Un plan climático para un mundo en llamas

A pesar de que somos una especie en un planeta, no parece haber posibilidad de acuerdo general o solidaridad global.

La humanidad está al borde del desastre. Pero con pensamiento creativo y voluntad colectiva, todavía estamos a tiempo de evitar la catástrofe.

¿Qué se siente al vivir al borde de un vasto cambio histórico? Se siente como ahora lo hacemos. Puede sonar hiperbólico, y tal vez incluso a pánico, pero creo que estamos ahí. No es que un escritor de ciencia ficción pueda ver el futuro mejor que otros; muy a menudo lo hace peor. Pero entre la pandemia, el ritmo acelerado de los acontecimientos climáticos extremos y la acumulación de datos y análisis de la comunidad científica, se ha convertido en una apuesta fácil.

Hace unas semanas, mi esposa y yo condujimos a través de los EEUU de este a oeste. En Wyoming, nos dimos con una nube de humo de los incendios forestales tan extendida y espesa que no podiamos ver las montañas a solo unas pocas millas de distancia a cada lado de la carretera. Continuó así durante 1.000 millas. Luego llegamos a California justo a tiempo para el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas, que documenta con meticuloso detalle la verdadera escala del problema climático. La humanidad está al borde no solo del cambio, sino del desastre. Y debido a que podemos verlo venir, tan claro como una tormenta negra en el horizonte, nuestros intentos de esquivar el desastre y crear una relación sostenible con nuestro único hogar implicará enormes cambios en nuestros hábitos, leyes, instituciones y tecnologías.

Todo esto es evidente para nosotros ya. A diferencia de las personas que vivían antes de la primera guerra mundial, no nos dejaremos cegar por la catástrofe. La década de 2020 no estará llena de sorpresas, excepto tal vez la velocidad e intensidad de los cambios que se avecinan. Con su atmósfera de miedo ante lo que ocurrirá, nuestro época se asemeja más a los años previos a la segunda guerra mundial, cuando todos vivían con la sensación de deslizarse impotentes por una pendiente resbaladiza y sobre un acantilado.

Pero las analogías históricas solo nos permitirán comprender hasta cierto punto nuestra situación actual, ya que nunca antes hemos sido capaces de destruir nuestros propios medios de existencia. Los científicos acuñaron el nombre del Antropoceno para señalar que este momento de la historia no tiene precedentes. Somos tantos, nuestras tecnologías son tan poderosas, y nuestros sistemas sociales tan ignorantes de las consecuencias, que nuestro daño a la biosfera de la Tierra ha aumentado a una velocidad impresionante.

Muchos historiadores se refieren al período posterior a la Segunda Guerra Mundial como la Gran Aceleración, y los aspectos dañinos de los cambios que hemos iniciado tienen un inmenso impacto biológico y geofísico. No podemos simplemente reunir a nuestros diplomáticos y frenarlo, declarar la paz con la biosfera.

Aunque lo hicimos en 2015: se llama el Acuerdo de París. Pero ese fue un acuerdo para iniciar un proceso de cambio, pero ahora tenemos que estar a la altura si quiere hacerse realidad. En efecto, acordamos descarbonizar nuestra civilización en todos los ámbitos: en la generación de energía, el transporte, la construcción, en todo. Pero dado que todas estas actividades se llevan a cabo en gran medida mediante la quema de combustibles fósiles, este cambio es un desafío gigantesco, equivalente a las movilizaciones realizadas en el siglo XX para luchar contra las guerras mundiales.

Que podamos movilizar ese tipo de esfuerzo sin precedentes es una cuestión abierta. No todo el mundo está convencido de que tal esfuerzo sea necesario, y hay intereses creados, no solo individuos privados o corporaciones, sino muchas de las naciones más poderosas de la Tierra, siguen profundamente comprometidos a seguir quemando combustibles fósiles.

Así que el acuerdo de París podría terminar como la Sociedad de Naciones: una buena idea que fracasó. Pero si fracasamos esta vez, las consecuencias podrían ser aún peores que las grandes guerras del siglo XX. Una vez más, puede sonar hiperbólico, pero los hechos en cuestión apoyan la visión, por alarmante que sea. Estamos ante terribles problemas, y no todo el mundo está de acuerdo en que lo estamos; nunca todo el mundo estará de acuerdo, a pesar de que las sequías y los incendios, las tormentas y las inundaciones, se suceden más rápido que nunca.

