El peligro de las “verdades fijas”

Es posible, haciendo una especie de flashback, que el viejo Mao tuviera razón cuando dijo: “Que se abran cien flores y compitan mil escuelas del pensamiento…”. O tal vez, solo sea otro dogma.

Lo que decía el padre (no solo el cura) era palabra inamovible. Sin posibilidades de someterla a una crítica ni a cuestionamientos. Era la voz de la familia, la que definía sus rumbos, aunque fueran errados. Y no había posibilidades de convertir la casa en un ágora de gentes libres, porque todos eran como creyentes o fieles, que acogían sin chistar la visión del “pater familias”. Quizá (habría que estudiar más a Freud) de esas actitudes se derivan las ganas del parricidio.

Los que estudiamos en tiempos nada laicos, cuando en Colombia aún Estado e Iglesia mantenían un contubernio de camastro, era dificilísimo contradecir al padre Gaspar Astete y su antigualla de catecismo. Era palabra divina lo que allí sonaba. Ni modo de controvertir o de dudar. Nada de espacios a la pregunta que se saliera del canon. Menos todavía a algún apunte disidente. El dogma se imponía, intocable. Era artículo de fe. “—¿Qué cosa es Fe? —Creer lo que no vemos”.

En Colombia hubo generaciones que se criaron con el fogueo permanente de los dogmas, de la palabra divina, incuestionable, sin lugar a la duda y menos a la libertad de crítica (de la que, por ejemplo, Vladimir Lenin habló en su libro ¿Qué hacer?). Que los dogmatismos fueran un lugar común en los políticos de derecha, en los del Frente Nacional, digamos, era parte de la “normalidad”, pero que esa tendencia, que no admite el escepticismo, la asumieran los “izquierdistas” o extremoizquierdistas, ya era haber quedado con el huevo de la serpiente en el cerebro.

Los nuevos redentores eran los guerrilleros (los de la “mula revolucionaria”, de Pablus Gallinazo), una suerte de prolongación de la verdad revelada. Hubo momentos en que si algún otro sector (bueno, quizá secta), también llamado de izquierda, proponía la participación en elecciones, era de inmediato condenado a la hoguera. Y tildado de traidor a las gestas proletarias (que aquellos tampoco encarnaban). Más dogmas.

Y así se configuraron nuevos cánones, intocables y divinos, como el de la “guerra popular prolongada”, el de “combinar todas las formas de lucha” y muchas divisas más, en la tónica cristiana-marxiana-maoísta-leninista-trotskista, que apuntaron sobre todo a las “verdades reveladas” y no a la aplicación de los métodos científicos.

Que la derecha y la ultraderecha utilizara el dogmatismo como si fuera su escapulario o su novenario, era natural; pero, lo que no sonaba, era que las llamadas izquierdas, acudiendo a la negación de la dialéctica, de la crítica, con sus nuevos evangelios, poco se diferenciaran en sus métodos de sus antípodas. No faltaban los novísimos profetas ni los dueños de la verdad.

Después, cuando algunos de aquellos ungidos se deslizaron hacia el narcotráfico, o de lleno declararon sus simpatías por los capos de las mafias, todos sus antiquísimos “principios” se diluyeron. O, como lo pudo haber dicho Groucho Marx: “estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros”. Parece que, en estos territorios de Dios y del diablo, todo se compra, todo se vende.

Tal vez, con tanto tiempo de religiones, de nuevos opios, de una larga mentalidad de “verdades fijas”, se creó una manera única de ver las cosas, sin contradicciones, sin zonas grises, y, en todo caso, con la presencia unívoca de sumos pontífices, o de “mesías”, como sucedió, por ejemplo, en los tiempos del “ embrujo autoritario” de Álvaro Uribe. Era la voz del “padre”, incontrovertible. Quien osara romper ese cascarón de revelaciones deíficas, se exponía al fuego inquisitorial.

El embrujo autoritario: Primer año de gobierno de Álvaro Uribe Vélez   Formato PDF

El dogmatismo, cualquiera sea su credo, al devenir en fanático verá al otro, al que no está en su grey, como un enemigo, al que, según las circunstancias, habrá que obligar a creer o, si se opone y patalea mucho, entonces habrá que mandarlo al ostracismo o borrarlo del mapa. Colombia ha sufrido, en distintas temporalidades, la horripilante presencia de los fanatismos religiosos y políticos. Y ya se sabe cuántas desventuras han causado.

El dogma cabalga, casi siempre, sobre la ignorancia de los que están sometidos por una sola visión del mundo. Es unilateral y se disgusta si el oponente manifiesta otras formas de pensamiento y análisis. El dogma, que es intocable, se resiste a la “falsación”, es decir, a someterse a métodos de búsqueda de la verdad que se amparen en las ciencias, la experimentación, la confrontación…

En un artículo sobre el origen del fanatismo, Cioran decía: “Los verdaderos criminales son los que establecen una ortodoxia sobre el plano religioso o político, los que distinguen entre el fiel y el cismático”. Esperamos que, en el país, los nuevos tiempos (cualquier cosa que esto signifique) sean propicios a la crítica, la coexistencia de disímiles posiciones, al estudio de las diversas problemáticas, a la lucha contra el dogmatismo y las verdades absolutas.

La campaña de las cien flores de Mao

Es posible, haciendo una especie de flashback, que el viejo Mao tuviera razón cuando dijo: “Que se abran cien flores y compitan mil escuelas del pensamiento…”. O tal vez, solo sea otro dogma.

Reinaldo Spitaletta para La Pluma

Editado por María Piedad Ossaba