Nosotros también vimos primero el desarrollo capitalista y luego las luchas obreras. Esto es un error. Debemos invertir el problema, cambiar el signo, partir del principio: y el principio es la lucha de la clase obrera.
Mario Tronti
Desde el siglo XIX, el internacionalismo ha sido uno de los pilares fundamentales de los movimientos revolucionarios, ya fueran antiesclavistas, obreros, anticoloniales u otros. El internacionalismo, como ampliación del campo de lucha más allá del Estado-nación, es una de las tres características principales de los movimientos comunistas, junto con la abolición de la propiedad privada y el desmantelamiento de la forma-Estado.
Londres, 1864: fundación de la primera Internacional
Sin embargo, si se considera la amplitud y la importancia de la historia de los movimientos inter o transnacionales (según se desarrollen entre o más allá de las fronteras nacionales), sorprende la riqueza del material empírico e historiográfico frente a una cierta pobreza en la teorización [1]. De hecho, se podría afirmar que el internacionalismo, como fenómeno histórico y político, está fundamentalmente infrateorizado. Cabe preguntarse hasta qué punto es posible desarrollar, si no una filosofía política, al menos una teoría social y política del internacionalismo. O, a la inversa, ¿podemos ir más allá e imaginar que existe una ontología y una epistemología específicas de los movimientos inter y/o transnacionales? Y entonces, más allá de las designaciones acostumbradas, ¿qué apelativo o apelativos son más apropiados: internacionalismo o transnacionalismo? ¿internacionalismo subnacional o transnacional (Van der Linden, 2010)? ¿Local o global (Antentas, 2015)? ¿Fuerte o débil (Antentas, 2022)? ¿Material o simbólico? ¿Revolucionario o burocrático? ¿Comunista o liberal? ¿obrero? ¿Feminista? ¿Antirracista? ¿Ecologista? ¿El internacionalismo es un medio o un fin en sí mismo? Y, por supuesto, la lista podría continuar [2]…
París, 14 de julio de 1889: fundación de la segunda Internacional
Sin embargo, lo que es muy significativo, hoy más que nunca -en un momento de gran crisis económica y social, cuando soplan de nuevo vientos de guerra entre las potencias mundiales, en un mundo pospandémico y sobrecalentado-, es el hecho de que la cuestión estratégica del internacionalismo vuelva al primer plano en el seno de los movimientos sociales y políticos: hay una conciencia creciente de que no se pueden derrotar estas fuerzas hostiles luchando en orden disperso, cada uno por su lado, confinados en el perímetro de nuestros Estados-nación, o permaneciendo anclados en los territorios, promulgando exclusivamente prácticas micropolíticas. Tenemos que ser capaces de intervenir al mismo nivel que estos procesos, que son por definición globales y planetarios. Para ello, debemos ser capaces de desarrollar razonamientos y prácticas que estén a la altura de los retos que plantean la geopolítica, los mecanismos de gobernanza, el mercado global, el cambio climático, etc. Pero en la historia de los movimientos radicales y revolucionarios, tales razonamientos y prácticas reciben el nombre de internacionalismo y, en menor medida, de cosmopolítica [3].
Por eso hoy parece más importante que nunca replantearse el internacionalismo. La buena noticia es que no partimos de cero. De hecho, la década de 2010 se ha visto salpicada por el estallido de numerosos levantamientos y revueltas contra las consecuencias radicalmente antisociales y antidemocráticas de las distintas crisis (económica, política, sanitaria, climática, etc.). La mala noticia es que la década actual y las venideras están y estarán cada vez más perturbadas por la intensificación de los enfrentamientos geopolíticos y la profundización de las tendencias hacia la catástrofe ecológica. Los futuros ciclos de lucha surgirán en un mundo cada vez más perturbado por claras contradicciones y antagonismos. Y se verán obligados a operar en este contexto cambiado. Lo que sigue, por tanto, no son más que nueve simples tesis, elaboradas a partir de algunas experiencias francesas y europeas, con el objetivo de poner de relieve lo que podrían considerarse los puntos fuertes y débiles de los movimientos globales de la década de 2010. Pretenden ser a la vez una pequeña y parcial contribución al debate político inmanente a estos movimientos, pero también un intento preliminar y no exhaustivo de enmarcar la cuestión del internacionalismo de una manera original, para releer a contraluz los doscientos años de historia de las luchas inter o transnacionales, desde las resonancias globales de 1789 hasta el ciclo altermundialista, pasando por las fechas simbólicas de 1848, 1917 y 1968 [4].
Moscú, 1919: fundación de la tercera Internacional
Tesis 1. Ontología I: Fábrica terrestre
Las luchas sociales y políticas están en el centro de la transición al Antropoceno. Como motores del desarrollo capitalista, son cruciales para comprender los procesos que definen las múltiples crisis ecológicas contemporáneas. Dicho de otro modo: la explosión de emisiones de CO2 a la atmósfera y la progresiva destrucción de la naturaleza están íntimamente ligadas a las luchas de clase y anticoloniales; son un “efecto colateral” de la respuesta capitalista a los impasses inducidos por las prácticas de resistencia y contrasujeción de los subalternos. El calentamiento global, por ejemplo, es el resultado de los antagonismos entre grupos humanos y, como tal, alimenta aún más las tensiones sociales, económicas y políticas. Esta es la idea básica de parte de la historiografía ecomarxista, su diagnóstico del presente y sus perspectivas de ruptura futura. El cambio de temperatura en la Tierra -provocado principalmente por el uso capitalista de combustibles fósiles- es un producto impuro de los conflictos sociopolíticos pasados y presentes. Tanto si se adopta una visión sincrónica y global como si se centra la atención en la Inglaterra (pre)victoriana, sigue estando claro que la lucha de clases ocupa un lugar central. De hecho, desde mediados del siglo XIX y en todo el mundo, la adopción de los combustibles fósiles como fuente de energía primaria de la acumulación de capital se ha impuesto por la fuerza como reacción al rechazo del trabajo y a la apropiación de la tierra por parte de los trabajadores y los colonizados; es la pugnacidad de los explotados lo que llevó al capital y a los gobiernos a introducir primero el carbón y luego el petróleo y el gas. Como muestran admirablemente Andreas Malm (2016) y Timothy Mitchell (2013), el paso del carbón al vapor hacia 1830 y del carbón al petróleo hacia 1920 se entienden mejor como proyectos políticos que responden a intereses de clase que como necesidades económicas inherentes a las duras leyes del mercado.