Cada momento de la historia tiene su propia “estructura de sensibilidad”, como dijo el teórico cultural Raymond Williams, que cambia a medida que suceden cosas nuevas. Cuando escribo mis novelas ambientadas en las próximas décadas, trato de imaginar ese cambio de sensibilidad, pero es muy difícil de hacer porque la estructura actual da forma incluso a ese tipo de especulaciones.

En este momento las cosas se sienten masivamente arraigadas, pero también frágiles. No podemos seguir adelante, pero no podemos cambiar. A pesar de que somos una especie en un planeta, no parece haber posibilidad de acuerdo general o solidaridad global. Lo mejor que se puede esperar es una mayoría política activa, reconstituida diariamente en el intento de hacer las cosas imprescindibles para nosotros y las generaciones venideras. Es un desafío difícil que nunca desaparecerá. Es fácil desesperarse.

Aún así, recientemente han sucedido algunas cosas que me dan motivos para la esperanza. Escribí mi novela El Ministerio para el Futuro en 2019. Ese tiempo seguramente torció mi visión porque varios desarrollos importantes, que describí en mi novela sucediendo en la década de 2030, ya han comenzado claramente. Mi proyección temporal era completamente equivocada; los acontecimientos se han acelerado una vez más.

Parte de esa aceleración fue causada por el Covid-19. Fue una bofetada en la cara, una demostración innegable de que vivimos en un solo planeta en una sola civilización, que se puede interrumpir de manera mortal. Y no fueron solo las personas muriendo en todas partes de la misma enfermedad, sino también nuestras reacciones a esa impactante realidad.

Las cadenas de suministro en las que confiamos para la vida misma pueden verse interrumpidas por el acaparamiento, es decir, por la pérdida de confianza en nuestros sistemas. En los EEUU, era el papel higiénico y los suministros de limpieza, pero si hubiera sido comida, entonces hubiera sido una catástrofe: pánico, colapso, hambruna, la guerra de todos contra todos. Así de frágil es la civilización; así es como los individuos se ven obligados a confiar unos en otros para sobrevivir. Un ‘dilema del prisionero’ de hecho, todos nosotros encerrados juntos en este único planeta. O nos mantenemos unidos o divididos: la ley de Franklin.

Otra lección de la pandemia, una que deberíamos haber sabido ya: la ciencia es poderosa. Necesitamos aprender a usarla mejor en nuestro beneficio, si lo hiciéramos, muchas cosas buenas seguirían. Orientar a la ciencia es tarea de las humanidades y las artes, la política y el derecho. Tenemos que decidir como civilización qué tareas son prioritarias.

Una tercera lección que aprendimos en 2020 fue la noticia médica de que los seres humanos no pueden sobrevivir a una exposición prolongada a combinaciones extremadamente altas de calor y humedad. Esta realidad, que ya era conocida pero aún no reconocida como un problema existencial, debería haber silenciado a aquellos cínicos comentaristas que afirman que los seres humanos pueden adaptarse a cualquier clima que creáramos. “¡Basta adaptarse!”, aseguran estas personas tan seguras de sí mismas. Pero, ¿qué pasa si provocamos un aumento de 3°C o 4°C en la temperatura global promedio? ¿Simplemente nos adaptaremos? ¡Los humanos pueden adaptarse a cualquier cosa!

Pero no. Los seres humanos no pueden vivir en condiciones por encima del índice de calor llamado bulbo húmedo 35°C, una medida de la temperatura del aire más la humedad. No hemos evolucionado para tales condiciones y, cuando ocurren, rápidamente nos sobrecalentamos y morimos de hipertermia. Y en julio de este año, se alcanzaron brevemente los 35 de bulbo húmedo en Pakistán y los Emiratos Árabes Unidos.

A medida que sigamos quemando combustibles fósiles, las temperaturas promedio globales seguirán aumentando, y esta combinación mortal de calor y humedad ocurrirá con más frecuencia. Y no solo en los trópicos, donde viven más de tres mil millones de personas; el récord de alta temperatura de Columbia Británica este verano superó al de Las Vegas. Así que mitigar el cambio climático mediante la rápida reducción de los gases de efecto invernadero se convierte no solo en una buena idea, sino en una necesidad de supervivencia.

El acuerdo de París puede servir como medio de organizar este esfuerzo masivo. Lo necesitamos porque, aunque nuestro problema es global, vivimos en un sistema de estado-nación en el que los representantes de cada nación están encargados de defender los intereses de esa nación. Ante cualquier discrepancia percibida entre los intereses de la propia nación y el mundo en general, algunas personas elegirán los de su nación.

