“Habiendo jueces, para qué necesitamos filólogos”, ironizaba este lunes en un tuit el dibujante Julio César Pérez (o Amarillo Indio). La frase condensa a la perfección el absurdo que supone la sentencia del Supremo según la cual las comunicaciones entre la Generalitat Valenciana y los gobiernos de Cataluña y de las Islas Baleares no se pueden hacer sólo en valenciano (o catalán), y con la que se obliga a hacerlas también en castellano, lengua común de todos los españoles tal como consagra la Constitución del 78. En efecto, que los jueces (aunque sean del Supremo) quieran sentenciar sobre asuntos que son propios de la filología es un absurdo equiparable al que supondría la situación inversa, que los filólogos quisieran modificar el Código Penal desde la gramática o el diccionario. Si los jueces se dan a sí mismos el poder de hacer que unas lenguas sean o dejen de ser válidas para determinados usos (en este caso administrativos e institucionales, y sólo entre administraciones que tienen el valenciano, o catalán, como lengua común ), lo único que hacen es invadir un ámbito que no les corresponde y incurrir en un abuso de poder. Y contribuir, en este caso, a una crispación social ya existente, en lugar de mitigarla.
En los países digamos normales los tribunales, y menos las altas instancias judiciales, no se dedican a emitir sentencias sobre cuestiones filológicas. Lo volveremos a decir, y lo repetiremos las veces que sea necesario: en el siglo XXI, España es el único estado de la Unión Europea que, en vez de celebrar y promover la diversidad lingüística, se dedica activamente a sofocarla y reprimirla, incluso a través de todo un Tribunal Supremo (sí hay otros estados con una fuerte tradición de odios y persecuciones lingüísticas: Francia, por ejemplo, fue el lamentable modelo de España, pero ni Francia muestra actualmente tanta furia en este aspecto). Al contrario, hay un consenso internacional amplio y maduro en considerar la diversidad lingüística como un bien cultural y un activo económico de primer orden: al revés de lo que algunos temen, la globalización y las tecnologías digitales ofrecen nuevas posibilidades de difusión y nuevos mercados a las lenguas no mayoritarias (que son la inmensa mayoría, valga la aparente paradoja).
De hecho, la propia Constitución del 78 consagra textualmente, en su artículo 3.3, que “la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección”. Es uno de esos artículos perennemente incumplidos por el mismo Estado, y que nunca oiréis citar a estos que se llaman constitucionalistas. Al contrario: el hecho de que la lengua catalana (llamada también valenciano, mallorquín, menorquín o ibicenco, y tanto) no sólo sea una lengua viva, sino tan potente y fértil como cualquier lengua europea, es percibido por el nacionalismo español como un fracaso insoportable. Ellos quieren eliminarla, hacerla desaparecer. Hace trescientos años que lo intentan y no lo han conseguido: tampoco lo conseguirán ahora con esta ridícula sentencia del Supremo, que añadimos a la colección.
Sebastià Alzamora
Fuente: Tlaxcala, 28 de junio de 2020
Publicado por ARA