Las imágenes de aquel atentado aparecen en Infiltrado en el KKKlan como un subrayado (quizás innecesario desde el punto de vista cinematográfico pero pertinente en lo político) de lo que está pasando en el mundo. Y lo que está pasando se llama Trump, Duterte, Salvini, Bolsonaro y los que están por venir. Spike Lee vuelve a estar de actualidad. A ver si ahora alguien le escucha.
“Infiltrado en el KKKlan”, o cómo un supremacista es siempre un gilipollas, de estreno en los cines.
Spike Lee ha hecho una buena película. Extraordinaria, de hecho. Esa sería la noticia. Técnicamente nunca fue un mal director, al contrario. De hecho, su pericia profesional le ha mantenido activo en el circuito en detrimento de su antigua etiqueta de ‘autor’. De ahí salen sus recientes videoclips, sus documentales o sus incursiones en la televisión (Nola Darling) y el thriller de acción (como Plan ocultoo su versión de Oldboy). En pocas palabras: nunca desapareció, pero su firma, en otro tiempo respetada, se convirtió en intrascendente. Eso ha cambiado con Infiltrado en el KKKlan.
Con esta película ha recuperado, con éxito, una forma de narrar absolutamente personal. Lee tiene un código particular que no responde exactamente a la fórmula tragedia+tiempo=comedia. Cualquier tema, por dramático que sea, puede convertirse en comedia si se le aplica la debida distancia. Lo que hace Lee en sus mejores obras es mezclarlas sin alejamiento. ¿Qué es Haz lo que debas? ¿Una comedia o un drama? Pues depende de la secuencia que elijas. Con Infiltrado en el KKKlan ha vuelto a lograr ese equilibrio (que es bastante complicado, incluso para el propio Lee).
Pero hay otra razón, esta vez de orden histórico, para que Lee vuelva a ser relevante hoy. Tras la Guerra Fría, en los felices años noventa, una década que Estados Unidos vivió sin enemigos exteriores y dando saltitos de alegría con la sintonía de Friends al fondo, su estrella se apagó poco a poco porque nadie quería escuchar lo que tenía que contar. El conflicto racial que se vivía en la calle no existía para Hollywood. Recordemos que el apaleamiento de Rodney King en 1991 y la posterior absolución de los agentes de policía que lo lincharon provocó una semana de disturbios en Los Ángeles que se saldó con 54 muertes. Pero nadie quería tocar esos temas. Clinton bailaba la Macarena y todo era chachi. Los comunistas habían muerto, los yihadistas aún no habían nacido y ningún pesado nos iba a aguar la fiesta con monsergas racializadas antisistema. Hoy, en cambio, esas monsergas son el tema político más importante que hay sobre la mesa de Occidente.
En Infiltrado en el KKKlan cuenta la historia, basada en hechos reales, de Ron Stallworth, un policía negro de Colorado Springs que en la década de 1970 logra engañar a David Duke, por aquel entonces líder del Ku Klux Klan, para infiltrarse en la organización racista. Contacta con el Klan a través del teléfono (¡con su nombre real!) y cuando requieren su presencia, otro compañero del cuerpo (este judío, para redondear la jugada) se hace pasar por él. Stallworth llegó a conseguir su carné de miembro del grupo fascista-oligofrénico con la firma del propio Duke.
Lo de oligofrénico no es gratuito y es importante remarcarlo. Y Spike Lee lo hace, por supuesto. Todo aquel que pertenezca a una organización similar es siempre, sin excepción, un idiota. Esto hay que tenerlo muy claro en todo momento. Pueden hablarnos de neonazis muy cultivados, con un gran corpus intelectual en el que basan sus creencias y su acción política. Es todo mentira.
Hay quien le ha echado en cara a Lee que su película es un panfleto que “se expresa de forma insufrible, abusando de tópicos, impidiendo con su maniqueísmo chillón que el espectador pueda juzgar por sí mismo, sin introducir matices, despreciando el claroscuro”. Quien se expresa así ha caído en la trampa: no hay claroscuros cuando se trata de racismo. No hay matices. No hay razón cultural ni social ni científica (ni por supuesto moral) que sostenga que una persona blanca es superior a una persona negra. No hay por qué poner en suspenso a quienes preconizan tal aberración, no hay que darles el beneficio de la duda. Quien cree esas cosas, quien está dispuesto a actuar violentamente en base a esas creencias, es, sencillamente, un gilipollas. Y si alguien sostiene que hay que tener algún miramiento a la hora de retratar a los miembros del Ku Klux Klan (o del ISIS, por poner otro ejemplo análogo), obviando lo que son, unos cretinos, se equivoca.
Así pues, el tono de Spike Lee para retratar a estos imbéciles es el adecuado. También lo es el de Quentin Tarantino en Django desencadenado, donde muestra a los miembros del Klan en toda su formidable estupidez, incapaces de ver bien a través de los agujeros de sus capuchas. Y también acierta (y esto es más peliagudo, y por lo tanto más valiente) Christopher Morris en Four Lions, una comedia salvaje sobre cuatro terroristas islamistas del Reino Unido, a cual más memo.
El pasado sábado uno de estos bobos entró en una sinagoga de Pittsburgh y mató a 11 personas, casi todos ancianos. Entre las víctimas había una mujer de 97 años. ¿Y quién puede olvidar al niño australiano de 7 años que murió atropellado, junto a otras 14 personas, en La Rambla de Barcelona? ¿Podrá alguien introducir matices, analizar los claroscuros, encontrar una razón plausible para estos crímenes antes de la obvia: la supina gilipollez de los asesinos? Son malvados, por supuesto, pero también son tontos. Increíblemente tontos. Peligrosamente tontos. Maldad e idiotez. Esa es la combinación letal, la tormenta perfecta para que ocurran las tragedias. Y por desgracia, estas suceden a menudo y son tan desgarradoras que nos cuesta encontrar risibles a quienes son capaces de perpetrarlas. Pero lo son y el buen arte es capaz de demostrarlo y de instruirnos sobre ello. Y hasta de vacunar a la sociedad contra sus horrores.
En 2016 David Duke, el jefe del Ku Klux Klan burlado en la película de Spike Lee e idiota de marca mayor, pidió públicamente el voto para Donald Trump. Al año siguiente, un supremacista blanco atropelló a un grupo de manifestantes a favor de la retirada del monumento del general esclavista Robert E. Lee de las calles de Charlottesville (Virginia). Murió una mujer. Trump quiso entonces introducir ‘matices’ al referirse al hecho condenando “el odio, el fanatismo y la violencia en muchos [sic] lados”. Las imágenes de aquel atentado aparecen en Infiltrado en el KKKlan como un subrayado (quizás innecesario desde el punto de vista cinematográfico pero pertinente en lo político) de lo que está pasando en el mundo. Y lo que está pasando se llama Trump, Duterte, Salvini, Bolsonaro y los que están por venir. Spike Lee vuelve a estar de actualidad. A ver si ahora alguien le escucha.
Manuel Ligero es periodista. Ha escrito de fútbol, cine, libros y política en Diario 16, Metro, El Periódico de Catalunya, Vanity Fair y La Marea, entre otros medios. Salta con los goles del Betis.