Lo que quizá estos estudiosos no destaquen lo suficiente es el hecho de que las medidas puestas en marcha por las clases dominantes para domar el conflicto han conllevado no sólo cambios socioenergéticos, mutaciones tecnoorganizativas y reconfiguraciones geoespaciales, sino también una socialización más consistente de las fuerzas productivas y una integración cada vez mayor de la naturaleza en las mallas del capital. De este modo, la Tierra -y no sólo la sociedad- se ha convertido cada vez más en una especie de fábrica gigante. Hoy en día, una cantidad cada vez mayor de relaciones sociales y naturales están directa o indirectamente subyugadas al capital. Desde la educación y la salud de la fuerza de trabajo hasta las innumerables externalidades positivas que proporcionan gratuitamente el medio ambiente, las plantas y los animales, hoy en día casi nada escapa a la lógica del beneficio. Y el dominio de la producción social sobre la reproducción natural está alterando los equilibrios de los ecosistemas hasta el punto de amenazar las condiciones mismas de la supervivencia de las especies. En consecuencia, el propio internacionalismo requiere una revisión radical. Si, en efecto, la globalización del comercio y de la producción ha constituido la base material del internacionalismo abolicionista y obrero, y si la dimensión global del imperialismo ha representado el escenario geopolítico del internacionalismo anticolonial, los efectos planetarios de las crisis ecológicas configuran a la Tierra entera como el teatro de los nuevos enfrentamientos en curso. Este cambio de paradigma, sin embargo, no implica simplemente una ampliación de la escala y una complejización del marco de referencia, sino que conlleva una verdadera revolución en nuestros hábitos de pensamiento y acción.
He aquí, pues, la primera tesis socio-ontológica a través de la cual puede elaborarse un internacionalismo adecuado a los retos que plantea el Antropoceno: dentro de la fábrica terrestre -resultado a su vez de anteriores ciclos globales de luchas- no sólo hay grupos opuestos de seres humanos que luchan entre sí, sino también seres no humanos y seres no vivos que participan plenamente en la tragedia histórica en curso. De hecho, la destrucción de ecosistemas, entornos, naturalezas, etc. en una parte del mundo produce cada vez más bucles de retroalimentación impredecibles con efectos catastróficos en regiones completamente distintas. Y los entornos y entidades perturbados por la huella humana son cada vez menos meros fondos inertes; su irrupción violenta en la escena política, como en el caso de la pandemia del Covid-19, suele polarizar aún más los antagonismos, sin abrir necesariamente escenarios halagüeños.
París, 1938: fundación de la cuarta Internacional
Tesis 2. Epistemología: Composición socioecológica
La inclusión del otro-que-humano no sólo en el tablero político, sino como tablero político da la vuelta a la tortilla, y no por poco. Entre otras cosas, esta convulsión general tiene una gran importancia para la vieja cuestión de la clase, su composición y organización. Según una “corriente caliente” del marxismo que va desde los escritos histórico-políticos de Marx hasta el operaísmo italiano, no hay clase sin lucha de clases. Este supuesto atribuye una primacía ontológica a la subjetivación política sobre las determinaciones socioeconómicas. Mario Tronti (2013) ha relatado esta epopeya antagónica, cuyos protagonistas -trabajadores y capital- encarnan los personajes míticos de una filosofía de la historia que culmina en la sociedad sin clases. Si la fe en un futuro radiante ya no parece apropiada, este enfoque relacional, dinámico y conflictivo de la realidad de clase sigue siendo válido hoy en día. Contrariamente a cualquier visión sociologizante y/o economicista, los operaístas nunca se han contentado con meras descripciones empíricas destinadas a diseccionar la ubicación objetiva de los sujetos en las estructuras sociales. Para ellos, el paso del proletariado a la clase obrera no se produjo automáticamente sobre la base de una simple concentración masiva de trabajadores en el seno de las grandes fábricas del siglo XIX. Al contrario, fue el resultado de un salto totalmente político-organizativo y autoconsciente. Para reconocer y explicar este cambio cualitativo, los operaístas forjaron el concepto de composición de clase, que aclara las diferencias materiales y subjetivas que caracterizan a la fuerza de trabajo y que deben tenerse en cuenta en la cuestión de la organización.
La composición de clase, en efecto, es la herramienta analítica y política que permitió, primero, a través de las indagaciones obreras, distinguir diferentes subjetividades dentro de la clase obrera (el obrero profesional, el obrero-masa) y, después, ampliar la pertenencia a esta categoría a subjetividades que iban más allá de la forma salarial clásicamente entendida (el ama de casa, el trabajador precario, etc.). De este modo, el concepto de clase dejó de ser una especie de paspartú político y discursivo para convertirse en un verdadero campo de batalla, atravesado por intereses materiales y perspectivas políticas no siempre conciliables. Si una actualización de la analítica de la composición de clase parece hoy más indispensable que nunca para comprender la multiplicación de las relaciones laborales y su interpenetración con las opresiones de género y raciales, ya no puede limitarse a los procesos de explotación y resistencia interhumanos. En los años siguientes, académicos y activistas fueron más allá de los análisis tradicionales de la composición técnica y política (relaciones de los trabajadores con las máquinas y las técnicas, y procesos de subjetivación política), y empezaron a hablar de composición social y espacial, para integrar las esferas de la reproducción social y la pertenencia territorial en la matriz composicionista. Esta innovación fue importante para pensar formas de solidaridad transnacional entre quienes viven y se oponen a lógicas de dominación de distinto tipo y a gran distancia un@s de otr@s. Hoy, sin embargo, es necesario ir un paso más allá. En efecto, como han ilustrado tan eficazmente Léna Balaud y Antoine Chopot (2021) a través de una enorme variedad de casos, no somos los únicos que practicamos la política de las revueltas terrestres. Por consiguiente, del mismo modo que el capital ha aprendido progresivamente a valorizar en términos monetarios no sólo la fuerza de trabajo, sino también las relaciones sociales más allá del lugar de trabajo y una miríada de elementos de la naturaleza humana y extrahumana, del mismo modo debemos aprender a valorizar políticamente no sólo nuestras singularidades colectivas, sino también la activación de poderes desprovistos de intencionalidad y cuya movilización no siempre produce efectos emancipadores.
Esto nos lleva a la segunda tesis: a partir de ahora, cualquier internacionalismo coherente y eficaz debe presentarse necesariamente como una cosmopolítica, basada en una comprensión ampliada de la agencia política o, como dice Paul Guillibert (2021), del “proletariado vivo”. Esta ruptura fundamental implica no sólo anclar la política a la ecología y la terrenalidad, sino también reconocer el núcleo híbrido de cualquier coalición, mucho más allá de lo que la interseccionalidad de las luchas ha sido capaz de concebir y practicar, con su articulación y sincronización de las interdependencias de clase, género y raza. En consecuencia, la subjetividad y la identidad de los colectivos implicados tendrán que permitirse una remodelación de raíz, ya que cualquier alianza de este tipo implica un replanteamiento drástico del antropocentrismo que ha caracterizado la política internacionalista y la cosmovisión histórico-natural de muchos movimientos sociales hasta la fecha. Tal es el enigma a resolver de la composición de clase socioecológica.
