“¿Porqué pagar tanto por un servicio que no funciona?”: En Santiago de Chile, con los condenados al transporte público

Tras el incendio, a veces resulta difícil explicar cómo partió el fuego. En Chile pudo ser la repentina subida del ticket de metro en la capital, Santiago. Eso provocó una enorme ola de protestas en 2019. Algunos años antes había engendrado transformaciones inimaginables.

Scène du métro de Santiago, 2005 © Pepe Guzman / ARCHIVOLATINO-REA

El conocido periódico francés Le Monde Diplomatique publicó un reportaje sobre el sistema de transporte público santiaguino. El tan alabado “milagro” sale mal parado: el periodista describe la realidad de los usuarios, la (mala) calidad del servicio, los costes, las tarifas, y una cierta hipocresía, o más bien la hipocresía cierta, de “expertos” y autoridades. POLITIKA tradujo ese reportaje y lo ofrece a sus lectores.

“La revolución de la chaucha”, en 1949, por un aumento de la tarifa

Las entrañas de Santiago de Chile resuenan con un gemido salvaje. El metro. A treinta y dos metros de profundidad, bajo una luz blanca y en una emanación de goma quemada, zapatos lustrados, zapatillas de marca o abigarradas sandalias se suceden sobre las baldosas grises de la estación Baquedano, zigzagueando entre las columnas de hormigón bruto. Es la hora punta. Todo el mundo se dirige a la zona de actividad del noreste del Gran Santiago (GS). En la superficie, entre el zumbido de los motores, algunos ciclistas y peatones pasan, indiferentes, frente a la salida principal del metro cerrada desde la revuelta de octubre de 2019 (1).

Municipio de Cerro Navia, en el oeste de la metrópolis del Gran Santiago. La señora Erika Molina, 54 años, espera un hipotético autobús. No cogerá el metro. “Voy demasiado lejos. Además no estoy segura de que podría sentarme”, dice. Como cada mañana, su despertador sonó a las 6:00 hrs. Cuida los hijos de sus patrones, prepara la comida, plancha y limpia. Antes de poder volver a casa, atravesando de regreso, siempre en autobús, siete de las treinta y cuatro comunas de la aglomeración.

Sus empleadores viven a unos treinta kilómetros de Cerro Navia, en la comuna de Las Condes, un barrio acomodado del noreste. En el 2010 Erika Molina quiso encontrar trabajo en el Gran Santiago. Vino en autobús desde Traiguén, una ciudad del sur del país cuya estación de ferrocarriles amenaza derrumbarse desde que cerraron la línea en los años 90, esperando aprovechar también los numerosos comercios y servicios del centro de la ciudad. “No tenía ni idea de que viviría tan lejos del centro”, recuerda, con la mirada fija en la calle de asfalto rugoso de estos confines de la metrópolis.

Entre 1900 y 1960, el éxodo rural hizo pasar la capital de unos 300 mil habitantes a dos millones de almas (más de 7,1 millones de personas viven hoy en el Gran Santiago según el último censo de 2017, o sea más de un tercio de la población del país). Como los problemas de congestión se agravan con el tiempo, Santiago se interesa por las soluciones adoptadas en otras grandes ciudades (París, Londres, Nueva York). Poco a poco se va imponiendo la idea de un metro subterráneo en la perspectiva de completar un servicio de autobuses claramente insuficiente.

El decreto de construcción firmado el 24 de octubre de 1968 bajo la presidencia de Eduardo Frei Montalva (1964-1970) y el proyecto realizado por un consorcio franco-chileno culminaron siete años más tarde. “Éxito innegable de la tecnología francesa, ¿podrá este metro responder a las necesidades reales de la población? (2)”, se preguntaba ya en 1978 el geógrafo Jacques Santiago.

Si los planes iniciales preveían la extensión la red a los barrios populares de la periferia, la preocupación de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990) por la rentabilidad, reservó el acceso a la Línea 1 -inaugurada en 1975- a los bolsillos más pudientes de la capital: el precio del ticket triplicaba el de un boleto de autobús.

Metro y desigualdad en Santiago

Las nuevas estaciones se extendieron a lo largo de la Alameda, la principal avenida de Santiago. Este trazado del metro hacia el noroeste corresponde a la dinámica observable entonces en las mutaciones del espacio urbano. “En los años 60″, explica Genaro Cuadros, arquitecto-urbanista, “la carretera Panamericana, que atraviesa todo el continente, perforaba el corazón de la capital de norte a sur. Toda la élite económica y política, que vivía en el centro de la ciudad, se desplazó a esta zona noreste.”

