Los dos tercios de Versalles

Como quiera que haya sido, los dos tercios de Versalles no lograron detener la Historia.

Se ha usado y abusado del aforismo de Karl Marx, quien dijo que la Historia se repite. Primero como tragedia, y luego como una farsa. Para Luis Casado merece la pena señalar que una vez más “No hemos inventado nada”. Vivimos solo una mala copia del pasado…

Inauguración de los Estados Generales en Versalles, el 4 de mayo de 1789

Mi serie “No hemos inventado nada” se enriquece cada día.
El follón de los dos tercios, contrariamente a lo que se pudiera pensar, no tiene nada de nuevo. Quienes controlan el palito del emboque y no quieren ceder ninguno de sus privilegios, buscan modo de evitar el cambio. Muchas veces cambiando las reglas del juego, torciéndolas, o bien eternizando el statu quo más allá de lo conveniente.
Cuando Louis XVI, debidamente pauteado por su Consejo Real, decidió convocar los Estados Generales –asamblea que reunía los tres órdenes del sistema monárquico–, buscaba apenas el respaldo necesario para recaudar los impuestos que debían restablecer el equilibrio de sus finanzas.
Justamente. La corona siempre gastó más de lo que recaudaba. Los impuestos los pagaba exclusivamente el Tercer Estado que reunía la casi totalidad de los 26 millones de franceses. La nobleza y el clero –unas 400 mil almas– se distribuían alegremente los privilegios, inmunidades, ventajas y derechos acordados por el rey.
Grosso modo, 26 millones de campesinos, agricultores, peones, industriales, comerciantes, profesionales de todo tipo, artesanos y obreros, generaban la riqueza que luego era distribuída equitativamente: 50% para quienes la creaban, y 50% para el rey, la nobleza y el clero, cuya inutilidad y parasitismo se hacían cada día más evidente.
De cara a los Estados generales la Nobleza tenía derecho a 285 diputados, el Clero a 291 y el Tercer Estado a 289. Para más inri, debían votar por ‘orden’, es decir cada orden por separado, lo que finalmente daba tres votos…
Pero el 18-O, perdón, la movilización masiva de los pringaos logró obtener de Su Majestad que el número de diputados del Tercer Estado doblase, pasando a 578. Teóricamente estaban empatados con la suma del Clero y la Nobleza.

Teóricamente. De entrada el rey quiso que cada orden se reuniese separadamente, y que el voto fuese justamente así: por orden. Ergo… dos tercios debían respaldar a la monarquía, y un tercio a no se sabía muy bien qué: en el aire habían dos estrategias….

Los Estados Generales se reunieron en la Sala de Menudos Placeres de Versalles (esto no se inventa…) el 4 de mayo de 1789, y el maestro de ceremonias cuidó mucho de separar la paja del trigo. El Clero y la Nobleza disponían de tribunas laterales desde las cuales dominaban la escena, y estaban separados del Tercer Estado –instalado en el centro de la sala en simples sillas– por barreras infranqueables. El rey se reservó una tribuna cubierta por un lujoso pabellón en el extremo de la sala.

De ahí en adelante, como en la Convención Constitucional, no pasó nada. Nada relativo al propósito para el cual habían sido convocados los Estados Generales. La Nobleza intentó imponer las usanzas ‘tradicionales’, el voto por orden (o sea los dos tercios) y la conservación del sistema de privilegios del que disfrutaba. El 28 de mayo de 1789, reunida separadamente, la Nobleza aprobó una resolución en la que declaró que el voto por orden era inherente a la antigua constitución del reino y tanto más necesaria para el mantenimiento de la monarquía. Cualquier parecido con hechos contemporáneos acaecidos en una larga y angosta faja de tierra no es pura coincidencia.

El Clero… el Clero se movía entre Tongoy y Los Vilos, intentando jugar el papel de conciliador de conciliábulos.

Las dos estrategias debatidas por el Tercer Estado tampoco tenían nada de novedoso. De un lado estaban los grifos de agua tibia que se conformaban con que la Nobleza y el Clero pagasen algunos impuestos, así como con las “bondades” del rey, gracias a lo cual moderadamente se harían reformas moderadas y calabaza, calabaza, cada uno para su casa.

Del otro lado estaban los partidarios de un cambio un pelín más profundo, cuyos sostenedores se irían radicalizando gracias a la obcecada oposición de la Nobleza. El marqués de Bombelles habló de las “inconcebibles locuras de los energúmenos del Tercer Estado” (debo precisar que El Mercurio aun no existía y que Van Rhysselbergue era aun una niña).

Conscientes de la importancia de la “opinión pública”, los diputados ‘energúmenos’ forzaron las deliberaciones abiertas con asistencia de numerosos observadores que luego informaban urbi et orbi de lo allí discutido. En un mes se crearon cientos de diarios libres que rendían cuenta de los debates. Lo que ahora llamamos “la calle”, jugó un papel insustituíble.

Entretanto, el académico Bailly había sido elegido presidente de la asamblea del Tercer Estado. Presentado al rey –del cual, dicho sea de paso, tenía su significativa fortuna– Bailly rehusó arrodillarse como era la costumbre monárquica: Louis XVI quedó desnudo. Despojado de la superioridad que le da un privilegio de nacimiento… ¿qué queda de un monarca?

Visto que definitivamente la Nobleza no se avino a sesionar junto al Clero y al Tercer Estado, ni al voto por cabeza que rompía los dos tercios del voto por orden, el 17 de junio de 1789 los diputados del Tercer Estado se declararon… Asamblea Constituyente.

Adiós Estados Generales, adiós objetivos limitados determinados por el monarca: la representación nacional –los diputados del Tercer Estado– más los diputados del Clero y la Nobleza que quisieran sumarse a ellos (hubo muchos…), se fijó como objetivo redactar una Carta Magna que consagrase la igualdad civil ante la Constitución y las leyes de todos los franceses (no fue así se sencillo pero… fue el resultado).

Louis XVI intentó retropedalear. Le instruyó al marqués de Dreux-Brézé que le ordenase al Tercer Estado disolver la Asamblea Constituyente y regresar a las deliberaciones separadas por orden. El patético marqués hizo lo que pudo, y solo recibió la célebre respuesta de Mirabeau delante de la asamblea plena:

“Vaya a decirle a su amo que estamos aquí por la voluntad del pueblo, y que de aquí nos sacarán solo con la fuerza de las bayonetas”.

Louis XVI no se atrevió. En fin… no podía. Sus ejércitos ya se habían pasado al lado de la nación y no había ni un general que quisiera suicidarse abriendo fuego contra el pueblo francés. En fin, había uno… un cierto Napoléon Buonaparte. Pero –oportunista y astuto– Napoléon escogió reprimir a los monarquistas. Por la primera vez, una cierta nobleza recibió metralla en la calle. Lo que sigue da para otro cuento.

Como quiera que haya sido, los dos tercios de Versalles no lograron detener la Historia.

Luis Casado para La Pluma, 18 de octubre de 2021

Editado por María Piedad Ossaba

Fuente: Politika

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