Tesis 3. Geopolítica: (Crítica de los) dualismos
En el siglo XX, la lucha de clases se elevó al nivel de un enfrentamiento geopolítico: primero con la transformación soviética en 1917 de la guerra mundial interimperialista en una guerra civil revolucionaria, después con las intervenciones occidental y japonesa en 1918 en la guerra civil rusa, y finalmente con la fundación en 1919 de la Tercera Internacional, o Internacional Comunista. Esta situación de guerra de clases global, a pesar de numerosos retrocesos y puntos de inflexión, cristalizó en la Guerra Fría, con la consolidación de las dos macrozonas en pugna y el posterior intento del movimiento de los no alineados de escapar a esta rígida bipartición del planeta. La configuración actual es en muchos aspectos drásticamente diferente, especialmente en lo que respecta a los temas del dualismo y la catástrofe. En efecto, con la perspectiva de una guerra nuclear siempre presente, la segunda mitad del siglo XX supuso la división del mundo en dos campos geopolíticos y la asignación de continentes y naciones a uno u otro. En cambio, el desorden mundial surgido tras el 11-S y el fin de la llamada pax americana ya no enfrenta a un bloque dirigido por los capitalistas liberales con otro alternativo, bajo cuya égida se supone que florecen fuerzas radical-progresistas o incluso revolucionarias. Por el momento, cuanto más nos adentramos en el Antropoceno, menos vemos en el horizonte grandes espacios capaces de catalizar procesos emancipatorios a gran escala. Treinta y cinco años después de la caída del Telón de Acero, el mundo se ha vuelto ciertamente menos unipolar, pero el lento declive de la hegemonía occidental ha ido de la mano de un escenario geopolítico cada vez más inestable, caótico y peligroso, en el que los pretendientes a una redefinición de las estructuras de poder se muestran cada vez más asertivos. De hecho, el parón en el desarme va ahora acompañado de una loca pugna por los preciados recursos y salidas comerciales, así como por el poder blando y duro, oscureciendo las perspectivas de transición hacia un modelo socioeconómico ecológicamente sostenible en el que las relaciones geopolíticas de poder estén más equilibradas.
La exacerbación de las tensiones interimperialistas en un mundo cada vez más multipolar, lejos de apoyar la formación de movimientos de resistencia/alternativos, puede no sólo reforzar las tensiones autoritarias de los capitalismos occidentales, sino acentuar aún más las tendencias belicosas y militaristas destinadas a redibujar las líneas de fractura geopolíticas de principios del siglo XXI. En semejante coyuntura mundial, es evidente que la (antigua) superpotencia usamericana y sus aliados ya no detentan el monopolio de la iniciativa a través de sus ejércitos militares (OTAN) y financieros (FMI): China y Rusia, así como numerosos otros países y actores no estatales, se sustraen cada vez más a los dictados occidentales, alimentando tendencias centrífugas que no conducirán necesariamente a una mejora de las condiciones de vida de las clases subalternas o de la habitabilidad del planeta. Por el contrario, los antagonismos geopolíticos en curso incitan cada vez a más Estados y empresas a la apropiación desenfrenada de materias primas y combustibles fósiles, al cruce de fronteras y a la invasión de espacios dentro y fuera de sus fronteras nacionales. Desde este punto de vista, no sólo las fronteras del capital y de la soberanía de los Estados se han alejado de la estrecha relación que mantenían durante la era moderna, sino que las repercusiones negativas de tales operaciones extractivas ya no afectan, como en el imperialismo tradicional, principalmente a las poblaciones locales, sino que tienen un impacto inmediato a escala planetaria. De hecho, las guerras actuales, incluso más que las del pasado, manifiestan una dimensión geoecológica, de la que las luchas antimineras de los pueblos indígenas constituyen a menudo el frente más avanzado. Aunque en su secular historia anticolonial no se han representado a sí mismas como ecológicas en sí mismas, adquieren un nuevo significado precisamente a la luz del calentamiento global.
Tercera tesis, por tanto: hoy el internacionalismo, en su dimensión constitutivamente antiimperialista, no puede sino teñirse de verde, puesto que en el Antropoceno la invasión de espacios y territorios ya no tiene lugar sólo manu militari, con medios anfibios y aéreos, sino que se realiza de forma mucho más insidiosa, ramificada y persistente a través de la contaminación de suelos, mares y cielos y de la devastación multiescalar de los equilibrios ecosistémicos. Este marco requiere al menos dos aclaraciones: 1. el abandono definitivo de la vieja lógica campista según la cual el enemigo de mi enemigo es mi amigo; de hecho, tenemos múltiples enemigos en guerra entre nosotros, dentro y fuera de las fronteras de los Estados-nación en los que vivimos y más allá de sus respectivas esferas de influencia geopolítica; 2. la necesidad de vincular las luchas territoriales contra el extractivismo, dondequiera que tengan lugar (América del Norte o del Sur, China o Rusia, Europa u Oceanía, África u Oriente Medio), a las de los migrantes climáticos y por la justicia medioambiental y climática. Pero esta triangulación virtuosa sólo puede realizarse a escala transnacional, mucho más allá de las fronteras de la llamada Nueva Guerra Fría.
29 países africanos y asiáticos independientes y observadores de varios movimientos de liberación de las colonias participaron en la Conferencia de Bandung (Indonesia) en 1955. En la foto el Mufti de Palestina Hay Amin Al Husaini con el Primer ministro chino Chu en Lai, que acababa de salir indemne del primer atentado aéreo de la historia.
Tesis 4. Geografía: composición espacial y circulación transnacional
Según la visión dominante, tras el colapso del socialismo real se habría establecido un juego de suma cero en el que “más globalización” equivaldría a “menos fronteras”. En esta perspectiva, la relajación de las barreras entre Estados nación (acuerdos de libre comercio, transferencias de tecnología, liberalización de la inversión extranjera directa, integración de los sistemas de producción, construcción de espacios institucionales supranacionales, etc.) señalaría irrefutablemente la erosión progresiva del significado de las fronteras. En realidad, desde la caída del muro de Berlín, las fronteras se han multiplicado y diversificado. Como demuestran brillantemente Sandro Mezzadra y Brett Neilson (2014), no solo las tendencias hacia la “desnacionalización” se han visto equilibradas por tendencias contrarias hacia la “renacionalización”, sino que las fronteras se han multiplicado y diversificado. Mientras que la desregulación financiera y económica ha ido de la mano del fortalecimiento de las fuerzas policiales y de seguridad, el mundo ha experimentado una explosión de espacios intra y transnacionales: zonas económicas especiales, corredores logísticos, distritos financieros, enclaves mineros, etcétera. En los intersticios entre estos lugares y a lo largo de las líneas de demarcación que trazan los contornos de las geografías sociales contemporáneas, la soberanía nacional tal y como se elaboró durante la modernidad se ha visto significativamente superada y los capitalismos contemporáneos han adoptado nuevas constituciones materiales. En la actualidad, el paisaje global no sólo parece inestable, sino también fundamentalmente compuesto y en constante reconfiguración. Además, la materialidad ontológica del capitalismo global actual ha superado las distinciones binarias entre Occidente y el resto del mundo, obligándonos a reconsiderar los supuestos epistemológicos de las teorías del mundo-sistema y las teorías del “desarrollo desigual y combinado”. En efecto, las descripciones de las relaciones geoeconómicas y geopolíticas del (neo)colonialismo y el (neo)imperialismo que proponen estos enfoques se basan la mayoría de las veces en una concepción rígida de la división del trabajo entre naciones, o incluso en dicotomías topográficas que oponen directamente el “centro” a las “periferias” o “semiperiferias”. En cambio, la fase más reciente de la globalización está generando un nuevo entrelazamiento de lo que durante mucho tiempo ha estado rígidamente jerarquizado, a saber: una tendencia a convertirse en Norte de (ciertas partes de) Sur y una tendencia a convertirse en Sur de (ciertas partes de) Norte.