Un decreto de 1975 provocó al mismo tiempo oleadas de expulsiones de los más pobres desde las zonas urbanas estratégicas hacia la periferia sur y oeste. ¿El objetivo? “Hacerle sitio en el centro de la ciudad al capital inmobiliario para construir un espacio que sirviera de escaparate a una metrópolis digna de los países desarrollados”, dice Cuadros. La capital se ve entonces como el vínculo del país con el proceso de mundialización.

Como el metro, los proyectos de arterias y líneas de autobuses se dirigieron hacia la zona de “Sanhattan” (contracción de Santiago y Manhattan), apodada así por los chilenos por su centro de negocios, sus rascacielos y oficinas. “La expansión del área metropolitana, la construcción -en la post dictadura- de viviendas sociales en la periferia, y la concentración de los sectores dinámicos en el noroeste explican en gran parte las dificultades de desplazamiento para un 80% de la población por medio de un sistema de transporte unidireccional”, concluye Genaro Cuadros.

7 h 05
Con el estómago vacío, Erika Molina no ve llegar ningún autobús. Se impacienta. Tiene que estar en el trabajo a las nueve. Desde esta zona, situada en el extremo oeste de la zona metropolitana, sólo sale para trabajar. Una decena de personas esperan cerca de la parada. “¿Cuánto tiempo lleva aquí?”, pregunta una mujer de unos sesenta años a una de sus vecinas sentada en el borde de la acera. A falta de horarios precisos, el tiempo de espera sigue siendo la principal unidad de medida. De repente, un crujido metálico. A través de la espesa niebla matinal, aparece una carrocería verde y oxidada: el autobús de Erika Molina. Un suspiro de alivio recorre la cola que se forma en medio de una nube de gasóleo.

“Una línea pensada para la gente (…) con vehículos de última generación, cómodos, modernos, seguros y silenciosos”, proclamó el expresidente Sebastián Piñera (2018-2022) cuando la inauguración, en enero de 2019, de la Línea 3, la segunda ruta automática de la metrópolis.

Durante la dictadura el metro no recibía ninguna financiación especial y solo contaba con dos Líneas. Como el antiguo ferrocarril chileno. Compitiendo con un pujante sistema de autopistas y el transporte aéreo en el que se concentraba la mayor parte de la inversión, las líneas férreas que en 1910 cubrían 8.883 kilómetros y unían las zonas desérticas del norte con Puerto Montt en el extremo sur, fueron progresivamente abandonadas e incluso desmanteladas. En 1978, Pinochet decidió cortar todos los fondos a la Empresa de Ferrocarriles del Estado (EFE) y, en 2019, la red cubre apenas 839 kilómetros según el Ministerio de Transportes (MTT). Pero los ferrocarriles nunca han sido objeto de nuevas inversiones desde la dictadura, a diferencia del metro.

Administrado hasta entonces en su totalidad por el Ministerio de Obras Públicas, el metro pasó bajo control de una sociedad anónima en 1990. Desde entonces, el Estado accionista concentra lo esencial de su política de transportes en el desarrollo y la construcción de Líneas. En la actualidad, después de México (225 km de Líneas), la red es la mayor de América Latina con seis Líneas que se extienden a lo largo de 140 kilómetros y transportan 2,4 millones de pasajeros al día. “El metro que tenemos en Chile es un lujo (…) Es una de las veinte redes más importantes del mundo”, continuaba Piñera en enero de 2019. Pero sigue siendo un “lujo” inalcanzable para muchos. Sólo veintitrés de las treinta y cuatro comunas del Gran Santiago cuentan con el servicio. Un “lujo” que también desentona un poco en medio del deterioro de muchos municipios.

Barrio descuidado, flamante estación de metro

Por la mañana entramos en el metro que se dirige a las zonas suburbanas del sur. Casi vacío en esa dirección. A la izquierda: detrás de algunos edificios de viviendas de veinte pisos, se recortan en el cielo azul las crestas de la cordillera de los Andes. A la derecha: la comuna obrera de La Granja, atravesada por la avenida de circunvalación Vespucio Sur. El tren de esta línea aérea se detiene y tomamos una larga escalera para llegar a la planta baja. A una cuadra de distancia, adosado a una pared agrietada, en una pequeña plaza sin bancos ni árboles, Gerardo Bravo, el rostro surcado de arrugas, ha pasado toda su vida en este barrio. “Aquí hay algunas tiendas, pero para las farmacias, los bancos, los lugares de ocio, los parques o las tiendas de ropa, por ejemplo, tienes que coger el transporte público. Todo está en el centro”.

