Sol de la infancia: Recuerdos de Antonio Machado, cometas y un barquito de papel

Este sol de la infancia anda por balcones que ya no son y por los antiguos entejados de casas paternas y maternas que ya tampoco existen. Cabalga en caballitos de palo y hace brillar en la acera a un trompo bailador. Si cierro los ojos, quizá lo vuelva a sentir sobre la piel acompañado de cielos azules y nubes que mirábamos vueltos patas arriba sobre una manga para sentir cómo el mundo estaba al revés. Entonces era fácil dar volteretas y creer que la infancia no tenía final.  

Cumplió 84 años de muerto el poeta Antonio Machado, y viéndolo bien, sigue vivo, porque lo cantan, lo recitan en alguna escuela, lo veneran en su natal Sevilla, y bueno, porque, puede ser un decir, los poetas no se mueren. Vivió ligero de equipaje y nos dejó tantas letras, abundantes palabras, que seguimos recordándolo, y queriéndolo, ahora y seguro mañana y en el llamado “después”. Un verso suyo, de los miles que creó, nos sigue iluminando. Dicen que se encontró en un bolsillo de su chaqueta el día que murió, el 22 de febrero de 1939, en Collioure, una comuna del Mediterráneo francés: “Estos días azules y este sol de la infancia”.

Pegasos, lindos pegasos, / caballitos de madera.

Antonio Machado

La infancia, por desventurada que haya sido (como lo recordaba Hemingway), tiene soles que siempre estarán prendidos. Soles luminosos, no soles negros, ni cancerígenos. Sol de una cometa del atardecer, cuando había una cola bailando en el aire, un hilo envuelto y desenvuelto, con un palito, o con una bobina de hilanderías, y un colorido papel de China (o papel de globo), con rumbadores, con cañitas que eran una aventura su consecución, con la conquista del espacio por un barrilete, un papagayo, una pandorga (había algunas de estas que se hacían con hojas de cuaderno, como los barquitos, como los cohetes).

Qué bello y tan lejano aquel sol de la infancia, ido, ocultado, yacente en una memoria que se quema, o que recuerda cuando había una pelota, ese artefacto de maravilla que jamás se cae, o un carrito de madera y luego de cuerda y después de baterías, un tren, sí, porque hay soles de la infancia y trenes también, la locomotora con su pito alargado, su anuncio de voy llegando, me estoy yendo. Ya es un tren de la ausencia, como el de alguna ranchera.

Dónde estará “este sol de la infancia”, dónde habrá ido, quién nos lo robó. Se lo birló alguna nave espacial, un misil, tal vez la bomba atómica. Eran días luminosos, en que, en rigor, el tiempo era lo de menos, o no existía, no se medía, ni siquiera con las levantadas escolares, ni los relojes checos con alarma en forma de campanitas, ni con las cartillas. El tiempo no pasaba cuando estabas de caminata saltando acequias, subiéndote en árboles y volando en bejucos imaginarios, en una selva que todavía no era del todo de cemento.

Me luce que aquel sol de la infancia, mejor dicho, este, que todavía es en un depósito de cosas muertas, de poetas muertos, de cofres de ilusión y arbolitos con guirnaldas, se ha ido para quedarse con sus rayos en el pupitre, con la mirada brillante de la primera maestra, que además tenía un candente sol en su cabellera. Aquel sol, o este, nos alumbraba la cara que se achicharraba en charcos, o en búsqueda de pececitos buchones y sin casta alguna. Nos guiaba por potreros y por caminos con fábricas, talleres, bicicletas de obreros que uno veía con angustia sobre todo porque sus conductores no iban al goce de un partido de fútbol sino al trabajo, que entonces para nosotros no significaba otra cosa que castigo.

«Barquito de papel que está por naufragar…»

Este sol de la infancia anda, quién lo creyera, bajo los aleros de casonas de un barrio cercano a una estación de tren y a una enorme fábrica de telas, y desciende luminoso por un cerro, o morro que así llamábamos, con un nombre ligado con precisión al sol de la infancia: el Quitasol, que no nos lo robaba, sino que lo ponía a nuestros pies cuando subíamos la montaña, con caminos pedregosos, con abismos y altozanos, con quebradas y arboledas, siempre tras la búsqueda de un tesoro leído en Stevenson, o tal vez en los Grimm, o pudo ser en Pombo o en las historias brillantes que nos contaba en casa una señora rubia que tenía en su cartera y en su memoria muchas palabras que transformaba en narraciones.

Sol de la infancia que nos volvía más leve el camino a la escuela, y nos ponía a jugar en baldíos y otras mangas con una pelotita de carey, o nos hacía creer que nuestros barcos de calle lluviosa podían transportarnos a mares lejanos, o a descubrir en las profundidades de la imaginación un calamar gigante. Qué intenso alumbraba el sol de la infancia, este, ese, aquel, el de la cajita de colores, el del cuaderno de tareas, el de los mapas y los cartapacios, el de la tiza y el patio de recreo. ¿Por qué te has ocultado, por qué has dejado de brillar, sol de la infancia? ¿Adónde te has ido?

O tal vez su antiguo brillo continúa. Más pálido, quizá. Lo entreveo en las ventanas sin rejas de la escuela, en la campana de anuncio de terminadas las clases, en la salida con el vendedor de paletas y su carrito de campanas y nieve tropical. En la penumbra de nuestros primeros cines, en la biblioteca municipal en la que reíamos sin límite por algún pasaje de cuentos europeos y entonces la bibliotecaria nos pellizcaba y nos expulsaba de aquel “templo” en el que, según ella, había que guardar silencio.

La fugacidad de la infancia… Foto Spitaletta

Puede ser que este sol de infancia perviva en el piñón del parque principal, cuyo tronco tenía corazoncitos grabados a la navaja con palabras de amor, o en las cúpulas de una iglesia neorrománica con revolturas renacentistas, o puede ser que esté extraviado por el puente sobre una quebrada hoy muerta, o en las llanuras hoy pobladas de edificios feos por los que volaban bajo un sol atardecido las garzas y las cometas de agosto. Qué vaina haber recordado el que pudo ser el último verso de don Antonio, porque nos puso en melancólica guardia frente a un tiempo que alberga vuelo de palomas y globos de diciembre. Había un sol que se reflejaba en las canicas de cristal y en las vidrieras que rompíamos a balonazos en una calle.

Aquel sol, este sol memorioso, brillaba en los patios, en las bifloras y en las higuerillas de un solar con gallinas en una casa sin repellar y en la que un 25 de diciembre aterrizó un globo negro, nada común en esos tiempos de colores. “Este sol de la infancia” eran muchos soles, en los tenis sucios, en la persecución de una luciérnaga, en el vuelo de estanque de una libélula o en el hilo con el que atábamos la pata de un cucarrón “mierdero” para ponerlo a volar con sus élitros de desesperación.

Este sol de la infancia anda por balcones que ya no son y por los antiguos entejados de casas paternas y maternas que ya tampoco existen. Cabalga en caballitos de palo y hace brillar en la acera a un trompo bailador. Si cierro los ojos, quizá lo vuelva a sentir sobre la piel acompañado de cielos azules y nubes que mirábamos vueltos patas arriba sobre una manga para sentir cómo el mundo estaba al revés. Entonces era fácil dar volteretas y creer que la infancia no tenía final.  

El tiovivo, símbolo de la infancia y de su sol… Foto Spitaletta

Reinaldo Spitaletta para La Pluma. Escrito en Medellín, el 23 de febrero de 2023

Editado por María Piedad Ossaba