Este trastorno geográfico no tardó en manifestarse en el plano político. Desde el punto de vista de la composición espacial y la circulación transnacional de las luchas, los movimientos de la década de 2010 consiguieron romper cualquier esquema rígido entre el Norte global y el Sur global, una distinción que, como hemos dicho, en parte está cada vez más obsoleta para la propia acumulación de capital. Las ocupaciones de las plazas, por ejemplo, partieron de la costa sur del Mediterráneo [Gdeim Izik, en el Sahara occidental ocupado, octubre de 2010, NdT] y circularon por gran parte del Magreb y Oriente Medio, luego por Grecia y España, para finalmente cruzar el océano Atlántico y llegar a USA, antes de resurgir dos años después en Turquía y Brasil [y más tarde en Hong Kong y Chile, NdT]. El nuevo movimiento global de mujeres tuvo una trayectoria similar: nacido en Polonia y Argentina en otoño de 2016, pronto llegó a USA, España e Italia, luego a Turquía y a muchos otros países latinoamericanos, antes de estallar en el fenómeno global #metoo. E incluso si tomamos un caso sui generis como el de los Chalecos Amarillos, podemos ver cómo las geografías tradicionales de la política francesa han dado un vuelco: la movilización surgida de las zonas periurbanas, de los suburbios cercanos y difusos (los márgenes interiores de la República) fue acogida inmediatamente con gran entusiasmo en los territorios de ultramar (los “restos” del imperio colonial), y luego -especialmente durante las manifestaciones de los sábados- en los corazones dorados de todas las ciudades francesas más grandes. Además, se puede extraer una lección similar de un levantamiento extraordinario como las protestas contra la violencia policial en USA en la primavera de 2020: en el mismo “corazón” del imperio, las personas racializadas tienen que luchar contra el legado aún vigente de la esclavitud, es decir, el carácter estructural del racismo y la supremacía blanca.
La cuarta tesis podría expresarse así: la vieja coincidencia establecida por el operaísmo entre composición técnica y composición política (Lenin en Inglaterra), así como el viejo credo leninista/tercermundista, ya no son pertinentes; ahora no podemos pensar en apostarlo todo políticamente en el “punto más avanzado del desarrollo capitalista” o, por el contrario, en el “eslabón más débil del mando imperial”. La composición espaciotemporal del capitalismo contemporáneo exige un cambio de perspectiva. Los casos citados nos muestran que, a partir de ahora, ya no podemos establecer a priori un lugar (el Norte o el Sur, el Oeste o el Este, la metrópolis o el “campo”) como el espacio privilegiado del que surgirán las luchas. El mundo actual es mucho más complejo e interconectado que en el pasado, y lo mismo cabe decir de la composición espacial y la circulación transnacional de las luchas.
La Habana, 1966: fundación de la OSPAAAL (Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina)
Tesis 5. Ontología II: Sobre la dialéctica particular/universal
El capital es una fuerza histórica homogeneizadora y diferenciadora a la vez; desde los albores de la modernidad, se ha desarrollado a escala mundial mediante operaciones universalizadoras que, sin embargo, nunca reducen los territorios y las subjetividades sobre los que ejerce su poder a una uniformidad completa. Al contrario: el capital produce tanto identidades como singularidades; es una relación social general que se expresa de formas específicas según los contextos histórico-geográficos y político-económicos. En este sentido, el capital manifiesta una tendencia totalizadora sin dar lugar nunca a una verdadera totalidad, plenamente realizada y encerrada en sí misma. De hecho, se caracteriza constitutivamente por una íntima conexión con lo externo, con lo que le excede y se encuentra fuera de él. Y son precisamente estas exterioridades las que fundamentan la contingencia y la heterogeneidad en las que se encarna de vez en cuando. Su poliedricidad viene dada, pues, por su capacidad de adaptarse a la variedad de situaciones, aprovechando la omnipresente diversidad de factores objetivos y subjetivos a los que se enfrenta. A través de sus continuos empujes expansivos -extensivos (u horizontales) e intensivos (o verticales)- tiende constantemente a absorber y producir nuevos espacios, recursos y entornos, al tiempo que subyuga, en la medida de lo posible, nuevas fuerzas de trabajo (Silver, 2008). De hecho, si no encuentran resistencia, las espirales tridimensionales de valorización crecen cada vez más hacia el exterior y más densas hacia el interior. Sin embargo, las fronteras móviles del Gesamtkapital |capital total], en su incesante necesidad de absorber nuevos elementos naturales, sociales y humanos, encuentran límites a su crecimiento. Pero estos límites no siempre y únicamente vienen determinados por contradicciones objetivas e inmanentes -cambios en la composición orgánica, obsolescencia tecnológica y organizativa, agotamiento de determinados mercados, diferentes formas de competencia, etc.-. También pueden trascender, aunque sea parcialmente, estas contradicciones y adquirir un carácter subjetivo y político.
Como relación social, el capital está de hecho entrelazado por definición con la “otredad”. La fenomenología de sus “otros” es bastante copiosa: una naturaleza cada vez más historizada, toda una serie de campos, esferas y dominios sociales que se resisten a la mercantilización más completa, pero también y sobre todo la vida laboral y los comportamientos insubordinados. Ahora bien, durante la última década, hemos asistido a la emergencia en la escena mundial de diferentes ciclos de movilización que han retomado a su vez la dialéctica de lo particular y lo universal que caracteriza, tanto lógica como históricamente, la acumulación capitalista. De hecho, en muchos casos durante los últimos diez años, los movimientos han tratado de unir luchas específicas con proyectos de transformación social más amplios. Ya se trate del derrocamiento de un tirano, de la oposición a una reestructuración social austeritaria, de la revuelta contra los efectos de la especulación financiera, de la protesta contra un plan de reurbanización, de la contestación al aumento de los costes del transporte público, de la lucha contra la violencia sexual y de género, de la batalla para eludir los regímenes fronterizos, o de la frustración generalizada ante el “alto coste de la vida”, la injusticia fiscal, la brutalidad policial, la corrupción del sistema político, el negacionismo climático y pandémico, etc., los movimientos surgidos a lo largo de los años se han unido de diversas maneras, los movimientos que surgieron durante la década de 2010 trataron de ir más allá de los marcos (más o menos estrechos) de sus luchas específicas para desafiar la crisis del sistema capitalista en su conjunto y sus consecuencias antisociales, antidemocráticas y antiambientales. A pesar de todas sus limitaciones y dificultades, muy a menudo han sido capaces de mostrar el carácter estructural de las formas de dominación contra las que luchan, permaneciendo siempre capaces de elevar la generalidad de las perspectivas políticas a partir de reivindicaciones específicas.
