El uribismo desarrolló y consolidó un modelo guerrerista de Gobierno que ha intentado desviar la atención de los graves problemas sociales y económicos del país, inocultables a a luz de las recientes protestas populares.
Colombia vive una economía de guerra sin guerra. El sistema mediático lo alimenta día a día. Los medios de comunicación no paran de hablar del combate al enemigo interno para atemorizar y legitimar las grandes cantidades de pesos destinados a la “guerra”. El uribismo consolidó con éxito este modelo por casi dos décadas y fue eficiente para desviar la atención de las graves carencias sociales que vive la población. No obstante, las multitudinarias protestas de 2019, 2020 y 2021 acaban de hacer estallar por los aires el modelo de supuesta estabilidad.
La sociedad demanda cambios, pero la estructura tecnocrática del Estado y la academia sigue anclada al equilibrio fiscal, la reducción de la deuda y el Estado mínimo. El caparazón intelectual de la burguesía bogotana y colombiana es incapaz de ajustarse al nuevo momento. La estabilidad macroeconómica (baja inflación, cero déficit y crecimiento del producto) sigue siendo la única forma de entender la política económica. Mientras que intelectuales, tecnócratas y medios de comunicación enarbolan el miedo a otra economía, una que se construya de abajo hacia arriba, la clase trabajadora siente que el modelo ya no va más. A pesar del descontento mayoritario de la población, las soluciones propuestas desde los think tanks colombianos están lejos de ser una respuesta a la maltrechas condiciones de vida de la población y ponen a la izquierda a un paso de la Casa de Nariño.
Y es que Colombia y sus economistas viven una permanente paradoja: por más de 30 años buscan el equilibrio fiscal pero la deuda pública no deja de crecer. Pese a las leyes de responsabilidad fiscal y el equilibrio presupuestario, paradójicamente la deuda pública entre 1994 y 2019 se ha multiplicado por tres, igualando ya al promedio de América Latina (panel a gráfico 1).
Este incremento de la deuda no se corresponde con la minimización del Estado que se pregona. ¿Por qué? Las prioridades de gastos están invertidas. La austeridad es un sentido común para el gasto social pero nunca lo fue para los planes armamentísticos. El gasto militar alcanzó la impresionante cifra de 11 % del PIB en 2018, tres veces más alto que el promedio de América Latina (panel b gráfico 1). Entre 1990 y 2006 pasó de 9 % a 13 % del PIB, coincidiendo con el mayor crecimiento de la deuda pública que pasó de 14 % a 30 % del PIB en el mismo período. Si el gasto militar hubiese sido el mismo que el promedio latinoamericano, en tan solo 12 años el país hubiera ahorrado más de un Producto Interno Bruto. El presupuesto en defensa y policía pasó de 24 a 35 billones de pesos entre 2012 y 2020 (incremento de 50 %). Si éste se hubiese congelado en 2012, al 2021 el país tendría tanto recursos como para construir una línea del metro de Bogotá.
El modelo se garantiza en la idea que el gasto en seguridad es necesario para reducir el narcotráfico y los grupos violentos. Las cifras muestran que no fue así. La economía de guerra del uribismo no logró contener la violencia ni el narcotráfico. Según información de la misma Contraloría de la nación, en Colombia las hectáreas de cultivo de coca se multiplicaron por cuatro (entre 2012 y 2018), los hurtos se multiplicaron por cinco y las lesiones personales por tres entre 2004 y 2018 (gráfico 2).
Hay dos Colombias, una en la calle y otra en los titulares de prensa. Hay dos modelos fiscales: austeridad para la gente, despilfarro para las armas.