El nadador o la ruina de un pequeño burgués

Solo se podría decir, como colofón, ¡qué cuentazo es El nadador, de John Cheever!

Un cuento fascinante de John Cheever

Una de las facultades de la literatura es poner en evidencia, mediante planos que trascienden la realidad y le otorgan a esta otros niveles y perspectivas, expresiones del ser humano, que pueden ser situaciones límite, momentos cumbre, de ascenso y descenso existencial. John Cheever, escritor nacido en Quincy, Massachusetts, cuentista y novelista, aunque sus máximas calidades se notan más en el género que, en la denominada modernidad, inventó su paisano Edgar Allan Poe, tiene, entre sus numerosas narraciones breves, una muy particular, que trasciende por su concepción, calidad literaria e intencionalidades.

El nadador es un cuento que pone en cuestión aspectos de la sociedad estadounidense, sobre todo de sectores de la pequeña burguesía y aun de las clases altas, comprometidas todas con el arribismo social, la pose y la simulación. El denominado “Sueño americano” es puesto en la picota en una narración que evoca relatos épicos de la antigüedad, lo primigenio y fundacional, como puede ser, por qué no, la aventura marina de Odiseo en busca de volver a su casa, tras tantos años de ausencias.

Este cuento de Cheever, un escritor que tuvo crisis en su vida por el alcoholismo y por no poder expresar en pleno su homosexualidad, bucea en los comportamientos consumistas y de vanidosa apariencia de sectores sociales que habitan en las periferias o en zonas suburbanas, en este caso en las afueras de Nueva York, en un condado de Connecticut. Sucede a mediados de un verano y de inmediato el lector penetra en un ambiente de resaca, de residencias de gente acomodada y de piscinas.

El protagonista, Neddy Merrill, un hombre enjuto que aún parecía tener reservas de los días de su lejana juventud, al momento de percibir una suerte de epifanía, una revelación que seguro tiene que ver con el tiempo, el domingo (que es el día en que transcurre la narración) y las aguas, tiene un trago de ginebra en una mano. Está en la casona de los Westerhazy, adonde ha ido de visita con su esposa Lucinda. Y de pronto, la revelación le dice a su mentalidad de cartógrafo que debe ir nadando, de piscina en piscina, de casa en casa, hasta la suya, doce kilómetros hacia el sur, en Bullet Park.

El nadador, aunque parezca una perogrullada, es un cuento de las aguas con un río imaginario que lleva el nombre de la esposa del protagonista. Hay aguas privadas y aguas públicas. Y el lector se topará, además de piscinas, fiestas, reuniones con licor, una pareja de ancianos nudistas, con un balneario público, de mala presencia, con mucho olor a cloro y con guardias ariscos. Neddy, adonde llega, que son gente conocida suya, hará inmersión en la alberca de cada casona, y siempre hará un largo en estilo crol o libre.

Parece un absurdo, una especie de despiste o de locura, que un hombre, de cierta madurez, salga de una casa, donde además ya ha nadado en su pileta, en un recorrido increíble que hace entrando por antejardines, arboledas y carreteras a otras residencias del condado, solo para ir, en bañador, hasta su casa. En el cuento estarán, además de las aguas, presencias como el golf y el tenis, dos deportes practicados no propiamente por los más pobres.

John Cheever, escritor estadounidense

Neddy, que “tenía una clara tendencia a la originalidad y se consideraba a sí mismo una figura legendaria”, emprende un recorrido de asfalto, autopistas, pero, sobre todo, de piscinas privadas, que lo irán llevando hacia el sur, un punto cardinal que tendrá además una suerte de hermetismo, de misterio, que se irá desvelando en la medida en que el hombre va, de peripecia en peripecia, aproximándose a su destino final.

Va pasando por casas de las familias Graham, Hammer, Lear, Howland, Crosscup, y pasará por otras más, hasta entrar a la piscina pública de Lancaster, y de ahí por otras casas de conocidos, porque su meta es llegar a la suya por un camino inexplorado, que lo hace sentirse como un viajero, un descubridor, un navegante, un marino, un peregrino. Y como alguien que, en el camino, se irá transformando, sufriendo una metamorfosis que conducirá a un final inesperado.

El nadador, que podría ser también el navegante, el que atraviesa un río inexistente, como el que él ha bautizado con el nombre de su señora, el río Lucinda, es un relato conectado con la decadencia, con el olvido y con la caída en barrena de un hombre que irá hallando el desprecio y la desconsideración de los que antes fueron sus pares. Es un cuento que pone en calzas prietas a la familia, esa célula tan importante en la sociedad estadounidense, en la que el éxito radica en tener dinero, en poder consumir y aparentar.

Hay un tono de ironía en ese viaje increíble de Neddy, que hasta se topará en sus últimas estaciones, con una vieja amante, que ya no lo determina. Se trata de la caída frenética de un ser humano, de alguien que pudo ser muy destacado, pudiente y “mostrón”, y de su rodada cuesta abajo, o, más bien, a través de las aguas de particulares, que cada vez serán más turbias. El Nadador va de la luz a la oscuridad.

En el cuento, que es una experiencia de una caída irreversible, también aparecen símbolos sociales de un establecimiento que ha rendido culto a la máquina, al automóvil y al dinero. Y ver a un hombre descaecido, que tiene una apariencia final de loco y vagabundo, atravesando autopistas y caminando por separadores, sí es una visión apocalíptica del juicio final para un ciudadano que ha entrado en crisis en todos sus ámbitos.

El nadador, un cuento extraordinario, una joya literaria, nos hace navegar por aguas en apariencia tranquilas, pero que, como los ríos despaciosos, tiene por debajo una corriente torrencial. Nos conecta con momentos melancólicos de una vida que pudo ser exuberante, pero que, por diversas circunstancias (las que hay que imaginar), va rumbo al abismo, en medio de olores a coñac, whisky y ginebra. Ah, y también con aromas de crisantemos.

Es muy simple y fácil decir que El nadador es una obra maestra. Me parece que sí. Y que, con humor negro, con una sutil burla al establecimiento, Cheever logra una radiografía de ciertos círculos sociales con todos los elementos psicológicos y materiales que caracterizan a gentes superficiales que fundan en el dinero y en el tener cosas, su vida vacía y artificiosa. Es un cuento triste. Deslumbrante. Sucede en una tarde de veraniego domingo, del mediodía al ocaso. Y puede que, al final, hasta una lágrima pueda caer sobre la última página del relato. Solo se podría decir, como colofón, ¡qué cuentazo es El nadador, de John Cheever!, escritor muerto en Nueva York en 1982.

Reinaldo Spitaletta para La Pluma, escrito en Medellín el 27 de marzo de 2022

Editado por María Piedad Ossaba