Frente a nosotros, un muro monumental de unos veinte metros de altura. Flanqueada por un techo de poliéster reluciente bajo las primeras luces del día, la estación de metro La Granja. Ambiente acogedor, azulejos impecables y cromos relucientes. Por sus numerosos elementos arquitecturales y la calidad de su funcionamiento, Santiago recibió incluso el premio al mejor metro del continente en 2012, en la ceremonia anual de los Metro Awards. En los pasillos de algunas de las estaciones centrales de Santiago, tiendas, bancos, oficinas de correo, cajeros automáticos e incluso bibliotecas dan forma a una ciudad dentro de la ciudad, un espejo subterráneo de lo que los viajeros pueden encontrar en la superficie.

Incendiada en octubre de 2019, como otras veinticuatro del Gran Santiago, la estación La Granja ahora está flamante. Aún no se ha esclarecido quién fue el responsable de los daños, pero para Gerardo Bravo, “el metro es un símbolo de la injusticia del llamado milagro chileno, por eso lo incendiaron”. Señalando el barrio situado al otro lado de la avenida de circunvalación, la “población San Gregorio”, una zona de viviendas precarias, subraya la responsabilidad del Estado por sus deficiencias en materia de ordenación del barrio, recogida de basuras y mantenimiento de las calles. En su opinión, el metro aún es el símbolo del Estado a los ojos de la población, aunque ya solo es accionario de la empresa.“Allí, la gente vive bajo techos de lata oxidada. El barrio fue completamente abandonado. Por el contrario, el Estado reconstruyó la estación, es lo único que les interesa”.

Gerardo Bravo sale de su barrio solo para trabajar, como muchos de sus vecinos. “Antes solo había granjas por aquí, hoy en día hay mucha más gente, gente de clase media también, sobre todo después de que tenemos el metro. Pero la gente solo duerme en el barrio, todos trabajan en el centro”.

En una tribuna publicada en enero del 2020, varios especialistas sostienen que “sin ninguna planificación urbana centrada en la búsqueda del bien común, el urbanismo de las desigualdades tuvo por consecuencia que una infraestructura clave como el metro se transformó en reproductora de desigualdades haciendo aumentar los precios inmobiliarios a proximidad de las estaciones, sin que el Estado sea capaz de controlar ese proceso”. La híper concentración de las metrópolis va acompañada de una “obligación de movilidad” que fuerza a los citadinos a desplazarse lejos de su casa para acceder a un lugar de trabajo o de esparcimiento (4).

Las desigualdades en la movilidad urbana también tienen su origen en un proceso gradual de desestabilización del transporte en autobús bajo el régimen de Pinochet, hasta la liberalización total del sector. Dirigido de 1953 a 1981 por la Empresa Estatal de Transportes Públicos (ETCE), el sistema se convirtió en un mercado y no en un servicio público básico para los habitantes de la ciudad. La Constitución de 1980 otorga un “papel subsidiario” al Estado, que no puede actuar en ámbitos en los que interviene el sector privado.

“La desregulación de los operadores de autobuses permitió a las empresas y a los conductores operar sin autorizaciones específicas y determinar sus propias tarifas: la flota se duplicó entre 1979 y 1988, y las tarifas subieron una media del 150% (5)”, explica Genaro Cuadros. El salario de los conductores se basaba únicamente en el número de billetes vendidos. Los autobuses, al final de su vida útil, llevaban a todos los pasajeros posibles y todos querían pasar por el centro. “Cuando el Presidente Ricardo Lagos [2000-2006] quiso volver a meter mano en el sistema en el año 2002, las empresas de buses amarillos hicieron una huelga masiva, bloquearon la ciudad y se ampararon en la Constitución para seguir prestando un servicio privado en la vía pública”.

Pepe Guzman. — Scène du métro de Santiago, 2005 © Pepe Guzman / ARCHIVOLATINO-REA

En 2007, la puesta en marcha del nuevo plan de tráfico urbano “Transantiago” bajo la presidencia de Michelle Bachelet (2006-2010 y luego 2014-2018), rebautizado como “Red” bajo la presidencia de Piñera, tiene, según Genaro Cuadros, el mérito de haber “organizado la red”.

