Debe ser un goce, una especie de felicidad celestial, si es que esta existe, la de tener “duende en los pies”. Y más, por ejemplo, en ciertos bailes, como el de tango, que dice el desgastado lugar común que “es un pensamiento triste que se baila” (sentencia de Discépolo). Yo, que para el fútbol de potrero y calle de barrio, era un buen gambeteador, no tuve para el caso del baile, de salón ni de discoteca ni nada, gracia en los pies. Me parecía, eso sí, un espectáculo cuando, en cualquier casa de la cuadra, veía cómo algunos tiradores de paso recalcaban el compás y parecían montar una fiesta deliciosa sobre la baldosa o el cemento.
Hace años, en una milonga en Almagro, un barrio porteño que alguien catalogó como “bizarro”, me mantuve de espectador porque el gotán, que tanto me gusta en sus músicas, armonías, letras, en su poesía, nada que lo aprendí a bailar. Y así pasó en otras milongas a las que me invitaron para que supiera qué era esa manera de atracción casi fatal de pasear los pies, conducir la dama, estar como en una nube, o tal vez, como se dice, en un apartado del paraíso, si es que existe.
Hay que decirlo. También hace tiempos, por allá en 1993, vi por primera vez a Juan Carlos Copes y María Nieves (la “otra mitad perfecta”), me parece recordar que fue en Casablanca, tras de lo cual uno queda viendo estrellitas y afirmándose para sí de todo lo que pudo haberse ganado si la providencia (insisto, si es que existe) nos hubiera dotado de “duende”, de “ángel” en los pies. Qué desborde de sentimiento, de comunicación, de arte entre los cuerpos, de festividad en las piernas, de gracia, sí, de eso que no abunda, y entonces siempre me dije que ya era muy tarde para aprender una destreza para la cual no se nació dotado.
Por supuesto, en el flamenco, en la salsa, en el mambo, en fin, en tantos bailes populares, de los que de algunos de ellos dio muestras fantásticas y de salero y sabor el gran Cantinflas, hay unas demostraciones felices de lo que es la danza. Pero, me parece, que en el tango (aunque me han dicho por ahí que el tango no se baila, se medita) hay una revelación, se va más allá del ensueño, y se pasea el cuerpo, los cuerpos, por el infierno, el purgatorio y el paraíso, que todos estos tres estados dantescos tienen su donaire.
No sé dónde expuse una especie de hipótesis psicológica, ¿o será psicoanalítica?, acerca de por qué mis pies y piernas y cuerpo en general no estaban dotados para una estética del baile, no había picante, ni pimienta, ni otros sabores ni especias, porque todo lo tenía mi padre, que era un bailarín al estilo Cantinflas, unas veces, o como Resortes o Tin Tan, o como algún Valdés cubano, con todo su aire Caribe, que le hacían rueda en los lugares de fiesta, y después de verlo en mi infancia en esas faenas, me dejó sin más que hacer con los pies, fuera de jugar al fútbol en canchas de Bello, casi todas con quebrada al lado.
Y toda esta parafernalia preliminar para decir que alguien me envió por WhatsApp una breve historia de un bailarín argentino, legendario, con un nombre de pila muy original, Casimiro Aín, llamado después, en sus días de gloria, El Vasquito (también le decían El Lecherito). De niño, era vendedor de leche en una carretilla y, mientras la conducía por calles y caminos de su barrio Monserrat, en el que vivía en un conventillo, iba haciendo fintas, quiebres y ochos sobre el adoquinado. Bailaba hasta dormido, decían sus parientes.
Los de un circo, que lo vieron bailar en la calle, solo, frente a la carpa, quedaron alucinados y lo contrataron para un número de “pantomima acuática”, que el público no aprobó, pero cuando, quizá pensando cómo reivindicarse, se puso a “bailar tango con su sombra”, los espectadores cayeron a sus pies y lo adoraron como una deidad del espectáculo. Y el mundo desde entonces le fue quedando chiquito, y se fue, primero, a París, donde el tango ya era una revolución, un frenesí.
Era una estrella en la Ciudad de la Luz, y de ahí se regó por otras partes de Europa, y supieron de sus dotes, de sus maneras únicas de bailar el gotán, esa danza que todavía era mirada de reojo por la censura. Sus pies, su cuerpo, sus originarias figuras de “corte y quebrada” hablaban una lengua universal, entendible por todos. En 1928, El Vasquito fue invitado a Alemania para participar en una película (todavía cine mudo): Abwege, con Brigitte Helm (actriz que un año antes participó en Metrópolis, de Fritz Lang), Hertha von Walther y Jack Trevor, entre otros.
Casimiro aparece a partir del minuto treinta y uno, en un club y, con su pareja Edith Peggy, realiza una danza maravillosa, que enloquece y enardece a los asistentes. Recordemos que, desde un principio, el tango estuvo bajo la óptica de la censura. Y solo cuando París le dio su visto bueno, se volvió universal, y en Argentina, en particular en Buenos Aires, las élites, tan esnobistas, lo aceptaron y se postraron ante el tango y sus avatares.

No se sabe si es una leyenda urbana, popular, lo que voy a narrar sobre El Vasquito y su baile fenomenal. Se cuenta que el papa Pío XI, ante tanta bulla en Europa con el tango, y el tira y afloje de que era inmoral y censurable, quería verlo en vivo. El Vaticano preparó el escenario. Y allí, con su santidad bien acomodada, El Vasquito y su compañera María Scotto bailaron una versión del Avemaría en ritmo de tango (pudo ser más bien Ave María, de Francisco y Juan Canaro). El pontífice quedó anonadado y, tras un silencio de suspenso y expectación, dio una bendición y salió. El tango podía entrar al cielo.
El Vasquito, tal vez hoy olvidado, se paseó por el mundo y bailó ante reyes, príncipes, papas, empresarios, y seguro en cada salida recordaba el adoquín de su barriada, la carretica lechera y su baile con su fantasmal sombra. Al final de sus días lo asedió la desgracia, porque, debido a una gangrena, le amputaron una pierna. Tragedia inconmensurable para un bailarín. El Lecherito tenía duende en sus pies y la iluminada gracia que solo se concede a los elegidos.

Reinaldo Spitaletta
Fuente: Blog Reinaldo Spitaletta , Escrito en Medellín, con tarde soleada, el 3 de junio de 2025
Editado por María Piedad Ossaba