua, cartón, madera y minúsculos patios sembrados con plátanos y yucas. Acá y allá niños semidesnudos con la triste interrogación del miedo dibujada en sus temblorosos y sorprendidos rostros; nacer-sobrevivir-morir, he aquí la triste ecuación de un destino trágico; no se necesita nacer, para convertirse en mero juguete de las mentiras. El raciocinio hiere, ya que nos explota inmisericorde contra el dolor y la miseria. Insistir en callarlo todo, sería intentar tapar el sol con un dedo, tarde o temprano la verdad tendrá que salir a flote.

Villa Ludovica inmenso  caserón colonial aplastado por el calor del sol desde hace más de un siglo, es doctamente timoneada por la almirante A. Goenaga. Al interior se cotejan diferentes ambientes: ventanales y puertas trabajadas con la mayor delicadeza, elevados techos, generosos e iluminados espacios, una alberca en el patio interior, colores reposados o brillantes en los baldosines adoquinados y domados por el transcurrir de los años. Como goliarda nave varada en una abrazadora colina, al igual que toda Santa Marta, es incendiada por un calor inclemente capaz de desollar la piel de las iguanas. Al fondo el cinturón de montañas que la abrazan con egoísmo pérfido, hasta dejar sin respiro una ciudad al garete que continúa luciendo su empobrecida soledad. En las noches el misterio trajeado de ansiedades envuelve el paisaje de preñados quejidos, de promesas inconclusas, de vivaces temores.

En Barranquilla, la arenosa capital del departamento del Atlántico, nos sorprendieron con sus calurosas atenciones: los Pacheco, Ios Pantoja, Robinson y Alma Riquett.

Valle del Cauca, región enclavada entre dos cordilleras. Sembrados y cañaduzales se erizan con la fuerza de vientos mayúsculos. Al paso de tractores y máquinas cortadoras de caña, miles de insectos envalentonados por un verano que dura desde siempre, escapan de la abierta naturaleza y buscan refugio entre las habitaciones, los desvencijados muebles o galones inservibles y agujereados, que sirven de acogedora pensión a innumerables mosquitos de enloquecedores zumbidos.

Los Gallón, anfitriones amorosos con sonrisas agradables presentadas en las tibias mañanas, a la hora del café, y orquestadas por el trinar de los bulliciosos pájaros que habitan las jaulas del patio solariego. A. González hizo nuestras delicias recibiéndonos en su tienda repleta de recuerdos, enmarcada por el calor tenue de una tarde rebosante de promesas. Los Mejía nos regalaron con una viajada música llegada desde los más recónditos  confines hasta las más secretas convulsiones del alma, adobada con una cocina exuberante y rítmica. Los Peláez compartieron con nosotros un paisaje salido de ilustrados libros infantiles, un lago con peces coloreados, una guacamaya arisca, palmeras magníficas traídas de otros continentes y un perro afectuoso que había perdido la luz de sus ojos. De todo ello fueron testigos los Cruz y Raya. Aida Salomé y Lotty. Los pintores Pombo, Cerón y Correa nos abrieron sus talleres y nos desvelaron parte de sus sueños.

Visitamos y contemplamos con admiración casi religiosa, el verdor de los sembrados y cultivos de la pujante región del Eje Cafetero; con sorpresa grata calculamos las riquezas multiplicadas en tantos años de trabajo por gente visionaria y emprendedora. Es increíble cómo se han agigantado y organizado sus ciudades.

El final del viaje lo disfrutamos en el Altiplano Cundiboyacense; la capital del país se ha metamorfoseado hasta seguir los cánones impuestos por otras grandes metrópolis. Bogotá ciudad cosmopolita habitada por colombianos y extranjeros llegados de los cuatro puntos cardinales. Sus temperaturas también han cambiado y un clima templado la cobija todo el año. Pueblos y veredas vecinales son un encanto turístico de apreciaciones diferentes. Visitamos una mina de sal transformada en catedral con pretensiones artísticas y arquitectura de aplauso.

Los Caro Tafur, V. Zafra, C. Delgado Pereira, C. Nieto Ponce de León, los Miranda, los Rodríguez Goenaga, los Norden, los Mendoza, J. Castro, F. Sanabria, Mafe, los Quintero, los Hoffman… y tantos otros amigos nos recibieron con los brazos abiertos. El último fin de semana lo disfrutamos en el Castillo de Archi, limitados solamente por los hilos de las hamacas y los ecos de un riachuelo a escasos metros del “Château”.

Se dice que la gama de los verdes son 3 millones y podría afirmar sin temor a equivocarme que en Colombia se aprecian la gran mayoría

Ossaba, Paris 2007

Editado por María Piedad Ossaba