Este Sistema Integrado de Transporte Público (SITP) limita la flota a diez empresas concesionarias y crea una tarifa única para el metro y el autobús mediante la tarjeta “Bip!”, de pago magnético. Pero el equilibrio sigue siendo frágil. Mientras la financiación del metro se basa en gran medida en el precio del billete, las empresas privadas de autobuses carburan con subvenciones. Resultado: sin participación en los boletos que venden, los conductores ya no van a todas partes en la gran periferia; el metro alcanza niveles récord de saturación y su déficit es abismal: 800 millones de dólares en 2019.

El fraude superó la escalofriante cifra del 40% en noviembre de 2022, según el ministerio, que prevé aumentar los controles y las multas. Muchos acróbatas de los torniquetes nos dan la misma respuesta: “Porqué pagar tanto por un servicio que no funciona.” Doble rasero. Según un estudio publicado en marzo de 2019 por el Centro de Desarrollo Urbano Sostenible (Cedeus), la población que vive en las siete comunas del cono noreste representa el 80% del quintil de renta más alto, el 50% de los desplazamientos en automóvil y disfruta al mismo tiempo de 2,5 veces más inversión pública en infraestructuras de transporte.

Plan Metro de Santiago
Nadie sabe cuándo pasa la micro”

A veinte metros de nosotros, un peatón golpea con la mano la ventanilla del autobús que quería tomar… pero que no se detuvo. “Esto ocurre siempre”, dice, desilusionado, mientras ve alejarse el autobús. Desde que su sueldo ya no depende del número de pasajeros que suben a bordo, los conductores se permiten improvisar las paradas y anular algunas aunque haya gente esperando…

Más allá, frente a una parada del centro de la ciudad, Marco Pizarro, 30 años, no espera nada: ve pasar ante nuestros ojos el enésimo autobús en la avenida Vicuña Mackenna a primera hora de la tarde. Detrás de las ventanillas, nadie. “Están todos vacíos, nunca los tomo. Aquí la gente opta por el metro, sólo los que no tienen otra opción y vienen de muy lejos se atreven a subirse a estas calamidades”. Describe una flota de vehículos arcaicos con un funcionamiento caótico. Estos autobuses fantasma circulan por las calles del centro de la ciudad en horas valle. “A los conductores les da igual, porque igual les pagan”, se mofa Pizarro.

07 h 35
Desde los asientos destrozados del fondo del autobús, el cuerpo sacudido por los saltos a veces violentos, Erika Molina explica que gasta unos 50.000 pesos, o sea casi el 10% de sus ingresos de 500 mil pesos (unos 500 euros con sus dos empleos), en transporte. “No estoy tan mal. Para otros representa mucho más”, murmura.

En octubre de 2019, el anuncio de un aumento de 30 pesos (0,03 euros) en las tarifas del transporte -en un país donde el salario mínimo es de 400 mil pesos chilenos (400 euros)- de 7.00 a 17.59 horas, prendió el fuego. “¡No son 30 pesos, son treinta años de neoliberalismo!”, “¡Invadir, no pagar, otra forma de luchar!”, coreaban los manifestantes durante las primeras semanas de la revuelta.

Sin embargo, el proyecto había considerado ciertas franjas horarias. De 6.00 a 6.59 horas y de 20.45 a 23.00 horas, el precio del billete se reduciría en 30 pesos. Elogiando la “flexibilidad” del sistema, Juan Andrés Fontaine, entonces ministro de Economía, dijo el 8 de octubre de 2019 en el canal chileno de CNN: “Alguien que se levanta más temprano y toma el metro antes de las 7 de la mañana tiene la posibilidad de pagar una tarifa rebajada. Así abrimos un espacio para ayudar a los que se levantan de madrugada”. En otras palabras, los quejicas sólo tienen que levantarse más temprano. Diez días después, Chile ardía.

“Cuando sube el precio de los tomates, del pan y de otras cosas, nadie protesta”, dijo Juan Enrique Coeymans, presidente del grupo de expertos que impulsó la subida del boleto, atribuyendo el levantamiento a una “manipulación política” (6).

En agosto de 1949, ya se había desencadenado la “revolución de la Chaucha” por el anuncio de un aumento del precio del transporte. En Chile, el sistema se financia en un 60% con las tarifas y en un 40% con subvenciones, lo que explica para muchos observadores la obsesión de las autoridades con la subida de tarifas. No obstante hay otra solución: aumentar las subvenciones.