Quinta tesis: esto nos muestra cómo ninguna instancia puede a priori aspirar a ocupar el centro del escenario, determinando los ritmos y las apuestas de las revueltas y empujando a todo el mundo a recomponerse en torno a ella: los derechos sociales y políticos, por supuesto, pero también las tan cacareadas políticas identitarias o, más aún, las múltiples facetas de la crisis ecológica: cada una de estas causas, al calor de los acontecimientos, puede de hecho constituir un punto de encuentro en torno al cual lanzar amplias dinámicas de movilización… ¡potencialmente capaces de provocar una ruptura histórica! Por tanto, lo que hay que considerar son las fuerzas y las limitaciones/debilidades de los movimientos realmente existentes, examinando en detalle y desde un punto de vista radicalmente inmanente la particularidad de cada situación concreta, sin lamentar los buenos tiempos en los que los movimientos sociales y revolucionarios se atrevían realmente a asustar al Estado y a herir al capital.
Lanzado en Porto Alegre (Brasil) en 2001, el Foro Social Mundial pretendía ser una alternativa al Foro de Davos y reunir a movimientos sociales de todo el mundo. A lo largo de los años, cayó en las manos de burócratas, corruptos y partidos políticos, que tienen poco que ver con las luchas revolucionarias. Sus fundadores, los dirigentes del Movimiento de los Sin Tierra, lo abandonaron para crear otra estructura, juntos…con el papa Bergoglio…
Tesis 6. Práctica I: Resistencia y prefiguración
Estas observaciones nos llevan a retomar cuestiones que han acosado durante mucho tiempo a las fuerzas revolucionarias de los siglos XIX y XX: por ejemplo, la oposición entre reforma y revolución, la articulación entre táctica y estrategia, la relación entre sindicatos, partidos y movimientos sociales. ¿Cómo se ven hoy el papel y la consistencia de la idea de democracia, ante la profundización de las crisis, el ascenso de la extrema derecha y el giro autoritario del Estado? ¿Cómo obliga un mundo pandémico sometido a un calentamiento global acelerado a repensar la relación entre prácticas antagonistas e instituyentes? ¿Hasta qué punto los escenarios de guerra permanente y la nueva situación geopolítica nos obligan a plantear los problemas prácticos y organizativos de nuevas maneras? Estas cuestiones contribuyen a delinear un paisaje dramático en el que la política del antipoder y la política de la toma del poder deben repensarse a la luz de la urgencia crónica, único horizonte insuperable de nuestro tiempo. No es casualidad, por tanto, que los movimientos sociales contemporáneos traten de trabajar en la dirección de una pluralización de perspectivas, entrelazando, por un lado, las luchas sociales, políticas, ecológicas, transfeministas y decoloniales del Norte global con las del Sur global y, por otro, combinando diferentes repertorios de acción: manifestaciones, huelgas, bloqueos, acampadas, ocupaciones, levantamientos, sabotajes o campañas electorales.
Y de hecho, durante la última década, los movimientos antirracistas, por ejemplo, no han dudado en experimentar con una multiplicidad de tácticas (confrontación con las fuerzas del orden, disturbios, saqueos, incendios provocados, pero también ocupación de espacios públicos, constitución de asambleas basadas en la democracia directa, juicios para obtener verdad y justicia), para desvelar las múltiples capas del racismo (en los lugares de trabajo, las escuelas, las prisiones, el acceso a la atención sanitaria, la vivienda, etc.), empezando por los asesinatos de hombres jóvenes no blancos a manos de la policía. En cuanto a los levantamientos populares de 2018-19, la mayoría de los cuales fueron desencadenados por el aumento de los precios de los bienes y servicios básicos, los picos insurreccionales, los bloqueos de la economía y las metrópolis, y la invención de formas horizontales de autoorganización fueron capaces de mantener unidas la conflictividad y el contrapoder, exigiendo más dinero y reapropiándose de la política. Lo mismo puede decirse de diversos movimientos transfeministas y ecologistas: la voluntad de oponerse al patriarcado o de luchar contra la explotación indiscriminada de la naturaleza no sólo no excluye, sino que anticipa la auténtica liberación del deseo y la experimentación concreta de formas alternativas de vida cotidiana, en las que las interacciones interpersonales y las relaciones con el medio ambiente y los demás seres vivos no reproduzcan las lógicas de poder imperantes en la actualidad. Estas expresiones de resistencia y alternativa, de ofensividad y autodefensa, de creación de vínculos y construcción de espacios de autonomía, constituyen ejemplos muy concretos y productivos de poder político, que se realizan en la combinación de dos lógicas en gran medida complementarias: 1. la eficacia inmediata de la oposición al Estado, la patronal y las fuerzas del orden; 2. el trabajo de construcción, a corto/medio plazo, de espacios de autonomía y lugares capaces de experimentar contrainstituciones no soberanas y anticapitalistas, en los que organizar espacios de concentración difusa de la fuerza.
He aquí, pues, la sexta tesis: en la mayoría de los casos, para los movimientos sociales contemporáneos, la necesidad de resistir a múltiples relaciones de dominación (en casa, en el trabajo, en la calle, en los barrios, en los territorios, etc.) no está disociada del deseo de afirmar nuevas formas de vivir en el mundo y con los demás, lo que alude, aunque sólo sea implícitamente, a la disolución de muchas dicotomías que han estructurado la tradición revolucionaria, como las existentes entre centralización y descentralización, unidad y diversidad, macropolítica y micropolítica, partido y movimiento, organización y espontaneidad, hegemonía y autonomía, etc. Sin embargo, con demasiada frecuencia esta indicación se inclina a favor del segundo polo de las díadas. En efecto, en su propio despliegue, los movimientos recientes requieren la puesta en marcha, aquí y ahora, de prácticas que prefiguren un futuro emancipado, renunciando a la vieja subordinación de los medios a los fines o a la jerarquización de los motivos de lucha.
Valla cubana
Tesis 7. Prácticas II: Procesos de subjetivación e investigación militante
Estas últimas tesis no implican que los movimientos sociales no puedan ser criticados, ni que todas las reivindicaciones que hacen sean equivalentes. Se trata más bien de seguir su dinámica desde dentro, participando activamente en su autodesarrollo a través, por ejemplo, de la clarificación de razones y objetivos y de la consolidación de vías de movilización. En este sentido, es de gran utilidad la práctica de la indagación militante, cuyo papel consiste en un proceso de transformación mutua de la subjetividad en lucha y el contexto material. Practicar la investigación militante significa mantenerse siempre fiel a la singularidad de la contingencia o, dicho de otro modo, desarrollar un enfoque radicalmente materialista y fundamentalmente pragmático, rechazando cualquier tipo de apriorismo político, ya sea vanguardista, sabelotodo o identitario. Con la investigación militante, la atención se centra en los procesos de subjetivación, preguntándose: ¿qué impulsa a los sujetos a dejar de someterse pasivamente a las condiciones que se les imponen y a reaccionar, a hacer algo juntos, a asumir prácticas de lucha más conflictivas, a poner en marcha formas de organización más avanzadas? O, cuando el conflicto no es abierto y explícito, cuando sólo se encuentran huellas sutiles o indirectas de resistencia: ¿cuáles son las dinámicas a través de las cuales se interioriza la norma? ¿Qué lleva a los individuos o grupos a aceptar, reproducir pasivamente o incluso promover activamente relaciones o condiciones de sometimiento? En ambos casos, la subjetividad es una cuestión de lucha. Desde este punto de vista, lo que (más) importa no es (tanto) la afinidad política que precede al momento del encuentro, sino el camino que se recorre juntos. Cómo coevolucionan, qué se aportan mutuamente, qué aprenden unos de otros y qué hacen por el camino.
