Cuidado con “el mal menor”

Para no tener que optar por el mal menor, hay que querer acabar con el capitalismo.

Otro difícil año que se va. Fueron 365 días donde los dolores por compañeros y compañeras que se marcharon físicamente o por el padecimiento de otros y otras que siguen en las oscuras cárceles del planeta por luchar, se entremezclaron con algunas victorias, de esas que solo se manifiestan cuando los pueblos salen a la calle y abogan por sus necesidades. 

Desde el Paro nacional activo de Colombia, las continuas muestras de resistencia del pueblo palestino, a pesar de la repetida criminalidad sionista, hasta el reciente Chubutazo en la Patagonia, por el agua y muchas cosas más, fueron ejemplos contundentes de que la pelea “se gana peleando”, como profesan nuestros hermanos del Frenadeso panameño.
 
En medio de todo esto algún que otro triunfo electoral que vale la pena destacar, como el de la Revolución Bolivariana, que enterró definitivamente a ese payaso denominado Guaidó, y de paso significó una doble derrota de quienes, en Washington, siguen inventando sanciones y más sanciones, pero no doblegan al bravo pueblo. O el de Xiomara Castro, mujer bravía que caminó muchas calles en el marco de la resistencia hondureña y que ahora, por fin, va a tener la posibilidad de gobernar y -si no se tuerce ni la doblegan las presiones que va a recibir- cumplir con los postergadísimos anhelos de su pueblo. 
 
Por otra parte se podría hablar mucho de lo que significó la llegada al gobierno del maestro Pedro Castillo, ungido por el campesinado andino en contraposición a la burguesía y la politiquería que anida en Lima. Lamentablemente, Castillo ha demostrado mucha debilidad frente a la descarada y constante embestida de la derecha fujimorista y fascistoide, y esto lo llevó a que no pasara una semana sin que no tuviera que entregar piezas importantes de su gabinete. Empezó defenestrando como canciller a Héctor Bejar (un lujo para ese gobierno y cualquiera del continente), continuó con el premier Guido Bellido, se peleó con el partido que lo llevó como candidato (Perú Libre) y su máximo líder, Vladimir Cerrón, y por último aceptó de buen agrado la entrada por la ventana de la izquierda caviar, un apelativo justo para ese sector más que moderado que perdió en la primera vuelta y finalmente se quedó con la mejor parte de la torta. O sea, que Castillo navega en aguas correntosas y sin remos, por lo cual o da un fuerte golpe de timón y vuelve a iniciar el viaje, o inevitablemente su barco seguirá inclinándose peligrosamente.
 
Después, claro, no se puede dejar hablar de ello, porque este año fue protagonista, vino la ola del “mal menor”. O como en los cuentos infantiles, aquel tan recordado de “cuidado que viene el lobo”. En aras de ese temor se vota al que ya se sabe que no va a conformar a nadie. Ni a la derecha, porque por más moderado que sea el elegido, lo tratarán de destruir, y a la izquierda tampoco porque, si bien lo llevaron al gobierno, después se dan cuenta que su gestión no mueve el amperímetro y empiezan las frustraciones. 
 
Hay varios gobernantes con ese perfil en el continente, cada uno sabe lo que tiene en casa. Unos tienen el sí fácil ante los EE.UU o la Unión Europea, coquetean a la baja con el FMI, o le perdonan crímenes y corrupciones a sus contrincantes de la derecha, en aras de una gobernabilidad inexistente. Otros, como lo ocurrido hace pocos días en Chile, se convierten en  fenómenos digno de un estudio psicológico. No solo por lo que aparenta el personaje sino por lo que imaginan de él quiénes lo alaban, endiosan y elevan a las alturas. Se trata del vertiginoso ascenso de Boric, un chico que no se podía acercar ni a los alrededores de la Plaza de la Dignidad entre octubre de 2019 (cuando estalló la revuelta) hasta hace muy poco, porque lo abucheaban, y ahora, sus fans lo venden como “hijo y heredero” de ese mismo levantamiento popular. Y ya que están, le comparan con próceres locales o internacionales. Es la ola de querer escuchar, imaginar y ver lo que no es tal. Porque perdonan que el susodicho criticara pusilánimemente a Cuba, Venezuela y Nicaragua, China e Irán, sumergiéndose en el discurso “políticamente correcto”. Demasiadas concesiones por parte de quienes lo aplauden. 
 
La cuestión pasa por subirse al salvavidas del “mal menor”, porque si no “viene el fascismo”. Y nadie parece preguntarse, salvo los que perdieron un ojo o los dos, o están en las cárceles chilenas, o los familiares de los asesinados y asesinadas en estos últimos años, que si Kast es el fascismo, Piñera ¿qué es? Ese es el problema, el lobo no está por venir, ya está instalado en todos los sitios y se aprovecha de la situación. Más aún, cuando estaba a punto de ser cazado por los miles que se manifestaban en todas las calles del país, lo salvó la pandemia por un lado y el pacto espúreo que firmaran Piñera con el actual presidente electo y otros partidos demoburgueses. 
 
Lo ocurrido en Chile amenaza ser una repetición de lo que se dio en España con los “indignados”, a los que Pablo Iglesias metió en una bolsa y los hizo valer como capital propio para llegar a donde él quería: favorecer la gobernabilidad de un progresismo patético, el mismo que resucita cada algún tiempo y que representa el espíritu de aquellos nefastos  “pactos de la Moncloa”. El tal Iglesias terminó retirándose a sus aposentos, o a su cómodo chalet, y muchos de sus seguidores quedaron a la intemperie. La versión chilena es más de lo mismo,  tiene el condimento de la vuelta de la Concertación, con la señora Bachelet incluida, la que reprimió a los estudiantes y a los mapuche, la que protegió a los carabineros y que como funcionaria de la ONU se “luciera” reclamando por los derechos humanos en Venezuela.
 
El “mal menor” es mal al fin. Es como el capitalismo, que no puede ser “suave” o “moderado”, es capitalismo y punto. Y en este año que empieza, seguramente esta nueva muletilla va a seguir tratando de ganar mas adeptos. Colombia, por ejemplo, donde se corre el peligro de que toda la bronca de su heroico pueblo, demostrada con solvencia en el paro nacional, en los combates de las primeras líneas y en las grandes movilizaciones, corren el peligro de ser deglutidas por una candidatura y por una urna. Por supuesto que hay que echarlo de una vez al hijo putativo de Uribe, pero la vía (lo demuestran todas las experiencias malogradas en el continente) no es abrevando cada cuatro años en las democracias burguesas, sino en la construcción a mediano y largo plazo de estructuras políticas revolucionarias sólidas. Si se quiere el socialismo, el camino no es ni veloz ni sencillo para llegar a aproximarse a dicha meta, pero hay que intentarlo, como hizo Cuba siempre. Por eso, a pesar de los pesares, esa Revolución es el gran faro que sigue iluminando, junto con la resistente Venezuela y la reconquistada experiencia boliviana.  
 
Para no tener que optar por el mal menor, hay que querer acabar con el capitalismo. ¿Es imposible? Fidel y Chávez, opinaban los contrario. De allí que no dejaran de actuar contra ese escepticismo posibilista. Vale la pena seguir honrando su legado y luchar siempre, huir de la resignación y el conformismo, no cambiando jamás “reforma” por “revolución”.

Carlos Aznárez, Especial para La Pluma, 31 de diciembre de 2021

Editado por María Piedad Ossaba

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