In memoriam de
Fernando Baeza, Hernán Lara Zavala, Baudilio Revelo
y todos mis muertos
Suenan por enésima vez los Réquiems de Berlioz, Fauré, Mozart, Verdi…
Y la Segunda Sinfonía de Mahler…
Aunque muy pronto experimentamos la muerte, y muy pronto nos hacemos conscientes de su carácter natural, universal e inevitable, la muerte nunca deja de sorprendernos y estremecernos, nunca deja de herirnos y dolernos, profunda e intensamente… La muerte… Nunca estamos preparados para su llegada, nunca lo estaremos, nunca dejará de sorprendernos, y nunca dejará de estremecernos, herirnos y dolernos en lo más íntimo de nuestro ser, en las entrañas de nuestra alma, en la esencia de nuestro espíritu, en cada uno de nuestros músculos y tejidos, en cada gota de nuestra sangre, en cada gota de nuestras lágrimas, en cada uno de los muy delicados hilos de nuestras complejas redes nerviosas, en el halo etéreo de nuestra conciencia, hasta el instante eterno en que dejemos de sentir y experimentar…
Con la sorpresa, el estremecimiento y el dolor de cada muerte revivimos nuestra primera gran pérdida, cuando fuimos expulsados del paradisiaco útero materno y empezamos a tomar consciencia de la separación, de la pérdida, del vacío y la soledad… Con cada muerte revivimos una y otra vez el dolor de la separación, de la pérdida, de la angustia y el temor a la soledad y el vacío: ya no habitamos en el cálido y protector paraíso del líquido amniótico y el rítmico tuntún del corazón materno, ya no está mamá a nuestro lado, y navegamos solos en el reino de la orfandad…
Con cada muerte recordamos la desaparición de nuestros seres queridos, las voces y los rostros de uno y otro y otro familiar, de uno y otro y otro amigo en una cada vez más larga y pesada y dolorosa cadena de muertes en insoportable crescendo, por el cáncer, la diabetes, el sida, el covid, los trombos, los paros, los accidentes, la próstata, los senos, la matriz, el corazón, los pulmones, el páncreas, el estómago, el cerebro, la vejez y el implacable paso del tiempo, el tiempo, ese que yo digo que no existe…: a nuestro perro envenenado quién sabe por quién y por qué, nuestro desolado desconcierto ante su cadáver babeando y estremeciéndose, solo, en la mitad del patio de la vecindad; los peces inertes en el acuario; el frágil huevecito hecho pedazos en la tierra bajo las ramas del árbol donde sus padres pían impotentes; el pollito que alimentamos y cuidamos y nos sirvieron en el comedor; las ramas, las hojas y las flores secas por falta de agua; el gatito de la hija muriendo en sus brazos; el impactante silencio interminable, las rosas, los gladiolos y los geranios blancos en el patio del colegio en la despedida del compañero en la primaria; las velas encendidas y los rezos; la calle sin los alegres gritos del niño tras la pelota que luego heredé y me negué a rodar; al joven maestro que murió ahogado en su luna de miel; al profesor muerto en combate contra la injusticia en la toma del Palacio de Justicia; a la exnovia y la amiga que no soportaron el cáncer; a mi hermano Orlando, golpeado salvajemente por tomar en un jardín una rosa para su novia; a mi hermano Paolo deshaciéndose por el sida, aferrado con desespero a la vida; a la suegra Leticia y los cuñados Fanny, Nubia y Helio; la última conversación con el negro Dávila acerca del camino a seguir tras el necesario cambio, rumbo a la tienda de la esquina por unas cervezas, sin saber que pocos meses después sería torturado, rematado y arrojado entre los cañaduzales por el ejército; a Gabriel Bernal, Carlos y Jaime Junca; a los hermanos Dueñas y Felipe Carvajal; a los dos amigos que quisieron pasarse de listos con los narcos y recibieron su abrasante lección de pólvora en sus cuerpos; a Miguel Ángel rodando cuesta abajo por atreverse a levantar su voz contra los caciques aliados a los narcos en las montañas de Guerrero; a los abuelos desvaneciéndose en el inexorable paso de Cronos; Pedro Pablo recostado sobre la mesa de su casa en su última cena, esperando un vaso de agua que calmara su última tos, después de un día y una vida de trabajo, amor y fiesta, el corazón cansado; la última charla con mi padre, temeroso, camino a la mesa de operaciones; al muy trabajador y serio Omar, el esposo de mi tía, derrotado por la diabetes; la idéntica mirada de asombro, rabia y desesperanza de la abuela Rosa y el tío Pedro, conscientes de su muy próxima partida; a mis tíos y primos Perico; a mis primos Mayorga; a mis amigos y cómplices en la Semana Cultural de Colombia y la revista La Casa Grande: Raúl Barrón, quien me dio a cambio de publicidad decenas de pasajes entre mis dos países, el gran Álvaro Mutis, el artista plástico Santiago Rebolledo, mi cuate, el escenógrafo David Antón y el director Rodrigo Castaño, los pintores Evert Astudillo y Luis Carlos Barrios; a mis maestros Antonio Alatorre, José Luis González y Ludovik Ósterc; a mis vecinos: Perla sobre el frío piso, desnuda, sola, sin poder respirar por el covid, don Ernesto, el peluquero, doña Consuelo, la vendedora de flores, don Francisco, el vendedor de periódicos, don Fidel, el vendedor de dulces, y doña María la vendedora de quesadillas, tacos y gorditas; a mis compañeros del club de maestros: Armando, Fernando León y Agustín Ontiveros, Mike, Miguel Ángel García y Lala, Gilberto y Poncho; a