Juan Pablo Montero, sucesor de Coeymans al frente del grupo de expertos, vuelve a poner la pelota en el tejado del Gobierno: “Dicen que nuestros miembros no tienen sensibilidad social, pero hay un lugar donde se puede resolver el problema: en el Gobierno. Lo que decimos es que necesitamos recursos a través de la tarifa o de recursos adicionales, lo cual es una decisión técnica. Pero al final, fue el gobierno quien tomó la decisión de aumentar el precio del ticket” (7).

Durante un tiempo se vislumbraron soluciones. En marzo de 2022, para combatir el aumento del tráfico automóvil, la contaminación y los atascos que hacen “insoportable la ciudad”, Juan Carlos Muñoz Abogabir, ex director de Cedeus y actual ministro de Transportes, no descartaba la idea de implantar un impuesto al diésel. “Lo ideal sería que este tipo de medidas piloto permitiera tener un transporte público gratuito y ver cómo funciona”. Pero de entrada ya ve algunas dificultades para aplicarla“ (8). “Es un tema que va más allá de la opinión del ministro de Transportes. Se trata de políticas de Estado que tienen un impacto más amplio (8)”, precisa.

La segunda partida de gasto después de la alimentación

En primer lugar en el presupuesto familiar. Un estudio de la Universidad Diego Portales de octubre de 2019 sitúa Santiago entre las diez ciudades más caras del mundo en materia de transporte público. Moverse cuesta el doble que en Moscú, Vancouver o Ciudad de México. Aquí, el transporte es la segunda partida de gasto más cara después de la alimentación para los hogares, según el último informe de presupuestos familiares elaborado en junio de 2018 por el Instituto Nacional de Estadística (INE).

Una familia de tres personas que vive en la capital puede gastar, en promedio, unos 155 mil pesos en transporte considerando sólo los desplazamientos para el trabajo y hasta 250 mil pesos teniendo en cuenta que sus miembros podrían querer desplazarse por otras razones (servicios, estudios, esparcimiento), según un estudio de la Cámara Chilena de la Construcción (CCHC) de julio de 2019.

Cuando nos reunimos con él, el señor Muñoz Abogabir frunce ligeramente los labios al hablar del tema de las tarifas. Con razón. El 19 de julio de 2022 desató una polémica al anunciar un posible aumento en Radio Universo, antes de intentar apagar la mecha, alegando que se trataba de un “malentendido”.

El anuncio oficial llegará el 19 de octubre de 2022, tres años después del inicio de la revuelta chilena. “Efectivamente, aplicaremos una descongelación gradual de la tarifa en 2023″, asume ahora. “La tarifa ha estado congelada durante tres años debido a una situación muy delicada, la de la pandemia y sus consecuencias económicas en los hogares, pero las protestas han perjudicado, entre otras cosas, al sistema de transporte, ¡por un aumento que representaba menos del 5% de la tarifa!”, recuerda.

Si existe una tarifa reducida para los estudiantes y las personas mayores, no la hay, por ejemplo, para los cesantes (personas sin trabajo). “Podemos considerarlo, todo es posible”, dice Muñoz Abogabir con una sonrisa.

Quizá no todo. El programa piloto llamado “Transporte Doble Cero”, sin emisiones y sin costo para los pasajeros, apoyado por el actual presidente Gabriel Boric durante su campaña, parece lejos de ponerse en marcha. Congelar o no congelar las tarifas, ésa es la cuestión por ahora.

Interrogado en el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (Apec) el 17 de noviembre de 2022 sobre la propuesta de su coalición Apruebo Dignidad de mantener congeladas las tarifas al menos hasta finales de 2023, Boric calificó la medida de “insostenible durante tres años” y pidió responsabilidad a sus seguidores: “Somos una alianza de gobierno, quiero decirle a los partidos y parlamentarios que nos apoyan que es importante comportarse como tal” (9).

¿Contar el trayecto como tiempo de trabajo?

El ministro, en cuanto a él, espera que “en este país híper urbanizado, donde el transporte es un tema central, la gente comprenda que el aumento de las tarifas se destina a construir y ampliar líneas, comprar nuevos autobuses, mejorar el confort y las condiciones de viaje, y modernizar el sistema”.

El Gobierno prevé confiarle la construcción de la línea 7 y la extensión de las líneas 2 y 3 a su proveedor histórico, el grupo francés Alstom. También considera renovar el 33% de la flota de autobuses y aumentar de 800 a 2.200 el número de autobuses eléctricos suministrados por el fabricante chino BYD.

