Iconografías sacrosantas y una pesadilla | Recuerdos de devociones, religiosidad popular y mujeres de cine

Mamá, que tenía cierto gusto por madonas bizantinas y otras figuras del Renacimiento, nos hablaba de Miguel Ángel, Rafael Sanzio y Leonardo, sobre todo de este último por su revolucionaria Última cena.

Hubo un tiempo de la niñez y la adolescencia cuando la religión y, más que todo, ciertas expresiones de la religiosidad popular estaban impresas en casi toda la vida cotidiana. En las salas de la mayoría de casas (lo supe porque casi todas permanecían de puertas abiertas) no faltaba la efigie afrancesada del Corazón de Jesús, sin rasgos judíos ni orientales, muy ario y europeizante. Los cuartos, al menos en las casas de amigos de barrio, también ornaban sus paredes con iconografías diversas, algunas más bien terroríficas, de santones y madonas.

Eran días en los que en las escuelas y colegios había que rezar oraciones insólitas a vírgenes de distintas advocaciones y cantar en mayo alabanzas a algunas de ellas, como las de Fátima, Lourdes y María Auxiliadora. Eran imágenes bonitas, que se ubicaban en el patio de recreo escolar, en algunos salones (en mi escuela, prevaleció una figura menos religiosa, aunque el hombre calvo y de bigote blanco que aparecía en un cuadro con marco de madera escribió Oración a Jesucristo), y en los corredores.

Entre los cuadritos de miedo que a mí me parecían extraídos de relatos de suspense y horror, estaban los de la Mano Poderosa, La muerte del justo y la del pecador, otros que representaban castigos infernales, y había uno con un pez enorme (no era la ballena de Jonás) que se tragaba a un canoero, y, según mi percepción, uno de los más terribles era el de la Virgen del Carmen, a cuyos pies ardían almas pecadoras junto a seres alados que parecían darles ánimos. Era una suerte de “educación” visual, en un clima en que se colaban, de vez en cuando, hermosas madonas renacentistas y pastores en campos resecos e infértiles.

En casa, que era la de menos iconografías en comparación con otras del b arrio, había paredes plenas de cuadros con figuras medievales, con santos de hacha en las manos, otros con ramos de olivo, algunos a caballo en tiempos de espadas y escudos, me parece que estaba santa Bárbara, a las que se invocaba en las tormentas para protección de rayos y centellas. Mamá, que tenía cierto gusto por madonas bizantinas y otras figuras del Renacimiento, nos hablaba de Miguel Ángel, Rafael Sanzio y Leonardo, sobre todo de este último por su revolucionaria Última cena.

Algunos de tales cuadros, ya dije, causaban aprensiones y era posible que, en la oscuridad, sufrieran metamorfosis de pesadilla. No faltaban, sobre repisas y escaparates, en esquineros y tocadores, imágenes de “bulto” (así les decían) de San Antonio de Padua, San José y otros canonizados y beatos, así como cristos atravesados por los dolores de la crucifixión.

Decía que a mamá, sin ser muy religiosa, al final de sus tiempos abrazó el escepticismo total, le gustaban esas decoraciones coloridas, con marcos a veces dorados, en los que cualquiera hubiera podido adquirir la vocación de santo o de milagrosa virginidad monjeril. Sin embargo, me pareció años después, que lo hacía era para espantarnos cualquier creencia en ídolos y divinidades de yeso, un modo bastante raro para alejar novenarios y adoraciones de seres que de alguna manera me parecían que eran parte de la fantasía y de un repertorio de leyendas.

Con el tiempo, esa imaginería casera se diluyó hasta desaparecer de nuestro paisaje doméstico. Entre tanto, papá, que no era creyente, tenía la virtud (otros dirán que defecto) de inventar historias de santos inesperados, como San Expedito. Hablaba de San Telmo y San Tiburcio, con historias que iba creando en la medida en que contaba. Casi siempre las relacionaba con aventuras caballerescas y con viajes marinos.

