Ni siquiera los apologistas más extremos del neoliberalismo se atreven ya a predicar a voz en cuello las supuestas bondades del modelo que prevalece en el capitalismo a nivel mundial desde hace décadas. En el mejor de los casos tan solo sostienen que, aceptando todas sus limitaciones y efectos perniciosos, el neoliberalismo sería “el modelo menos malo de todos” y que en consecuencia resulta ser la alternativa más aconsejable para gestionar la cosa pública. El sistema zozobra por doquier aunque muestra al mismo tiempo una cierta solidez precisamente en las potencias emergentes (Rusia y China, en particular) para gran preocupación de los capitalismos centrales del sistema, las potencias tradicionales de Europa, Japón y sobre todo Estados Unidos.
En efecto, casi nadie se atreve ya a afirmar que una nueva crisis mundial deba excluirse de los análisis. Tampoco se sostiene sin más que la crisis que estalló en 2007 esté ya realmente superada, haciendo buena la hipótesis según la cual el sistema ahora estaría en crisis permanente, con altibajos de empeoramiento y mejora cada cierto tiempo. El impacto de la economía contemporánea sobre el medio ambiente, suficientemente grave, ya solo lo desconocen quienes apenas tienen credibilidad en el mundo o quienes niegan lo evidente por conveniencia.
El panorama político-social no resulta más halagüeño. Nadie puede hacer afirmaciones en algún sentido acerca de Estados Unidos y su política en manos de un personaje tan particular como el señor Trump, alguien que puede soportarse en alguna sociedad periférica como Filipinas (gobernada ahora mismo por un desquiciado), Guatemala (regida por un payaso, con perdón de las gentes del circo) o por algún jeque de manos ensangrentadas, pero es un riesgo enorme si se trata de la primera potencia militar y colonialista del planeta. que si bien puede ser parcial su impacto sobre el mundo entero sería catastrófico. Y el señor Putin no es de los que andan diciendo sandeces.
Queda como consuelo –y esto es válido no solo para Estados Unidos- que el poder real en cada caso no reside en los presidentes y ni siquiera en los parlamentos; reside en los grandes grupos económicos que deciden la suerte de la humanidad sin que nadie los haya elegido. El gran capital está por encima de Trump, sin duda alguna; se le permite un cierto juego, que incluye salidas de tono y alguna aventurilla menor (destruir un país entero de la periferia del sistema mundial, por ejemplo, tal como hizo Obama) pero siempre y cuando no ponga en peligro los beneficios de las grandes compañías. Si se pasa de la raya habrá una moción parlamentaria que lo saque del gobierno o algún accidente desafortunado que lo envío al otro mundo. No será la primera vez que estas cosas se producen en “la primera democracia del planeta”.
En la Unión Europea las cosas no andan mejor. Las protestas se multiplican y se espera a diario que un nuevo país se incorpore a la lista. Empezaron y continúan en Francia y se han extendido a Bélgica, Holanda, Portugal, España, Grecia, Alemania, Hungría; y es casi imposible encontrar un lugar en donde no se registren protestas o exista un potencial muy elevado para que estallen. Los motivos son variados pero en el fondo todos tienen un origen: las políticas neoliberales que reducen de manera tan drástica los ingresos de los asalariados, empobrecen igualmente a amplios sectores de la pequeña burguesía que ve como en sus filas aparecen cada vez más grupos “proletarizados”, sin que falten empresarios no tan pequeños que se quejan del impacto del comercio mundial que arruina sus negocios. De todo este descontento surge la extrema derecha (también ya muy activa en todo el Viejo Continente) que como ha sido tradicional nace de los sectores más golpeados de la pequeña burguesía (el tradicional tendero de barrio que en su día conformó las huestes de matones del fascismo clásico) y de los sectores populares menos maduros políticamente y más golpeados por la crisis. Levantando la bandera de la demagogia y del miedo más primitivo alientan la xenofobia y el racismo, convirtiendo en chivos expiatorios a los inmigrantes, los musulmanes, los negros y los intelectuales. Inclusive, en no pocos casos la extrema derecha que se ofrece como alternativa dirige sus ataques contra el feminismo y demás reivindicaciones de género apelando a los sentimientos más reaccionarios de un patriarcalismo que muestra –como los nacionalismos excluyentes- una vitalidad que se daba por extinguida.
No es mejor el panorama en el Nuevo Mundo. Sin poder afirmar aún nada específico sobre la suerte que corran las políticas del gobierno progresista de López Obrador en México, algo si debe darse por descontado: encontrarán la dura oposición de Washington y la no menos hostil de casi todos los gobiernos de la derecha en el resto del continente temerosos de ver repetido el fenómeno mexicano en su propio terreno. Y no les faltan motivos si se observa con detenimiento el día a día de las dos grandes sociedades del área, Argentina y sobre todo Brasil cuyos gobernantes persisten en recortar el gasto social, reducir salarios y literalmente vender sus recursos a precio de saldo a los países desarrollados (incluyendo millones de inmigrantes que van a Europa y Estados Unidos como mano de obra barata). Los dos colosos de Sudamérica son un verdadero polvorín y no lo son menos otros países claves como Chile, Perú o Colombia cuyos actuales gobernantes aplican a raja tabla políticas neoliberales cada vez más extremas y por ende cada día más impopulares.
¿Y qué explica entonces que, a pesar de todo y de las grandes dificultades por las que se atraviesa sea la derecha la que gobierna en todos estos lugares del Viejo y el Nuevo Continente? Una respuesta sencilla pero no menos clara es precisamente que la derecha gobierna por la relativa debilidad de la izquierda tradicional (comunistas, socialistas, liberales progresistas) no menos que por las grandes limitaciones de las fuerzas nuevas de la izquierda, tanto de las reformistas como de aquellas más radicales que se asumen como anticapitalistas. Su debilidad nace de la dispersión organizativa y de la imposibilidad de resolver dilemas tan tradicionales como aquellos que imponen a las fuerzas políticas y a los movimientos sociales decidir entre lo posible y lo deseable.
El reciente movimiento de los chalecos amarillo de Francia muestra hasta qué punto predomina la espontaneidad, hasta dónde llega su potencial y hasta dónde es indispensable alcanzar acuerdo para consensos amplios y formas de organización que conjuguen democracia y eficacia, centralismo y amplia participación, realismo y la necesaria, la siempre necesaria dosis de utopía que resulta indispensable para que los colectivos humanos estén en condiciones de asaltar los cielos.
Juan Diego García, especial para La Pluma, 26 de diciembre de 2018
Editado por María Piedad Ossaba