Terminó como estaba previsto la 49ª Asamblea General de la Organización de Estados Americanos en la ciudad de Medellín. No faltaron los maquillajes urbanísticos y los cierres de vías que perjudican, como siempre, a los pequeños comerciantes formales e informales. Pero ocupémonos del desarrollo del evento y de sus conclusiones.
Era claro, y sus organizadores nunca lo negaron, que el tema central de la agenda iba a ser Venezuela, a pesar de que ese país dejó de ser miembro oficialmente del organismo interamericano desde abril pasado. No es de extrañar que, igual a lo ocurrido con la expulsión de Cuba a partir de 1962, sea un Estado no miembro de ese organismo el que esté siempre en el centro de los debates, las preocupaciones, los señalamientos y los ataques. La OEA, de la mano de los presidentes norteamericanos, se ha aplicado desde que existe a construir enemigos y a perseguirlos más allá de la organización y más allá del continente.
Pero, a diferencia de lo ocurrido con Cuba en el siglo pasado, después de que Venezuela decidió su retiro en 2017, el Consejo permanente de la OEA le ha abierto las puertas a la oposición de ese país y ha tratado por todos los medios de meter por la puerta de atrás una representación espuria, que hoy intenta legitimarse como vocera de Juan Guaidó, el “presidente” encargado que Washington designó para Venezuela.
Pues bien, esa arremetida de la oposición venezolana contra el derecho internacional, tuvo lugar esta vez en Medellín en el marco de la 49ª asamblea. Sin existir espacio jurídico alguno que lo permitiera, el Secretario General, Luis Almagro, permitió la acreditación de los delegados de Guaidó, lo que significaba el desconocimiento del gobierno legítimo de Nicolás Maduro y el reconocimiento, en cambio, de otro gobierno autoproclamado, de papel, que ha intentado instalarse mediante la fuerza en el palacio de Miraflores. La maniobra no podía ser más burda, y produjo el retiro de la delegación uruguaya y el rechazo de México, Bolivia, Nicaragua y algunos países antillanos. La presencia de la oposición venezolana en el evento fue una mácula que puso un interrogante sobre la legitimidad de la 49ª asamblea y sus conclusiones.
Otro incidente de gran significado fue la negativa de la asamblea general a admitir a Ever Bustamante, reconocido alfil del uribismo, como miembro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. No fue suficiente haber jugado de local, ni estar respaldado por el presidente Duque, el canciller Holmes y el embajador ante la OEA Alejandro Ordóñez. Un grupo de expertos que estudió su hoja de vida conceptuó que ni tenía formación especializada en derechos humanos ni ofrecía garantías de imparcialidad, por lo tanto, las cuatro vacantes que había fueron llenadas por los candidatos de Panamá, Jamaica, Perú y Guatemala. La negativa de la asamblea para que el ahijado de Álvaro Uribe ingresara a la CIDH, es un triunfo para la promoción y defensa de los derechos humanos y una derrota para el gobierno de Duque.
En consonancia con lo anterior, es decir, con el proyecto de bajar el perfil de la CIDH, la delegación colombiana con la argentina, la chilena y la paraguaya, presentaron un proyecto de resolución que intentaba sustraer a los países miembros de la jurisdicción de la Comisión en algunas materias relacionadas con la equidad de género y los derechos a la diversidad sexual. Es innegable que, dentro de la OEA como fuera de ella, Colombia viene jugando como punta de lanza de la oleada conservadora y autoritaria que hoy recorre todo el continente americano. Pocas veces Washington y Bogotá habían estado mejor alineados para atacar desde la OEA los proyectos democráticos que caminan el subcontinente.
El intento de ingresar a Bustamante a la CIDH y el de sustraer a los Estados miembros de su jurisdicción, indican una definida conducta del gobierno colombiano de querer hacer afuera lo mismo que hace adentro: moverles el piso a los organismos independientes, llamados a administrar justicia o a garantizar la vigencia de los derechos. Es la pretensión de impunidad que se expresa en las actitudes hostiles a las instituciones de la justicia. Con esta paradoja colombiana, la asamblea número 49 celebró precisamente los sesenta años de la fundación de la CIDH.
En la perspectiva de la agenda “dura”, es decir, la geopolítica, la 49ª asamblea fue la expresión de un desconcierto. Más allá de algunos discursos destemplados, el proyecto de una nueva ofensiva contra el gobierno venezolano careció de articulación y coherencia. Finalmente, no lograron las delegaciones de Bogotá y Washington lanzar la gran ofensiva diplomática o económica que renovara el relato o abriera un nuevo capítulo de su cruzada contra la Venezuela bolivariana. Se repitió lo ya repetido, pero se vio apagado el ímpetu de los meses anteriores y el entusiasmo de quienes, como Duque, le daban pocas horas a Maduro en Miraflores.
La OEA ha sido desde su fundación, un organismo con agenda impuesta. Estados Unidos define lo que se pone o no sobre la mesa. En los años venideros seguirá siendo Venezuela la comidilla de sus asambleas, porque los problemas que aquejan a los pueblos de América Latina seguirán en sala de espera. Una sola vez ese organismo pareció ocuparse de ellos, cuando luego de la revolución cubana un presidente demócrata, Kennedy, “descubrió” que el hambre producía comunismo y echó a andar la “Alianza para el progreso”. Ese programa se diluyó rápidamente en los proyectos guerreristas y dictatoriales, gran parte de ellos en Latinoamérica: República Dominicana, Panamá, Granada, Chile, Argentina y un largo etcétera de “golpes blandos” consumados y en marcha.
Medellín sigue sus rutinas. La OEA también. La 50ª asamblea ya tiene agenda, pues Washington quiere reelegir a Almagro, Estados Unidos seguirá estando al norte y un país del sur llamado Colombia seguirá siendo gobernado por sus títeres.
Campo E. Galindo*
Editado por María Piedad Ossaba
Fuente: El colectivo Medellin, 7 de julio de 2019
*Campo E. Galindo: Historiador, investigador social, catedrático y miembro del Frente Amplio por la Paz
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