Esto crea muchos problemas del tipo del ‘dilema del prisionero’. Cuando se trata de una acción virtuosa, ¿quién va primero? Los países que actúan primero podrían crear ventajas futuras para sí mismos, pero muchas personas son demasiado cautelosas para ver eso, por lo que se avecinan algunas opciones muy difíciles.

Por ejemplo: podemos quemar alrededor de 900 gigatoneladas más de carbono antes de cruzar el aumento global promedio de 2°C de temperatura que nos pondrá en territorio verdaderamente peligroso. Pero ya hemos localizado miles de gigatoneladas de combustibles fósiles en todo el mundo. La mayoría hay que dejarlas en el suelo si queremos evitar cocinar la biosfera, pero son propiedad de los gobiernos nacionales, que consideran estas reservas parte de sus activos nacionales. Ya son activos colaterales, y una fuente constante de ingresos y, para bastantes de estas naciones, una gran parte de su riqueza.

Así que aunque casi todas las naciones han firmado el Acuerdo de París y acordado en teoría el principio de reducción rápida de emisiones, naciones como Arabia Saudí, Rusia, Canadá, Brasil, Nigeria, Australia, México, China, Venezuela, Noruega y Estados Unidos, por no mencionar  otras, han adoptado compromisos bajo el Acuerdo de París que les costarán muchos billones de dólares en pérdida de ingresos.

Naturalmente, habrá cargos electos y funcionarios públicos en estos gobiernos haciendo todo lo posible para quemar algunos de estos activos y convertirlos en billones de dólares antes de que se congelen. Creen que es su deber patriótico y fiduciario. Así que a menos que hagamos algo, habrá un saldo final por cierre del negocio.

Esto significa que un aspecto gigante del problema que enfrentamos es financiero. Pensar en el dinero y dirigir el dinero son clave para superar este siglo de crisis con éxito. Tenemos que encontrar maneras de pagarnos para descarbonizarnos lo más rápido posible, y hacer todo el resto del trabajo necesario para establecer una civilización sostenible. Evitar que los petroestados quiebren y hagan cosas desesperadas tendrá que ser parte de ese nuevo acuerdo, por complicado que sea. Descuentos, amortización, renunciar a la culpa y la rectitud, grandes recortes de deuda, todo eso entrará en juego.

Y no piensen que el mercado hará todo eso por sí mismo, porque no lo hará. Toda la noción de la gestión del mercado ha sido un ejemplo catastrófico de monocausotaxofilia, “el amor por causas individuales que lo explican todo”, el neologismo bromista de Ernst Pöppel para una tendencia muy común en todos nosotros. Esta debilidad en nuestro pensamiento, la esperanza inútil en un algoritmo confiable, o en un monarca salvador, necesita ser resistida en todo momento, pero especialmente cuando se construye una economía global.

No es cierto que dejar las finanzas al mercado lo arregle todo, como han demostrado los últimos 40 años. El mercado valora sistemáticamente mal las cosas a través de descuentos inadecuados del futuro, falsas externalidades y muchos otros errores de cálculo depredadores, que han llevado a una gran desigualdad y destrucción de la biosfera. Y sin embargo, ahora mismo es como funciona el mundo, la ley incuestionable. El capital invierte en la tasa de retorno más alta, eso es lo que quiere el mercado.

Pero salvar la biosfera no supone la tasa más alta de retorno (prueba segura de otro error de cálculo del mercado) porque ese rescate implica reemplazar la mayor parte de nuestra infraestructura, al mismo tiempo que construir lo que será en efecto un sistema de alcantarillado planetario, recuperar y eliminar los residuos que hemos estado vertiendo a la atmósfera.

Esta no es la imagen de una inversión de alto rendimiento, porque nadie realmente quiere miles de miles de millones de toneladas de hielo seco. Sacar tanto dióxido de carbono de la atmósfera es simplemente un coste, el coste de la supervivencia, pero no la tasa más alta de retorno. Así que el capital privado no invertirá en él, y si permitimos que esa decisión se mantenga, vamos a cocernos.

Pero las finanzas también son una tecnología, es el software de la civilización. Es un software de importancia crítica porque es cómo valoramos nuestro propio trabajo; y, al ser un sistema humano, somos libres de mejorarlo a través de diversas alteraciones y mejoras. Y ahora tenemos que hacerlo.