Pero, según el ministro, la ampliación y modernización de la red de metro y autobuses deben ir acompañadas de un trabajo de planificación urbana. “Aunque Santiago tiene una red de metro extraordinaria para el continente, con casi 130 estaciones, los trayectos son muy largos, por estudio, trabajo u ocio. Todo va al centro y noreste de la ciudad en horas punta, lo que no ocurriría si tuviéramos una ciudad más compacta, o policéntrica. El Estado debe fomentar la desconcentración de actividades en las ciudades porque creo que eso afecta a las personas, deben poder encontrar trabajo cerca de casa para vivir más felices”, analiza Muñoz Abogabir.

08 h 05
El autobús se ha llenado de pasajeros, o más bien de pasajeras. “Todas hacen el mismo trabajo que yo, eso está claro. Y todas van al mismo lugar, Las Condes. Antes vivía en la casa de mis patrones, como muchos aquí. Se ahorran los viajes en bus. Pero ya no tenía vida, así que prefería volver a casa y ver a mis hijos. Al menos un poco”. Enarca las cejas cuando le dicen que cuatro horas al día, su tiempo de trayecto, es en muchas partes del mundo media jornada de trabajo. “Estoy tan acostumbrada”, suspira. “He pensado en pedirle a mis jefes que cuenten el trayecto como tiempo de trabajo, al menos un poco. Pero he desistido”.

El autobús tiene que parar. Unos cuantos perros callejeros están tirados en la ruta en la comuna de Quinta Normal. Aún quedan cinco comunas por cruzar y cincuenta minutos de viaje. Pronto, a través de la polvorienta ventanilla, se divisan los grandes conjuntos habitacionales de Providencia y Las Condes. “A partir de la Comuna de Santiago, realmente siento que ya no estoy en la misma ciudad”, dice Erika Molina riendo.

El proyecto de Constitución en Chile, rechazado en referéndum el 4 de septiembre de 2022 (10), preveía que el Estado debía ser “garante de la protección y el acceso equitativo a los servicios básicos, bienes y espacios públicos; la movilidad segura y renovable; la conectividad y seguridad de las vías” (art. 52.4).

¿Qué pasará con el próximo texto bajo la supervisión de un “comité de expertos” que muchos temen borre las ambiciones más progresistas?

Mientras tanto, son las 8h50, faltan quinientos metros que recorrer en la avenida de circunvalación y Erika Molina llega al pie del edificio de su empleadores. Tres horas después de que sonó el despertador, con el estómago aún vacío, puede empezar su jornada laboral.

Biografía

(1) Leer “La batalla por Chile”, Manière de voir, n° 185, octubre-noviembre de 2022.
(2) Jacques Santiago, “Les transports en commun à Santiago du Chili : problèmes et perspectives”, Les Cahiers d’Outre-Mer, Burdeos, abril-junio de 1978.
(3) Francisco Perucih Vergara, Juan Correa Parra y Carlos Aguirre Nuñez, “Contra el urbanismo de la desigualdad: Propuestas para el futuro de nuestras ciudades”, 3 de enero de 2020.
(4) Guillaume Faburel, Les Métropoles barbares, Le Passager clandestin, París, 2019.
(5) Oscar Figueroa, “Transporte urbano y globalización: Políticas y efectos en América Latina”, Eure-Revista latinoamericana de estudios urbanos regionales, Santiago de Chile, diciembre de 2005 (PDF).
(6) Edison Ortiz, “Los signos de un posible nuevo estallido”, El Mostrador, Santiago de Chile, 18 de octubre de 2021.
(7) Oriana Fernandez, ‘Juan Pablo Montero, presidente del Panel de Expertos del Transporte Público: Si no hubieran estallado las protestas con el precio del metro, lo habrían hecho con la Apec o la Cop25’, La Tercera, Santiago de Chile, 9 de marzo de 2020.
(8) Constanza Calderón, “¿Transporte público gratuito?”, La Hora, Santiago de Chile, 21 de marzo de 2022.
(9) Daniela Ruiz-Tagle, “Boric y alza en el transporte público: Congelamiento de tarifas por más de 3 años no es sostenible””, 17 de noviembre de 2022.
(10) Véase Renaud Lambert, “Au Chili, la gauche déçue par le peuple”, Le Monde Diplomatique, octubre de 2022.

Guillaume Beaulande

Editado por  María Piedad Ossaba

Fuente: Politika, 14 de marzo de 2023

Original: « Pas question de payer aussi un serice qui ne fonctionne pas » À Santiago du Chili, avec les galériens des transports
Traduit par Pablo Rodríguez