Por tanto, no es (sólo) la posición ocupada dentro de las relaciones sociales lo que convierte a un grupo en un sujeto político privilegiado. Del mismo modo que la clase no es un dato sociológico, el trabajo (asalariado) -a pesar de su innegable centralidad- no agota el terreno del conflicto: un estudiante, un parado o un trabajador precario que lucha con determinación pueden valer mucho más, en términos políticos, que un obrero adicto al trabajo y en huelga que ocupa un nodo vital en el proceso de acumulación. Además, es el conjunto de las condiciones materiales de vida lo que parece decisivo, aunque el trabajo, en sus múltiples avatares, conserve un lugar que no se puede ignorar. En consecuencia, es necesario no separar “esfera de producción” y “esfera de reproducción” o luchas “económicas”, “sociales”, “políticas” y “ecológicas”, sino trabajar en la acumulación de conocimiento crítico y en la expansión del antagonismo. Y de nuevo, recientemente la cuestión de la combinación de las luchas contra la explotación y las luchas contra la dominación ha sido abordada de forma estimulante por numerosos movimientos sociales. Sin hacernos ilusiones sobre las relaciones de poder realmente existentes, las movilizaciones contemporáneas han dado algunas señales valiosas. Ya sea en Túnez, El Cairo, Atenas, Madrid o Nueva York, la batalla “económica” contra la pobreza absoluta, el desmantelamiento del Estado del bienestar, el desmoronamiento del mercado laboral o el dogal de la deuda no se ha disociado de la necesidad y el deseo “político” de tomar en sus manos las decisiones relativas a la producción y reproducción de las condiciones materiales de la vida colectiva. Con la huelga transfeminista global asistimos a la transposición a la esfera económica del cese temporal de toda actividad laboral -monetizada o no, como el trabajo doméstico o el trabajo afectivo y sexual- de cuestiones de género como el aborto, la violación, el feminicidio, etc. Lo mismo ocurre con las marchas por el clima: estudiantes de medio planeta se abstuvieron de sus compromisos escolares los viernes para sacudir a la opinión pública mundial y a la comunidad internacional, instándolas a no esconder la cabeza ante la urgencia y la gravedad de las múltiples crisis ecológicas. Desde un punto de vista militante, en todos los casos la tarea principal consiste pues en impulsar cada vez más los procesos de subjetivación, radicalizando los niveles de conflicto, ampliando el espectro de las reivindicaciones, profundizando en el cuestionamiento de las relaciones existentes y vinculando las distintas luchas y sus respectivos núcleos. La práctica de la indagación militante, dedicada a la coproducción de conocimiento partidario, se revela altamente constructiva. Frente a cualquier visión pastoral o concienciadora de la política, el método de investigación militante propone un enfoque procesual en el que lo que está en juego es la autotransformación de las subjetividades a través de su propia actividad de transformación del mundo que las rodea. No se trata, por tanto, de instruir a los dominados, de enseñarles lo que ya saben muy bien para que lo experimenten en la vida cotidiana y puedan cambiar sus ideas y formas de pensar, sino de crear juntos las condiciones materiales y subjetivas para que se comporten de otra manera.
Séptima tesis: la subjetividad es y sigue siendo un campo de batalla. En consecuencia, sólo construyendo interioridades a las luchas y estableciendo una presencia que pueda arraigar en los lugares donde vivimos y trabajamos -una presencia que pueda reproducirse a lo largo del tiempo- podremos mejorar nuestra capacidad de hacer que los procesos de (contra)subjetivación sean cada vez más virtuosos, fuertes y duraderos. Pero nuestro poder común de pensar actuando y de actuar pensando se nutre de los análisis, narrativas y conocimientos prácticos hechos por y para las luchas. Por eso, la producción y circulación de las diferentes experiencias de lucha (sus prácticas, símbolos, imaginarios, consignas, pero también sus derrotas, puntos ciegos, etc.) constituyen un momento previo y complementario para cualquier intento de transición hacia una sociedad poscapitalista.
Mural del artista callejero Zoo Project (Bilal Berreni, 1990-2013) en Túnez
Tesis 8. Organización I: Poder compensatorio – Doble poder
De lo dicho hasta ahora se desprenden varios caminos. El más decisivo, sin embargo, se refiere a la profundización en el plano organizativo. La gravedad de la situación actual, con su concatenación de crisis de alcance abismal, reactiva la perspectiva política altamente trágica del poder dual. En efecto, el poder dual no sólo constituye una alternativa viable a la ambigüedad de los planteamientos populistas y a la lenta reactivación de la variante reformista, sino que también destaca en un horizonte de crítica a la soberanía y a la centralidad del Estado-nación como el que se desprende de estas breves consideraciones. Además, permite combinar y federar la gran variedad de sensibilidades y orientaciones que animan a los movimientos contemporáneos, reforzando sus vínculos transnacionales. En la intersección de la política autónoma y la política institucional, la perspectiva del poder dual ofrece una salida a los callejones sin salida en los que han caído casi todas las experiencias radicales surgidas durante la década de 2010. Ninguna de ellas, por muy disruptiva o masiva que haya sido, ha conseguido hasta ahora marcar un avance duradero: ni las disrupciones obreras de las cadenas globales de valor, ni las irrupciones de las insurgencias BLM o Chalecos Amarillos; ni el pacifismo ecológico del Norte global, ni las luchas sindicales, indígenas y campesinas del Sur global; ni las huelgas feministas, ni los éxodos migratorios; ni la asamblea constituyente chilena, ni las hipótesis progresistas de la izquierda europea, norteamericana y latinoamericana.
Hoy en día, por supuesto, los Estados están cada vez más bajo el control de organismos supra, inter y transnacionales y están cada vez más sujetos a las limitaciones de los acuerdos de gobernanza, los actores políticos y los procesos económicos que trascienden sus fronteras. En consecuencia, parece ilusorio considerarlos como el campo de batalla prioritario de las dinámicas de liberación. Sin embargo, esto no significa que haya que desinvertir a priori este espacio de cualquier compromiso político para atrincherarse en un puro “afuera”, a una distancia segura de esta máquina reivindicadora de toda pulsión y vía de emancipación. Hoy más que nunca no podemos pensar en replegarnos en el perímetro del Estado-nación, convirtiéndolo en la única línea de defensa de un anticapitalismo coherente. Pero tampoco podemos pensar que podemos afectar realmente a macrofenómenos como las guerras (inter)imperialistas o el calentamiento global sin la contribución de palancas estatales o supraestatales. De lo que se trata es de encontrar una forma constituyente de aglutinar y organizar políticamente la pluralidad de demandas expresadas por la multiplicación subjetiva de las situaciones de trabajo y de vida, construyendo, fortaleciendo, experimentando y articulando contrapoderes capaces de cubrir varios frentes a diferentes escalas: dentro y contra el aparato estatal, fuera y como alternativa a él, fuera y contra él. Desde los barrios obreros a los espacios fronterizos, pasando por los lugares de vida, de formación, de trabajo, de información, etc., todo “realismo revolucionario” (Rosa Luxemburgo) debe buscar y practicar la consolidación mutua entre instancias heterogéneas de liberación en un marco ontológico-político que haga saltar por los aires posturas de mero principio. Ni vertical ni horizontal, como diría Rodrigo Nunes (2021).
