Colombia, intranquilo sepulcro

Una pregunta para evocar de nuevo aquella utopía del histórico Congreso de Cúcuta: ¿de quién es hoy patrimonio la nación colombiana?

Es posible que la historia sirva para lo que sirven las utopías: para saber, al menos, dónde se está parado. O, como lo dijo un director de cine argentino, citado por Eduardo Galeano: para caminar. Colombia, ya rotas las cadenas con la Corona española, nació con la declaración de una suerte de utopía magistral, consignada en el artículo primero de la Constitución de Cúcuta de 1821: “La nación colombiana es para siempre e irrevocablemente libre e independiente de la monarquía española y de cualquier otra potencia o dominación extranjera; y no es, ni será nunca patrimonio de ninguna familia ni persona”.

Era el nacimiento de una república liberal en el sentido clásico del enciclopedismo y la ilustración, en el más amplio espectro de aquello que proclamaba a la razón como portaestandarte de la residencia del concepto de soberanía en el pueblo y la nación. Esa utopía de 1821, ¿cuándo se vino abajo? ¿Cuándo comenzamos a ser otra vez colonia o neocolonia? ¿Cuándo el país se volvió patrimonio de unos cuántos, de un club exclusivo que domina a sus anchas y como le da la gana?

Se acaban de cumplir 190 años de la muerte del Libertador. No está por demás recordar apartes de su última proclama, hecha el 10 de diciembre de 1830 en la Hacienda Santa Marta, una semana antes de su deceso. “Habéis presenciado mis esfuerzos para plantear la libertad donde reinaba antes la tiranía. He trabajado con desinterés, abandonando mi fortuna y aun mi tranquilidad”, dijo Bolívar, ya en sus postrimerías.

Recuerdo a doña Rosa Bother de Muñoz, nuestra maestra de primero de primaria, cuando, ante un salón de chicuelos deslumbrados por la parla de la dama rubia, de origen gringo, que nos recitaba la proclama última de un señor que uno veía en cuadritos en los salones de clase y sus esculturas en parques y plazoletas, se nos dejaba venir con las frases finales de la proclama: “¡Colombianos! Mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.

¿Cuándo fue que aquel sueño se derrumbó? ¿Cuándo, tras flotar en el aire de una república que quizá nació moribunda, se esfumaron las palabras de aquel hombre en trance de muerte que, según él, no aspiraba a otra gloria que “a la consolidación de Colombia”? ¿Qué estaba acaeciendo en un país que durante buena parte de la centuria del XIX fue una orgía de sangre y rapiñas diversas? ¿Cuándo se convirtió en ceniza la utopía hermosa de la libertad y la independencia?

Los cien años del XX fueron peores. Si bien no hubo más guerras civiles, sí los atravesaron una vasta violencia y muchas inquisiciones. Unas pocas familias se apoderaron del país y hubo “delfinatos” y sucesiones a dedo como si se tratara de una realeza espuria. Y así como hubo mandatarios que pusieron a brillar la estrella polar del Norte, con postraciones humillantes frente al imperio que despuntaba y daba sus zarpazos por estos solares, otros, también prosternados ante las garras del águila imperial, devastaron el país con sus ambiciones personalistas.

Triste condición la de un pueblo maltratado, arruinado, puesto como carne de cañón, o como enseña de la demagogia de los que han usufructuado y desdibujado precisamente el “solio de Bolívar” y que han sido todo lo contrario de aquellos libertadores independentistas que soñaron con una nación soberana, sin la injerencia de ninguna potencia o dominación extranjera. Cambiaron los tiempos. Hubo otras constituciones. Y empeñaron la república. La ultrajaron gobernantes corruptos y antipopulares.

Un repaso por los últimos mandatarios, dígase, por no ir más atrás, desde la década del noventa, daría para un tratado sobre la desvergüenza y el entreguismo. Han sido todos títeres manipulados por los intereses foráneos, por la traición a los sueños de independencia y soberanía, acondicionados por el mercado, por las transnacionales, por un desamor a la nacionalidad y al pueblo. Este último ha sido más bien ratón del laboratorio neoliberal y víctima del desprecio de los dueños del país.

En el siglo pasado, los partidos tradicionales impulsaron la violencia en Colombia y poco hicieron por democratizarla. El ejercicio del poder ha sido para mantener y aumentar los privilegios de unos cuantos y extender la miseria sobre el castigado rebaño popular. Y ahora, en lo corrido del siglo XXI, se han dado muestras de autoritarismos y acciones que limitan la ya muy escuálida democracia.

Como dijo David Bushnell en su libro Colombia, una nación a pesar de sí misma, “los mismos partidos que hasta hace poco sirvieron de «opio» de las masas colombianas (en el sentido marxista) han contribuido, a través de los años, a la propagación de la violencia, cuya recurrencia representa el más evidente fracaso del sistema político”.

Una pregunta para evocar de nuevo aquella utopía del histórico Congreso de Cúcuta: ¿de quién es hoy patrimonio la nación colombiana?

Reinaldo Spitaletta para La Pluma, 22 de diciembre de 2020

Editado por María Piedad Ossaba

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