Tenía toda la pinta de mentecato con suerte, de zoquete inútil, de fantoche desabrido. Y, en efecto, no es que la haya mutado, sino que se ha ido acomodando con sutileza desfachatada en los tiempos de la pandemia que le permitieron una pausa activa ante la creciente oleada de protestas populares que ya estaba a punto de convertirse en tsunami. No ha resultado tan pendejo, desde la perspectiva de sus limitaciones políticas, ese que, desde otros balcones, llegó a la presidencia cobijado por un ancestral vicio colombiano: la compra de votos y la corruptela sin límites.
No sé si tener un presidente de pacotilla, un sujeto puesto ahí por lo peor de la politiquería nacional, por el arraigado clientelismo, por toda esa parafernalia que se montó en torno al miedo a una fantasmagoría: que seríamos como Venezuela en caso de que se le abrieran caminos a otras opciones, calificadas por los propagandistas del régimen como “castrochavismo” y simplismos similares, digo, no sé si tener un mal vendedor de milagros en la jefatura del Estado sea ya lo que las señoras del barrio dicen con sonora entonación: la tapa del congolo.
Qué significa un país que ha llegado a estos estadios no solo de mediocridad sino de impotencia de las mayorías sometidas, que esté bajo la dirección de un sujeto que por un lado hace quedar mal el oficio de payaso, de animador, de presentador de farándula, en fin, y, por el otro, no es más que un acólito de la metrópoli del Norte y una ficha decadente del desenmascarado uribismo.
Una interpretación sobre esta situación de descalabro de un país de masacres, de narcotráfico, de lumpenización acentuada de la política tradicional, puede estar en la manera como desde hace largo tiempo se ha asaltado al pueblo colombiano de parte de banderías sin escrúpulos. Desde hace treinta años una pandilla neoliberal se ha apoderado del país y lo ha puesto a pastar miserias en un extenso potrero de desmanes y despropósitos. Los afectados, una inmensa masa que se ha empobrecido sin remedio, continúan perplejos ante las intimidaciones, los atropellos, las conculcaciones de derechos que en su conquista costaron sangre y mortandad.
Y esta última aserción puede verificarse en los recientes movimientos de fichas que se han dado en puestos clave de vigilancia y control, devenidos en oficinas de bolsillo al servicio del ejecutivo y sus mañas desvergonzadas. Fiscalía, Procuraduría, Contraloría son juguetes de un mandatario experto en demagogias y en numeritos de circo malo.
Un trágico país como el nuestro, desvertebrado por los politicastros, por banqueros y estafetas del imperio, por funcionarios cínicos que se burlan de los que son castigados por medidas antipopulares, no debería admitir más escarnios de quienes cabalgan sobre los hombros de los desposeídos. Debería sacudirse de tantas arbitrariedades y desafueros. ¿Y cómo hacerlo? Tal vez siendo cada vez más críticos frente a la palabrería oficial, a la propaganda siniestra del poder. Hay que descreer del clown mayor y sus comparsas.

Reinaldo Spitaletta para La Pluma, 1 de septiembre de 2020
Editado por María Piedad Ossaba