De hecho, desde una perspectiva histórica, los movimientos revolucionarios siempre han concebido el doble poder como una forma de preparar el terreno para una sociedad poscapitalista. En la perspectiva socialista, el poder dual da lugar a una transición larga y gradual; mientras que, en la perspectiva comunista, la transición se acelera y se completa mediante una ruptura insurreccional. Por el contrario, siempre siguiendo a Mezzadra y Neilson (2021), sería necesario redefinir la cuestión del poder dual en términos de teoría de la organización: se trataría entonces de constituir un andamiaje político estable capaz de reforzarse y desplegarse mediante la proliferación de núcleos de poder compensatorios. El poder dual, pues, como arquitectura permanente de autoorganización de los movimientos y de gobernanza de la sociedad, ramificándose a través de una densa red de contrapoderes. Aunque en forma embrionaria, es este legado el que aporta los éxitos parciales y las grandes derrotas de los ciclos de lucha de la década de 2010. Los recientes levantamientos han tenido la capacidad de hacer circular consignas, poner en marcha prácticas y acumular experiencias subjetivas, organizativas y discursivas que han sacudido a gobiernos de todo el mundo, pero no han sido capaces de interrumpir la profundización de las tendencias de crisis, ya sean financieras, sociales, geopolíticas, sanitarias o climáticas. Por ejemplo, tras la primera ronda de conflagraciones, asistimos a importantes luchas laborales y levantamientos antirracistas, acompañados de políticas estatales e institucionales muy contradictorias, al menos hasta la recalibración de la gobernanza capitalista de la pandemia. En este sentido, Alberto Toscano (2021) y Panagiotis Sotiris (2021) han hablado de biopoder dual. Esta perspectiva, anclada en la esfera de la reproducción (salud, educación, vivienda, etc.), contiene en sí misma las trazas germinales de una contraestrategia antagónica a la soberanía estatal y la gobernanza neoliberal, al estar enteramente centrada en las luchas sociales y el conocimiento democrático. Más ampliamente, desde el legado de las Panteras Negras en los centros de las ciudades hasta la invención de nuevas instituciones y formas de autogobierno en Chiapas y Rojava, pasando por las prácticas de contraconocimiento de ACT UP, la defensa de la tierra por parte de las comunidades indígenas, etc., tales experimentos muestran importantes fortalezas, pero también hacen explícitos los límites que hay que superar. Por un lado, pueden constituir el corazón palpitante de una actividad ya en marcha para desmantelar las relaciones sociales capitalistas y las formas de vida que les son inherentes. Y también pueden inducir rupturas políticas de diversa índole: desde secesiones territoriales hasta la autonomía de determinados sectores sociales, pasando por opciones electorales sólidas y radicales. Por otro lado, sin embargo, con demasiada frecuencia estas experiencias no llegan a las más altas esferas de la política y carecen de coordinación transnacional, por lo que no consiguen afectar realmente a las fuerzas inerciales que reproducen las desigualdades sistémicas. En este sentido, las amenazas pandémicas y climáticas, así como el espectro de la escalada militar y el rearme nuclear, hacen aún más evidentes las carencias de estas imprescindibles experiencias. Por tanto, si quieren seguir teniendo voz en un mundo al borde del desastre, no les queda más remedio que ir más allá de sí mismas.
Tesis número ocho: la elaboración y realización de la perspectiva política del poder dual concierne al aumento de poder producido por la multiplicidad y heterogeneidad de los contrapoderes; o, dicho de otro modo, a la expansión de las fronteras de los procesos de liberación que los diferentes contrapoderes -y sus acciones recíprocas- aspiran a/deben determinar. De ahí: el contrapoder como precondición y horizonte del poder dual. A este respecto, una doble aclaración. En lo que respecta a los poderes compensatorios desde abajo, no deben ser meramente fines en sí mismos en su potencial para prefigurar relaciones verdaderamente emancipadas, sino que también deben desempeñar un papel crucial a la hora de desafiar el orden existente. Por el contrario, los contrapoderes que operan a nivel meso y macropolítico deben seguir siendo siempre variables dependientes y funcionales a los procesos de liberación, pues de lo contrario corren el riesgo de esclerotizarse en dinámicas autorreferenciales, burocráticas e instrumentales, condenándose a perder, tarde o temprano, cualquier impulso transformador.
Tesis 9. Organización II: Alianzas transnacionales
Algunas de las experiencias más significativas de la década de 2010 tuvieron lugar y se coordinaron a una escala eminentemente transnacional, desde las huelgas transfeministas hasta las marchas por el clima, desde los éxodos de migrantes hasta las redes de ayuda y acogida. Esto no implica, ipso facto, su éxito. Sin embargo, es indiscutible que el eco mediático y las (débiles) estructuras organizativas a través de las cuales se han desarrollado se han beneficiado de esta trascendencia de las fronteras nacionales. Otros movimientos, como BLM o las ocupaciones de las plazas, han producido resonancias más allá de su propio país, reforzando las luchas sobre cuestiones similares en otros lugares. Otros, como los levantamientos populares que jalonaron el bienio prepandémico, imitaron los estilos, prácticas y reivindicaciones de unos y otros, inspirándose y citándose mutuamente, pero sin encontrarse realmente en un terreno común. Otras, como la increíble huelga agraria en la India en 2019 (la mayor huelga de la historia de la humanidad), o más recientemente las luchas de los trabajadores chinos contra las políticas de cero Covid, o las protestas de las mujeres iraníes (y de la generación más joven) contra el régimen de Teherán, por poderosas y perturbadoras que hayan sido, no han logrado desencadenar auténticos procesos de solidaridad, material y simbólica, en otros lugares. Estos nudos sin resolver nos empujan a plantear la cuestión, teórica y organizativa, de la sincronización y federación de las diferencias, renovando la práctica política de las alianzas. Si, en efecto, tras los fracasos del periodo posterior a 2008, la cuestión política primordial consiste en 1. la intensificación de la pluralidad de luchas que han pasado a primer plano y 2. su vinculación a partir de sus autonomías respectivas, entonces la perspectiva de una proliferación, vinculación y sincronización dinámicas de los centros de lucha, es decir, el refuerzo, la propagación y la armonización de las luchas a partir de distintos focos de movilización, constituye un horizonte fundamental del trabajo político contemporáneo. Dicho de otro modo, el internacionalismo implica siempre, por definición, la capacidad política de traducir orgánica y discursivamente diferentes luchas y reivindicaciones a través de espacios, escalas y subjetividades heterogéneas.