Para volver un poco al principio, eran aquellos días, de dominio eclesiástico en casi todos los ámbitos, los de las devociones. En las esquinas, además de conversar sobre fútbol, muchachas, marihuana, malevajes y otras situaciones de infancias y adolescencias, entre ellas las masturbaciones, se preguntaba si alguno era devoto, o cuál era su santo o virgen preferidos. Había, en todo caso, muchachos muy apegados a los rezos (en sus casas, sin falta, se entonaban rosarios y se pregonaba alguna novena), a usar escapularios y medallitas, y a guardar estampitas sacrosantas en sus bolsillos.

Recuerdo que ganaba por mayoría la devoción a la Virgen del Carmen, que además aparecía en hábitos de muertos y en algunos santuarios callejeros. En partes de Bello, sin embargo, prevalecía la virgen de La Milagrosa. En el barrio El Paraíso se erigió un templo a la que después se erigiría como patrona de los conductores, entonces llamados choferes.

Una de las preguntas, utilizadas para “romper el hielo”, era la de la devoción por alguna entidad sagrada. “¿Vos de quién sos devoto?”, era un lugar común. Lo extraño era que, en mi caso, no había ninguna devoción, pese a todo el variopinto paisaje iconográfico en casa. El único cuadro que hubo del Corazón de Jesús, sufrió una muerte inesperada: por la ventana (hay que recordar que de día siempre estaban abiertas puertas y ventanas) de la sala penetró una piedra que se estrelló contra la imagen. Volvió añicos el vidrio. No supimos quién fue, pese a que mamá salió con rapidez a ver si veía al autor del atentado.

No lo mandó a enmarcar. Guardó la imagen que después desapareció sin saberse adónde fue a parar. Los otros cuadritos los fuimos olvidando, se invisibilizaron, porque ya el interés estaba puesto en álbumes, en cromos de colección, en afiches de cantantes, en carteles de cine y en las fotos de Raquel Welch, Sophia Loren, Marilyn Monroe y en un poster de Claudia Cardinale en la película Cien rifles.

Claudia Cardinale, en Cien rifles.

Papá, que era un viajero a la gitana, de vez en cuando al desgaire nos dejaba en sus maletines números de Play Boy, revistas brasileñas (como O Cruzeiro) y algunas ediciones de periódicos sensacionalistas de otras partes. Y mamá, en un proceso del que no éramos muy conscientes, fue despojando las paredes de aquellas antiguas estampas de religión hasta que todo fue apenas un ingrediente simpático para los recuerdos.

Tal vez por esas domesticidades sacras, en un tiempo ya remoto, en la biblioteca de la Universidad de Antioquia me pasaba buenos ratos leyendo unos libros sobre historias de santos, que lindaban con la aventura, las transformaciones anímicas, las actitudes bandidescas, que después eran motivo de contrición, autoflagelaciones y arrepentimientos, y cosas así que pertenecen no solo a los mitos y leyendas, sino también a la historia de la religión.

El cuadro más aterrador que alguna vez hubo en casa fue el de la Mano Poderosa, con la cual varias veces tuve pesadillas y otros sueños intranquilos. Una mano que andaba por toda la casa, se subía a la cama y cuando ya estaba a punto de asfixiarme, me despertaba entre sudores y acelerados pálpitos. La exorcicé cuando leí un maravilloso (y espeluznante) cuento de Maupassant y, cuando en alguna mudanza, arrojamos a la basura el antipático cuadrito que a veces sangraba sin saberse por qué.

La infancia y adolescencia pasaron, y tras de ellas se esfumaron los cuadritos, estampas, estatuillas y otras figuras nada milagrosas, que nos dieron motivos para imaginar otros mundos e inframundos, y luego, tras exiliar tales iconografías, destinar las paredes de las piezas a imágenes más terrenales y excitantes.

Reinaldo Spitaletta para La Pluma

(Escrito el 16 de julio de 2022, cuando en Medellín sonaban pitos de celebración a la virgen del Carmen)

Editado por María Piedad Ossaba