Ante la imposibilidad de un enfrentamiento directo entre las grandes potencias surgidas de la Segunda Guerra Mundial- sobre todo por la existencia de las armas atómicas- la disputa por la hegemonía mundial se prolongó mediante las guerras locales en las zonas periferias, o sea, a través del enfrentamiento indirecto utilizando para ello a terceros países. La política tradicional del capitalismo tuvo como objetivo imposibilitar en primer lugar el denominado “avance del comunismo” pero sin olvidar la competencia tradicional también entre las mismas potencias occidentales y Japón que había provocado las dos guerras mundiales del siglo XX; una competencia por el control de mercados, de materias primas y de zonas de influencia. La guerra directa entre potencias se reemplaza entonces por las formas de la llamada “Guerra Fría”, la misma que se ha mantenido hasta ahora solo que cambiando escenarios y protagonistas pero sometidos todos los actores a la misma dinámica. No sorprende entonces que tras los conflictos bélicos contemporáneos en Asia, África y en la periferia de Europa se puedan reconocer los intereses de los capitalistas occidentales y de Japón, y que hoy como ayer, el objetivo sea someter a Rusia y China, núcleos del antiguo socialismo. De forma semejante también se trata de someter a las otras “potencias emergentes” agrupadas en el BRICS y en no pocos aspectos también a países que igualmente vinculan su desarrollo y soberanía nacional a formas nuevas de integración en el mercado mundial, por fuera y muchas veces en contradicción con las antiguas potencias hegemónicas del capitalismo.
La actual guerra en Ucrania no es otra cosa que la más reciente expresión de esa “guerra fría”.La “guerra fría” también se ha llevado a cabo en Latinoamérica y en el Caribe, y se mantiene hasta hoy. En países como Cuba y Venezuela se destaca el discurso anticomunista como eje central de la política de Washington y sus aliados (locales e internacionales); pero en tantos aspectos esta ”guerra fría” en América Latina y el Caribe se manifiesta también en el intervencionismo estadounidense contra gobiernos simplemente nacionalistas y que en tantos casos no pueden señalarse como un “peligro izquierdista”. A los golpes militares, las dictaduras y otras formas directas de hacer esa “guerra fría” se deben agregar maneras nuevas de intervencionismo, de guerra moderna que sin excluir la intervención militar directa que Washington ha realizado en no pocas ocasiones en la región se han centrado en el sabotaje económico, la guerra mediática, el terrorismo financiado y orientado por agencias especializadas de Estado Unidos, a las cuales se agregan de un tiempo a esta parte otras de países europeos y muy especialmente de Israel. En el caso de Colombia, esa “guerra fría” ha convertido de hecho, a buena parte de las instituciones (y en particular a las fuerzas armadas y de policía) en una prolongación de las entidades bélicas estadounidenses con el claro objetivo de conseguir una guerra abierta de Bogotá contra Caracas. El nuevo gobierno de Petro tiene la nada fácil tarea de quitar a Colombia el denigrante calificativo de ser el “Israel de los Andes”. La “Guerra fría” puede entonces manifestarse de mil maneras y no necesariamente por conflictos abiertos como en Asia, África o Europa.
Si la “guerra fría” no consiguió someter a Rusia y China (aunque si puede adjudicarse el derrumbamiento del “socialismo realmente existente”, al menos parcialmente, pues este sistema colapsó en lo fundamental por sus propios errores y habría terminado también sin la acción saboteadora de Occidente) las formas actuales de esta guerra entre potencias tampoco muestra indicios de conseguirlo. Sería muy precipitado predecir cómo va a terminar el conflicto en Ucrania; pero al parecer, Rusia va ganando el reto: recupera Crimea y se asegura al menos el control de la salida al Mar Negro (Kiev tendría que hacer muchas concesiones a Moscú para conseguir mantener el puerto de Odessa, siempre bajo supervisión rusas); Putin muestra a las antiguas repúblicas soviéticas hoy convertidas en bases de la OTAN (que literalmente rodean Rusia) el mal negocio que consiste en aliarse con los occidentales en sus aventuras bélicas; es notoria la posición quienes prefieren mantener buenas relaciones con Moscú al tiempo que lo hacen con Occidente, Hungría, por ejemplo, lo mismo que otros países de la región como Turquía e Israel. No menos significativa resulta esta guerra en Ucrania para quienes abandonan su neutralidad -Suecia o Finlandia, por ejemplo- que si las cosas no cambian radicalmente entenderían que les puede esperar la suerte de Ucrania –literalmente arrasada- si su compromiso con la OTAN va más allá de las palabras.
En las declaraciones triunfalistas de la Unión Europea entre líneas puede leerse que las contradicciones tradicionales con Estados Unidos siguen vigentes. Francia y Alemania, sobre todo, que siempre han apostado discretamente pero con suficiente claridad por generar sus propios mecanismos en la confrontación mundial. La supuesta unidad en la OTAN no es- si esta lectura de los hechos es verídica- tan monolítica como la propaganda muestra. Basta considerar las diferencias que se registran en relación a las sanciones económicas contra Rusia por el impacto negativo que el conflicto tiene en sus economías (sin excluir a los propios Estados Unidos). En efecto, algunos grupos empresariales (Los productores de armas, por ejemplo, o los monopolios de la energía) obtienen de esta guerra unos beneficios incalculables pero no sucede lo mismo con otros sectores del capital que ven sometido su funcionamiento normal a la total incertidumbre cuando no a la ruina. La población trabajadora de los países occidentales comprometidos en esta aventura bélica ya paga el alto coste del conflicto y se ve sometida a un alza general de precios cuando los salarios descienden al mismo ritmo. El descontento no ha hecho más que empezar y los augurios de una nueva recesión mundial se repiten sin cesar. Tampoco ha habido el esperado derrumbamiento económico (o político) en Rusia o en China, países que parecen asumir el reto sin mayores problemas.
El escenario puede leerse de muchas maneras diferentes. Una optimista, que desea que esta “guerra fría” desemboque en un acuerdo de paz similar al que se produjo tras la Segunda Guerra Mundial, pero sin “guerra fría”. Un acuerdo que suponga la limitación efectiva de los armamentos, tanto de los atómicos como las muchas formas nuevas de destrucción –algunas de las cuales parecen que se están ensayando ya en la guerra de Ucrania-; un acuerdo mundial que de una forma realmente democrática a las llamadas instituciones internacionales (la ONU, en particular) y, sobre todo, un acuerdo para que la competencia en el mercado se realice de forma pacífica, tal como predica la filosofía liberal clásica, o sea, que se imponga en el mercado quien ofrezca mejores precios y mejor calidad, y que se eviten todas las formas no económicas y mafiosas que perjudican la competencia . No falta por supuesto la lectura más dramática (y ojalá equivocada) de quienes temen que esta “guerra fría” desemboque en una Tercera Guerra Mundial, cuyo impacto catastrófico tendría unas dimensiones tales que hasta puede comprometer la misma supervivencia del género humano.