Colombia: Paz en entredicho

Hacer llegar todas estas denuncias a los más amplios sectores es el reto de quienes apuestan por la paz y la democracia en el país. Es una catarsis necesaria para construir un país sano y un sistema democrático.

Todas las instancias internacionales vinculadas de alguna forma al proceso de paz en Colombia coinciden en constatar, unas –las más optimistas-  que el cumplimiento resulta escaso, mientras otras sencillamente lo califican de nulo, coincidiendo en su apreciación con el diagnóstico de la mayoría de las organizaciones locales interesadas en la puesta en práctica de los acuerdos.

Sección: REFORMA AGRARIA

Uno de los puntos centrales del acuerdo, el relativo a la reforma agraria, afecta sensiblemente a importantes sectores de la economía y el orden social de este país andino: grandes empresas multinacionales de la agroindustria, la minería o la construcción de infraestructuras, acaparadores de tierra y viejos y nuevos terratenientes y propietarios de ganaderías extensivas que se enfrentan a las comunidades campesinas por el control de la tierra, el agua y demás recursos de la región, sin excluir los impactos medioambientales que ponen en riesgo grave no solo la actividad económica campesina sino la misma salud de la población local.

Los rechazos a la reforma agraria que se concretan en las instancias gubernamentales y parlamentarias no obedecen al esfuerzo por mejorar las leyes respectivas o buscar puntos de conciliación de los intereses enfrentados sino favorecer precisamente a quienes se oponen por razones obvias a cualquier reforma, por pequeña que sea del statu quo actual en las zonas rurales. Gobernantes  y parlamentarios (en su gran mayoría) simplemente corresponden  así  a quienes les financian las campañas electorales; les favorecen con sus leyes y decisiones de gobierno.

Audiencia Senado de Colombia

En tales condiciones es poco menos que imposible que las autoridades emprendan reforma alguna dejando entonces a las comunidades rurales afectadas el único camino de la movilización social y la protesta, con la ilusión de recibir apoyos de los sectores urbanos que le resultan afines por tantos motivos.

Ya se sabe que los solemnes acuerdos que se firman con las autoridades jamás se van a cumplir, pero con estas luchas se aumenta el desgaste del sistema, se disminuye su legitimidad (la poca que le queda) y se abren perspectivas electorales mejores para el futuro inmediato.

No menor es el panorama respecto a la reforma política. Si ésta debe regularse en sede parlamentaria y por la iniciativa del resto de los poderes del Estado poco será su recorrido, precisamente porque modernizar y democratizar el sistema político colombiano afectaría de lleno a quienes deben llevar a cabo dicha tarea. Lo normal entonces es contar con su permanente sabotaje, con el proceso tradicional del “se obedece pero no se cumple” y con los enredos típicos de la politiquería tradicional que desnaturalizan a fondo la mejor de los propósitos.

Poco o nada se puede entonces esperar de legisladores que saldrían duramente perjudicados por la reforma política y tan solo y de nuevo, queda la calle, la plaza y la movilización social para conseguir cambios en la correlación de fuerzas.

La crisis del actual sistema político (afectado de profunda corrupción, mediocridad y violencia) puede propiciar precisamente quitar en las urnas al menos parte del poder del que hoy gozan las clases dominantes.

Otro de los acuerdos, conocer la verdad de lo sucedido, tiene amplias perspectivas y podría poner de manifiesto cómo la guerra jamás fue iniciativa de los campesinos sino, por el contrario, una imposición del mismo Estado y sobre todo de ciertas élites de esas clases dominantes, tanto de sectores avanzados de gran empresa como de su sector más tradicional y retardatario.

La opción de alzarse en armas es fruto de la violencia contra los campesinos (la legal y la ilegal), del exterminio del movimiento sindical y de la persecución criminal contra toda oposición contraria al régimen por parte de intelectuales, maestros, académicos, activistas sociales (los mismos que ahora resultan las víctimas principales de una violencia que renace) y de creadores de opinión incómodos e insobornables para el sistema.

La verdad que se consiga poner de manifiesto en la comisión de expertos para la Memoria Histórica será acallada y convenientemente ocultada por los medios de comunicación (en su inmensa mayoría partidarios de la derecha más dura) y ya que no tendrá consecuencias jurídicas quedará simplemente como una especie de testimonio cuya difusión dependerá del esfuerzo que lleven a cabo las fuerzas progresistas y de izquierda que hagan conocer esa verdad en centros educativos, academias y en los pocos medios de comunicación que lo faciliten. Las llamadas “redes sociales” pueden jugar un rol decisivo en la divulgación de los resultados de esa comisión de la verdad, en dura competencia con la derecha más extrema que las utiliza con intensidad.

La Justicia Especial para la Paz (JEP) ya comienza su andadura bastante limitada, puesto que la derecha consiguió excluir de comparecer ante los tribunales a los civiles implicados, precisamente los principales responsables y usufructuarios de la violencia: gobernantes, políticos, terratenientes, funcionarios y empresarios, limitando su campo de acción a los antiguos guerrilleros y a militares que serán los únicos que deben responder por los delitos que se han de considerar en esta instancia.

Pero aún sí, es bastante probable que los uniformados impliquen en sus declaraciones precisamente a los altos mandos políticos y militares y sobre todo a los civiles que promovieron el paramilitarismo y demás formas de violencia y resultan ser los mayores beneficiarios del robo de tierras, del exterminio del movimiento sindical y del control absoluto del poder político en tantas regiones. Hacer llegar todas estas denuncias a los más amplios sectores es el reto de quienes apuestan por la paz y la democracia en el país. Es una catarsis necesaria para construir un país sano y un sistema democrático.

La reparación moral y material de las víctimas tampoco será satisfactoria mientras el gobierno esté manos de los enemigos de la paz. Es una ilusión vana pretender que el actual Estado va a afectar los intereses de las clases dominantes para reparar en alguna medida a los millones de personas víctimas de la guerra. En todo caso serán dádivas menores e insignificantes, actos de contrición mentirosos (como los realizados por las ejecuciones extrajudiciales o “falsos positivos”) y peticiones de perdón  que apenas tienen eco en los medios de comunicación.

Ha de ser otro gobierno, diferente del actual, el que lleve a cabo esa reparación moral y material. Ese es el reto entonces de quienes abogan por la paz y la democracia en el país: cambiar la correlación de fuerzas en el seno del Estado derrocando en las urnas a la corrupción, la violencia y la política tradicional. Movilizar ampliamente a la opinión, aún sin contar con los medios de comunicación suficientes, es posible tan solo cuando el sistema colapsa, cuando pierde completamente su legitimidad y ni la violencia ni la trampa le permiten a las clases dominantes mantenerse en el gobierno.

Juan Diego García para La Pluma, 22 de abril de 2019

Editado por María Piedad Ossaba

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