Afortunadamente, muchas personas que trabajan en los bancos centrales del mundo están sintiendo esta necesidad y buscando innovaciones. Su participación es de vital importancia, porque ninguna criptomoneda hará el trabajo. De hecho, algunas de estas nuevas criptomonedas, como bitcoin, solo exacerban el problema. Y en cualquier caso, ninguna de ellas es dinero; son tulipanes, o cualquier otra burbuja especulativa. El dinero es un medio de intercambio, un almacén de valor y, lo que es crucial, un signo de confianza social. Y en un sistema de estado-nación, el dinero en el que confiamos es dinero respaldado a nivel nacional. Cuanto más rico es el país, más confiamos en su dinero. Así que la moneda fiduciaria es lo que necesitaremos para hacer frente a la emergencia existencial que representa el cambio climático.

Lo que esto sugiere es que pronto vamos a probar cuántos billones de dólares pueden crear nuestros bancos centrales por año sin alterar la confianza de la gente en el dinero. Esto será un experimento, una improvisación. Las flexibilizaciones cuantitativas de 2008-11 y 2020-21 han sido una importante prueba de que se puede crear una cantidad bastante grande de dinero nuevo cada año sin resultados negativos. El nuevo matiz a añadir a ese hallazgo es la idea de gastar el dinero recién creado primero en descarbonización y otras actividades favorables con la biosfera. Esto se llama flexibilización cuantitativa del carbono, y es algo que muchos bancos centrales están ya investigando.

La Red para la Ecologización del Sistema Financiero, una organización de 89 de los bancos centrales más grandes, publicó recientemente un documento que describe posibles metodologías para esta innovación financiera. Sugieren que posiblemente se podría pagar directamente a las naciones, empresas e individuos por extraer carbono de la atmósfera.

Posiblemente los petroestados podrían ser compensados por los combustibles fósiles que mantengan en el suelo. Posiblemente se podría pagar a las compañías petroleras para que succionen carbono del aire y luego lo bombeen de vuelta al suelo; también se les podría pagar para bombear agua desde debajo de los grandes glaciares de la Antártida y Groenlandia, que actualmente se deslizan hacia el mar en toboganes de agua subterráneos recién derretidos.

Por supuesto, las legislaturas y los ciudadanos tendrán que instar a sus bancos centrales, y en última instancia darles instrucciones y mandatos específicos. Pero la buena noticia es que con estas nuevas estrategias a mano, incluso en nuestra economía política actual, incómodamente adaptada en el mejor de los casos a la tarea en cuestión, podríamos pagarnos a nosotros mismos para hacer lo que hay que hacer, y así esquivar la próxima extinción masiva.

Esta no es la solución final; no quiero sucumbir a la monocausotaxofilia yo mismo. Se necesita mucho más que una flexibilización cuantitativa de carbono en los próximos años. Tendremos que restablecer las tierras silvestres para mantener la biodiversidad, como en los diversos planes “30×30”; podemos comenzar a cultivar alimentos en cubas de microorganismos, liberando tierras para otros fines; tendremos que hacer más ecológicas nuestras ciudades; tendremos que reemplazar gran parte de nuestra infraestructura; y así sucesivamente. Todo esto implica una estupenda cantidad de trabajo, todo lo cual tendrá que ser pagado.

La flexibilización cuantitativa del carbono no será suficiente para hacer todo eso, pero, si se combina con la regulación y la tributación que canalizen el capital privado hacia proyectos útiles y orientados a la supervivencia, quizás podamos escaparnos. Y, por cierto, el pleno empleo está muy implícito en todo esto; hay mucho trabajo por hacer. ¿Podemos aprovechar todo el trabajo necesario para la equidad climática entre las naciones y la disminución de la grotesca desigualdad entre ricos y pobres? Parece que podríamos.

Esta gama de nuevas políticas significa volver a algún tipo de equilibrio keynesiano entre lo público y lo privado. Bien. Necesitamos eso. Pero este gran cambio naturalmente se suma a la sensación de miedo en nuestro tiempo. Qué: ¿una nueva economía política? ¿No ocurrió por última vez ese tipo de cambio en 1980, o en 1945, o en las grandes revoluciones democráticas del siglo XVIII? ¿Es ahora imposible? ¿Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo?

No. Ha llegado el momento de admitir que tenemos que controlar nuestra economía por el bien común. Crucial en todo momento, esta comprensión es especialmente importante en nuestra necesidad actual de esquivar la extinción masiva. La mano invisible nunca recoge el cheque; por lo tanto, debemos gobernarnos a nosotros mismos.

Kim Stanley Robinson

Original: Kim Stanley Robinson: a climate plan for a world in flames

Traducido por: Enrique García

Fuente : sinpermiso, Agosto de 2021