El pasado 8 de julio, la agenda de Joe Biden estuvo marcada por la celebración de los 75 años de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, la CIA. Ya fuese por ser viernes o porque la batallita interna de turno entre republicanos y demócratas copaba los titulares referentes a este país, tanto el acto y las declaraciones del Presidente estadounidense pasaron sin pena ni gloria por la prensa internacional. Cualquiera diría que las ingentes cantidades de entretenimiento basado en andanzas ficticias ambientadas en Langley, Virginia, son directamente proporcionales al vacío informativo de lo que se cuece en ese lugar (sede de la CIA).
En su discurso, el Presidente de Estados Unidos no dudó en homenajear “la valentía silenciosa de las mujeres y los hombres” de la agencia. “Les aseguro que es así en todo el mundo. En vidas salvadas, crisis evitadas, verdades reveladas”, afirmó contundente Joe Biden, quien definió como principal misión de la CIA lo siguiente: “reunir la inteligencia y los datos de todo el mundo para que aquellos de nosotros que dirigimos la política exterior estadounidense podamos hacer todo lo que esté a nuestro alcance, todo lo que esté a nuestro alcance para mantener a salvo al pueblo estadounidense”.
Entre aplausos, Joe Biden pronunciaba unas palabras que no pueden distar más de la realidad. No importa. Hace tiempo que el emperador va desnudo. De hecho, los esfuerzos actuales suelen centrarse en derribar a aquel que ose apuntar con el dedo y señalarlo. Hagamos memoria. En sus 75 años de existencia, la CIA ha sido partícipe de incontables operaciones secretas para sembrar el terror fuera de las fronteras estadounidenses, impedir gobiernos democráticos, aplastar voluntades populares contrarias a los intereses de Washington y masacrar movimientos de izquierda.
El golpe de Estado en Guatemala en 1954 contra el gobierno democrático de Jacobo Árbenz Guzmán, la ejecución del Che Guevara en 1967, la financiación de los yihadistas en Afganistán —germen de quienes ocupan ahora el poder en ese país—, el aplastamiento del levantamiento popular haitiano en 1959 en favor de la sangrienta dictadura de Duvalier, el derrocamiento del gobierno de Goulart en Brasil en el 64, la ayuda a la dictadura militar en Uruguay, el apoyo al golpe de Estado de Augusto Pinochet en Chile en el 73, a Videla en Argentina, las idas y venidas con Noriega en Panamá, la financiación de las tropelías fujimoristas en Perú, las masacres subvencionadas y aplaudidas en El Salvador, la participación en la Operación Gladio y los años de plomo contra la izquierda europea, cuyo alcance real aún hoy desconocemos. Son sólo algunos ejemplos. Probablemente a quien esté leyendo esta nota se le ocurran unos cuantos más, entre ellos algunos notables fracasos, como la invasión de Bahía de Cochinos. Pero, quizá, uno de los mayores triunfos ha sido el grabar a fuego ese mantra de que sus actividades son para la protección interna y de cara al exterior de la nación; cuando es directamente mentira y los mayores interrogantes son los relativos, precisamente, a sus operaciones domésticas.
El carácter fascista de la agencia ha sido una constante desde sus orígenes. No en vano, la CIA fue uno de los principales destinos de un millar de oficiales y funcionarios nazis tras la caída de Hitler. No había que desaprovechar tamaño talento, pensó en su día un joven Allen Dulles, primer director civil de la agencia y valedor, entre muchos otros, del principal espía anti URSS de Hitler, Reinhad Gehlen, reconvertido en flamante agente de inteligencia para el país de la libertad. En su obra ‘The Devil’s Chessboard’, David Talbot expone cómo Dulles fue capaz de armar, con altas dosis de criminalidad y consecuencias sangrientas, un verdadero gobierno secreto en la sombra bajo la única defensa del llamado “excepcionalismo estadounidense”. El fantasioso escudo ideológico que hoy día sigue utilizando este país para afianzar impunidad. Un detalle. Dulles salió de Wall Street y Princeton, al igual que su hermano John Foster Dulles, quien llegó a ejercer como secretario de Estado a la misma vez que Allen repartía libertad a punta de terror dirigiendo la agencia. De destinar recursos económicos a la Alemania nazi, a aprovechar sus restos para “construir” la inteligencia de este país.
Pero volvamos al discurso de Biden. El mandatario aprovechó la ocasión para recordar sus profundos lazos y lealtades con la institución. No en vano, ya en el año 1976, él fue uno de los miembros fundadores del Comité de Inteligencia del Senado, encabezando el subcomité de secretos y divulgación. “Fui designado por un gran nombre, llamado Mike Mansfield, el senador de Montana. Lo llamaban ‘Mike de hierro’. Creo que la siguiente persona más joven en el comité tenía 28 o 29 años más que yo”, rememoró el actual Presidente de Estados Unidos. Un apunte y una curiosidad: por un lado, contrariamente a la imagen que pretenden vender la mayoría de medios de comunicación nacionales e internacionales, Biden no esconde ser aprendiz y ahora quizá el mayor experto del llamado y temido ‘estado profundo’ estadounidense. Por otro, el susodicho ‘Mike de hierro’, fue el embajador estadounidense en Japón con más años de servicio en la historia. Tras dejar ese cargo, trabajó para Goldman Sachs, la firma de banca de inversión de Wall Street. (Sí, que sigan escuchando el leitmotiv del mercado es, por mi parte, completamente intencional).
“Somos la nación más singular en la historia del mundo. No es una hipérbole. Somos la única nación en el mundo basada en una idea”, también aseguró Biden. Enfrente, entre otros, la actual directora de la CIA, Avril Haines, quien ya en la época de Obama era convocada a medianoche para dar su visto bueno sobre el próximo objetivo a exterminar en Medio Oriente con un ataque con drones. No hubo tarta en el cumpleaños pero, de haber sido así, sólo las velas habrían sido septuagenarias. Quienes soplan lo siguen haciendo firmes y llenos de juventud, formulando, en secreto, los mismos deseos oscuros.