Nuestra tradición criminal y una virgen

Por supuesto, al santuario de María Auxiliadora van desde turistas (que podrían ser hasta ateos), como millares de feligreses que no necesariamente tienen que ser parte de la matonería y otras modalidades criminales. Ni más faltaba. Pero no deja de llamar la atención que allí fue donde se desplazó, para celebrar su libertad transitoria, el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Qué advocación tan milagrosa, se dirá. O tan alcahueta, podría opinar un gozón de esquina.

El ángel exterminador, apocalíptico y espeluznante, sobrevoló por estas tierras en tiempos en que abundaban las masacres, los carro-bombas, la matanza a destajo de policías, y en las que, por artes de milagrería, se le concedió a una advocación virginal la potestad de ser la patrona y guardiana de los sicarios. Eran tiempos de carteles mafiosos y de un perentorio “estado de sitio” impuesto por los capos del narcotráfico y su monstruoso ejército de matones.

En aquellos días, de una mezcla mortal de dinamita y “miniuzis”, había asesinatos selectivos; se iba mermando, para establecer un régimen de terror, a los defensores de derechos humanos, a los que protestaban contra las infamias del régimen, a estudiantes, profesores, activistas cívicos, sindicalistas, y un enorme etcétera, y entonces la “mazamorra” de atentados era paraca y mafiosa y de “milicias populares”. Las décadas de los 80 y 90, en especial en Medellín, fueron parte de una era de miedos y gran devastación.

La memoria es frágil. Y, además, como no hay sistemáticos mecanismos para que el olvido no se lo trague todo, en especial los acontecimientos de aquellas calendas nefastas, entonces las nuevas generaciones crecen sin referencias, o tal vez, ante la ausencia de la historia, proceden a creer de modo erróneo que con ellas nació el mundo.

Ahora, cuando en algunas partes de Colombia irrumpen los estallidos mortales de carro-bombas y una explosiva ola terrorista, con el peligro —además de las muertes y heridas que ocasiona— de ser instrumentalizadas por la politiquería y el oportunismo, es pertinente hacer un flashback hasta tiempos que parecen borrarse de los anales históricos.

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Vuelvo a una referencia que parece como si fuera del más aprestigiado realismo mágico-religioso, como es la de la denominada “virgen de los sicarios”, extraña metamorfosis de esa advocación, muy salesiana, de María Auxiliadora, que hace años surgió en Sabaneta, y que, por una combinatoria de circunstancias, se erigió como una sacrosanta señora protectora de asesinos. Antes de que Fernando Vallejo publicara su novela al respecto, y diera otra vez visibilidad a Sabaneta, un escritor bellanita, Gaspar Chaverra (Lucrecio Vélez Barrientos), había puesto en la ficción a este territorio (entonces corregimiento de Envigado), en la novela Rara Avis, de principios del siglo XX.

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Era, por lo menos, insospechable que una virgen, como esta, de tanta tradición en viejas culturas europeas, se transmutara desde el santuario de un pueblo de Antioquia como la benefactora de los matones que allí iban a implorar que sus “trabajos”, sus encomiendas, salieran bien y que no los dejara fallar los disparos. Los mafiosos de aquellos años, como el mismo “capo dei capi” Pablo Escobar (que también tenía otras devociones) engordaron el peregrinaje. Y así, con novenarios y oraciones, la mencionada virgen se volvió parte esencial de aquellos años de matanzas a granel y terrores cotidianos.

A María Auxiliadora los mafiosos también le imploraban con fervor que los cargamentos de cocaína llegaran indemnes y sin contratiempos a sus lugares de destino, en especial de los Estados Unidos. Se recuerda que uno de los matones que, en 1984, asesinó en Bogotá al ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, había estado en Sabaneta rogando a la que se reconocería después como la “virgen de los sicarios” para que no lo desamparara en esa criminal misión.

Por supuesto, al santuario de María Auxiliadora van desde turistas (que podrían ser hasta ateos), como millares de feligreses que no necesariamente tienen que ser parte de la matonería y otras modalidades criminales. Ni más faltaba. Pero no deja de llamar la atención que allí fue donde se desplazó, para celebrar su libertad transitoria, el expresidente Álvaro Uribe Vélez. Qué advocación tan milagrosa, se dirá. O tan alcahueta, podría opinar un gozón de esquina.

En todo caso, aquellas décadas aciagas para una ciudad como Medellín (también para otras de Colombia, aunque no en tanta intensidad y criminalidad), parecen, a veces, quedar como anécdota, o, peor aún, perderse en la oscuridad del olvido. Hace poco, en Radio Bolivariana estuvimos recordando los 35 años de una masacre de espanto (como tantas otras de entonces), ocurrida en el Bar Oporto, entre Envigado y Medellín, en la que hubo 27 muertos. Quedó, como suele pasar, en la impunidad. Los sobrevivientes de aquellos días infernales, de innumerables masacres, de atentados a granel, pueden ser los únicos que tengan memoria de los hechos de entonces, porque, excepto por algún monumento, no quedan rastros. Tal vez falta desarrollar una conciencia histórica que ayude a lo que se llama el “nunca más”, a la no repetición. Y, claro, activar la lucha contra la impunidad.

Han sido tantos los muertos, las víctimas de la violencia en un país de extensa tradición criminal, que podría ser más productivo “pegarnos” de algún santico, ojalá sin vínculos con los matones, para que nos haga el milagrito de no olvidar.

Reinaldo Spitaletta, Sombrero de Mago, El Espectador, 26-8-2025