En efecto, la autonomía relativa de cada una de las estructuras de dominación, su irreductibilidad mutua, no exige en modo alguno el sacrificio de un componente a expensas de los demás. Al contrario, revela su simultaneidad, abriendo una política de articulación (Hardt, Negri, 2020). Este enfoque se declina espacialmente de dos maneras diferentes pero entrelazadas, dependiendo de si los procesos organizativos son a escala local o transnacional. En el caso de las alianzas locales, esto implica no separar las opresiones de género-raza-sexo de la explotación laboral, sin limitarse a sumar las diferentes formas de dominación: como trabajador + mujer + negro + lesbiana, yendo en busca de las subjetividades más explotadas/oprimidas. El quid de la cuestión no es imaginar alianzas externas o simples coaliciones entre una pluralidad de subjetividades dispares, cada una de las cuales apoya las luchas de las demás sin dejarse transformar íntimamente por ellas desde dentro. Se trata de tener en cuenta que la clase está conformada por las dimensiones de raza, género, sexo, desigualdades espaciales y medioambientales, etc., y que las luchas ecologistas, transfeministas, antirracistas, etc. son constitutivas de la clase (lucha). He aquí lo que Sadri Khiari llamó primero “internacionalismo doméstico” y luego “internacionalismo decolonial” (2013), y lo que Angela Davis, en un registro algo diferente, denominó “interseccionalidad de las luchas” (2016). En el caso de las alianzas transnacionales, en cambio, se trata sobre todo de construir a distancia redes de apoyo activo a las dinámicas en juego, a partir de las reivindicaciones que les son inherentes. Desde las cuestiones alimentarias, sanitarias y humanitarias que agitan cada vez más vastas regiones (no solo) del Sur global, hasta los levantamientos basados en reivindicaciones más clásicas como el trabajo, los ingresos, la justicia, la democracia, etc.: las subjetividades implicadas no solo no pueden permanecer intactas, sino que deben seguir el ritmo juntas.
Novena tesis: una coalición interseccional y una alianza transnacional son espacios de composición para una multitud heterogénea de personas, cuya sintonía es vital para la renovación del internacionalismo en la actualidad. En efecto, es precisamente sobre la base de la irreductible pluralidad y diversidad de las subjetividades que luchan contra el estado de cosas existente donde se plantea el enigma organizativo de las a-sincronicidades a acordar: de este nudo depende no sólo el desarrollo del capital, sino también el del anticapitalismo. Dicho esto, un internacionalismo a la altura de los retos del presente debe ser capaz de evitar siempre el doble escollo del historicismo y la cínica priorización de objetivos que han caracterizado a muchas experiencias del siglo XX (Chatterjee, 2016). A pesar de sus innegables limitaciones y fracasos, no cabe duda, sin embargo, de que los experimentos altermundistas de principios de la década de 2000 y la multitud de levantamientos de 2010 ofrecieron una oportunidad concreta para repensar las prácticas de solidaridad y alianza política más allá de las especificidades de las condiciones de vida y de trabajo y más allá de las fronteras de los Estados-nación individuales. Como el lienzo de una polifonía que aún se está escribiendo, ayudan a prefigurar lo que puede y debe ser el transnacionalismo en el siglo XXI.
Notas
[1] Hay muchas historias de las tres (o cuatro) internacionales y del movimiento de los no alineados, como hay muchos libros que relatan o analizan episodios singulares y experiencias significativas del internacionalismo: desde la guerra de España a las luchas de liberación nacional, pasando por las revoluciones que marcaron el siglo XX, el papel de los distintos partidos comunistas, el panarabismo, el panafricanismo, etc., o, más recientemente, el zapatismo, el altermundialismo, las luchas de l@s migrantes, los levantamientos sacudieron la década de 2010, la mayoría de los cuales se expresaron a escala transnacional. Es simplemente imposible enumerar las fuentes aquí. Para la mejor literatura sobre la década de 2010, uno puede referirse, entre otras cosas, para las primaveras árabes a la obra de Asef Bayat, en particular (2017), a Kim Moody (2017) para la nueva situación de las luchas laborales (con un fuerte enfoque en los USA) a Verónica Gago para las huelgas transfeministas (2021), a Andreas Malm (2022) para los movimientos ecologistas, a Sue Clayton (2020) para el activismo desencadenado por la llamada crisis migratoria en Europa, y a Cedric Johnson (2023) para una crítica inmanente de Black Lives Matter.
[2] Aunque una serie de nodos conceptuales se repiten en el texto -como los existentes entre global, planetario y terrestre, interseccionalidad y (re)composición, universalidad y diferencia-, el objetivo de las tesis no es ahondar en estos debates teóricos (a los que volveremos en breve), sino aportar algunos elementos de razonamiento para establecer una discusión política sobre el internacionalismo en la actualidad.
[3] Para una brillante discusión sobre el legado del internacionalismo histórico y el cosmopolitismo, véase Balibar (2022). Según Balibar, el universalismo defendido por el primero se remonta a la figura del proletariado teorizada por Karl Marx y encuentra en la lucha de clases su piedra angular; el universalismo defendido por el segundo, en cambio, tiene en Kant a su padre espiritual y encuentra en la hospitalidad del extranjero su encarnación paradigmática. Para Balilbar, en la medida en que no se excluyen mutuamente, las dos tradiciones deben intensificar su diálogo y encontrar formas de articularse. El internacionalismo, de hecho, puede proporcionar una mayor coherencia conflictiva y organizativa; mientras que el cosmopolitismo puede ayudar a desarrollar una mayor sensibilidad hacia el otro, y hacia la dialéctica de la diversidad y lo común que conlleva. El acontecimiento pandémico, con su carga de contagio y mortalidad, haría entonces aún más apremiante el encuentro entre estos dos enfoques. Sin embargo, la posición de Balibar, por original y fuerte que sea, no tiene debidamente en cuenta la gravedad y la novedad de la crisis ecológica, limitándose a un análisis de la pandemia.
[4] Como sostiene Perry Anderson (2002) en el que es uno de los mejores artículos sobre el tema, cualquier análisis de las diversas experiencias que han marcado la historia -gloriosa e infame- del internacionalismo no puede dejar de tener en cuenta las formas, operaciones y geografías del capital coetáneas a ellas. El artículo de Anderson es sumamente instructivo e inspirador, pero puede criticarse al menos por dos razones, que constituyen el núcleo teórico y político del enfoque desarrollado en estas páginas. En primer lugar, el hilo conductor de la reconstrucción de Anderson es decididamente historicista y lineal: comienza con la Primera Internacional de los Trabajadores, continúa con la Segunda Internacional de los principales partidos socialistas y sindicatos, pasa luego a la Tercera Internacional de los Estados comunistas y, por último, a la alianza tricontinental de las luchas de liberación anticolonial. En segundo lugar, el análisis de Anderson tiene como objetivo principal analizar las instituciones de los movimientos revolucionarios, adoptando en la mayoría de los casos una perspectiva descendente. Por el contrario, en línea con estas tesis, es posible imaginar un enfoque que se ancle en una visión multilínea de la historia, atento a la productividad política de las luchas autónomas y a su circulación desde abajo.
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– M. Van der Linden, Workers of the World, Brill, 2010.
- Imágenes añadidas por el traductor y editor
Davide Gallo Lassere
Original: Nove tesi sull’internazionalismo oggi
Traducido por Fausto Giudice
Fuente: Tlaxcala, 15 de abril de 2023
Traducciones disponibles: Português Deutsch