Vamos naturalizando la violencia a través de discursos, imaginarios, frasecitas y otras manifestaciones. Se crea un lenguaje que, a veces, es suavizador, un eufemismo de la maldad y el ejercicio criminal del borrar al contrincante, y en otras ocasiones es abierto, vulgar, decididamente alineado con métodos sanguinarios. Desde los horrores de aquella violencia bipartidista, que tuvo su “florero de Llorente” con el asesinato de Gaitán, hasta hoy, cuando ya han intermediado factores de horror como los del narcotráfico, Colombia padece el síndrome de la crueldad.
Parece que la sangre llamara a la sangre, a su derramamiento. Y desde aquellos funestos tiempos en que la violencia liberal-conservadora arrasó los campos (con muestras al uso en las ciudades, como los aplanchadores, por ejemplo), el lenguaje asumió del mismo modo significaciones para designar los crímenes, los despojos, la desaparición del contrario, señalado por un color, una propiedad, una fatídica designación como enemigo.
Y así, a la par de cortes específicos de cabeza (la mocha, se le llamaba), de lengua, de los órganos sexuales, de las matazones a granel, las palabras iban dando cuenta de una cultura, de unos bárbaros comportamientos. “Pasar al papayo” fue durante años una manera de referirse, o de ocultar mediante tropos, al hecho de matar. Y la manera de camuflar con el lenguaje un arma (al revólver se le denominó en la Violencia “ángel de la guarda”), una masacre, un “dar de baja”. “Tostar” (tal vez asumiendo faenas de la caficultura o de la culinaria) era asesinar a alguien, así como “pavear” o “palomiar” significaba “matar desde los matorrales”.
Los “pájaros” (sicarios rurales, matones a mansalva) eran una plaga que asoló los campos. El más sonado fue el Cóndor Lozano. Hubo miles. En medio de la hecatombe, nos fuimos poblando de diversas designaciones, algunas muy apologéticas de la violencia y sus métodos. Y de pronto, los victimarios pasaron a ser “necesarios”, como si fuesen enviados de alguna divinidad. Y hubo entonces momentos en que eran los que hacían una “limpieza” social (en Medellín, por ejemplo, hubo hace años un grupúsculo de esos, llamado “amor por Medellín”, contra los “jaladores” de carros; luego, contra habitantes de calle y travestis), asunto que luego se trasladó a barrer todo aquello que significara desobediencia, crítica, desacuerdo con lo oficial, defensa de derechos humanos, etc.
Un muerto en la calle era un “muñeco”, una víctima del crimen era alguien que “algo debía” o quién sabe “en qué andaba”. Naturalización de la violencia. Aceptación así no más de la incivilización. El narcotráfico estimuló no solo los métodos de exterminio, sino la resolución de cualquier conflicto a punta de bala, o de carro bomba, o de volar un avión, o de asesinar periodistas, jueces, magistrados…
Estos preliminares pueden usarse para una visión de la actualidad. Cuando un expresidente (y aun cuando estaba en ejercicio presidencial) introduce palabrejas que suscitan empleos de la violencia, la situación puede ser muy grave, porque, a modo del síndrome del vidrio roto, el mal ejemplo cunde. “Te doy en la cara, marica” es un llamado a resolver cualquier incidente a punta de irracionalidad. Con la revoltura de paramilitarismo, guerrillas, lumpen a montones (todo adobado con narcotráfico), el lenguaje también sufrió modificaciones. Y a través de las palabras se disfrazó una cultura de la violencia.
La colección de frasecitas es vasta (y basta). Da cuenta de un modo de ver el mundo y de resolver todo a punta de bala, o de censuras, o de amenazas. Se trata de intimidar. De volver el miedo una forma de gobierno, de comportamiento cotidiano, de imposición de un punto de vista, en fin. Es el tiempo de la extradición de los argumentos, del exilio de la razón, en un trueque desvergonzado por la vulgaridad y la fuerza.
No es extraño, en medio del cortejo de desafinados clarines, que cualquier perico de los palotes diga que “plomo es lo que hay, plomo es lo que viene”, o que se torne, como en los azarosos días de la violencia liberal-conservadora (cuyos efectos nefastos aún se sienten), a usar términos como “pelar” (no es el de la pela a correazos de la mamá), que es lo mismo que “pasar al papayo”. Además del cambio climático, aquí calientan con discursos y palabrejas el ambiente de intolerancia.
Dentro de tal contexto es posible medir los alcances e intenciones de unas palabras como “hacen silencio o los callamos” de un expresidente y senador, cuando lo abuchearon en La Calera. ¿Una amenaza?, ¿una intentona de censura?, ¿una convocatoria al exabrupto? Los llamados a la violencia y a la mordaza expresan una debilidad de quien los promueve y aúpa. Desean ocultar una culpa o, como lo diría Bukowski, esconder una realidad ante sí mismos y los demás.
Reinaldo Spitaletta para La Pluma, 18 de septiembre de 2019
Editado por María Piedad Ossaba
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