mis compañeros de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México: Gustavo Bautista y Rigoberto González, María del Rocío, Miriam Sánchez y Manuel Gómez Vidrio, José Luis de los Santos, Gilberto Cardoso y Angélica Nava, Fernando Mejía, Mario Montalvo, Raúl Díaz y Félix Osorio, Catalina, Lucila y mi tocayo Mario, y, ¡ay!, varios jóvenes víctimas de la violencia y el feminicidio; a tantos camaradas en el sueño de un mundo mejor; a mis alumnas del taller literario: Lolita, Rosy y Marielena, Tere, Fabiola, Sara y Rosita; a mis caros escritores y artistas: la gran Celia, la adolorida poeta María Mercedes Carranza y nuestro genio Gabo, Benny Moré y Daniel Santos, Tito Puente y Héctor Lavoe, Paco de Lucía, Tomatito y Cheo Feliciano, Tomás Quintero, Enrique Buenaventura y Octavio Paz, Otto Raúl González y Carlos Fuentes, Andrés Caicedo, Óscar Collazos, Luis Ospina, Umberto Valverde y Vargas llosa, Joe Arroyo y Pérez Prado, Armando Manzanero, José José y Juan Gabriel, Silvia Pinal, Paquita la del barrio, Tongolele…; a los padres, hijos, hermanos y seres queridos de mis seres queridos; al muy joven hijo de Rubén, en un atraco; a mi Francesca, Alfredo y Milciades, a mi Patricia y a mi MaríaC, a Jorge, Armando y Gabriel, y al otro Gabriel, a Gérrimo, Raúl y Álvaro Félix Bolaños, a Gustavo, Jaime y Minny, a Pancho, María Eugenia, Federico, Jeanne y José Vicente Anaya, y a Carlos, el Chino, y a Leonor y a Laura … Y a mi madre, de nuevo, mi madre, siempre mi madre, ¡ay!, ahogándose y yéndose muy lentamente por el maldito covid, sin que pudiere ir a verla…
Y ahora, hoy, de nuevo, una vez más …, ¿mañana también?, ¿cuándo más, quién, y cuántos más?… Nunca dejará de aparecer y sorprendernos, y herirnos, la muy maldita e innombrable que me transporta a las pláticas con Fernando sobre el Quijote, sus cuadros, el corazón, Colombia y los colombianos…, los breves encuentros con Hernán en el estacionamiento y los pasillos de Filosofía y Letras de la UNAM, en las fiestas y las exposiciones de Lourdes Sosa y Arnaldo Coen, en los coloquios y las presentaciones de libros…, y las charlas familiares con Baudilio…

Ya no compartiremos el estallido lila de las jacarandas en flor, ni ni el rojo intenso de las veraneras, ni los tapices amarillos de los cañahuates, ni el luminoso blanco de los novios, ni los vistosos y exquisitos colorines, ni la sombra ni la música naranja de los flamboyanes, ni la roja y fresca carcajada de sandía, ni el intenso perfume de los nardos y las gardenias, ni la regia victoria, ni el delicado abrirse del tulipán, la rosa y la orquídea, ni el aleteo estático del colibrí, ni el canto de la mirla, el canario y el zenzontle, ni los tantos y tantos arrullos, gorjeos y trinos que nos envuelven y acarician, ni el fugaz encuentro del sol y la luna, ni el muy lento girar del girasol, ni la infinita paleta cambiante y húmeda del arcoíris, ni el ir y venir de las olas, ni el olor a café, pan, tortillas y arepas, ni la altiva elegancia de la palma de cera, ni la refrescante frescura del viento y la lluvia, ni la niebla levantándose lentamente para descubrir el fascinante teatro de Natura, ni la mesa y las viandas, sus colores, sus olores, sus texturas y sabores, ni los vinos, las cervezas y los aguardientes, ni los versos ni las pinturas ni la música, ni los abrazos ni las cariñosas palabras…
La inmersión en nuestras muertes, la necesidad de descansar, la urgencia de sobrevivir, la pulsión de vida hacen que nos acostumbremos y normalicemos, banalicemos y olvidemos, tristemente, el cotidiano horror mortal de las guerras, los feminicidios y los crímenes transfóbicos, los genocidios y la desaparición forzada, los infanticidios y la pedocriminalidad, las muertes por hambre, en medio del despilfarro del consumismo, las muertes por falta de agua, malas condiciones sanitarias y atención médica, las muertes y la violencia que sufren miles y miles de seres humanos que migran en busca de trabajo y mayores oportunidades, y los crímenes de Estado, y los crímenes contra los derechos humanos y los ideales humanistas…
La temida, la eterna, la innombrable, la muy pinche, la muy puta, sólo se detiene por breves e intensos momentos en el recuerdo de lo vivido, sólo hace mutis en el amor que florece en el recuerdo de la experiencia y la comunión sembradas, regadas y cuidadas con quienes hemos tenido la feliz suerte de conocernos, reconocernos y caminar algunos trechos del gran camino que transitamos desde la matriz del paraíso original al gran útero de la tierra y la naturaleza, paraíso eterno del cual no tenemos ni tendremos conciencia ni podemos ni podremos hablar…
Ni la sorpresa ni el asombro ni el dolor ni la ausencia ni la orfandad se curan o se olvidan… No, no se pueden curar ni olvidar, ni con las ideas y las imágenes de una vida en el más allá, ni con las coloridas, dulces y festivas calacas de blanco azúcar o negro chocolate, ni con las divertidas calaveras populares, ni con los muy sintéticos, críticos, sabios y graciosos grabados de Posada, ni con los elaborados y amorosos altares de muertos en comunión con los vivos, ni con las visitas al cementerio, ni con las pinturas, los cantos y las guías de viaje al paraíso eterno, ni con los rezos y ritos de despedida, ni con los homenajes, ni con los aguardientes y tequilas…, que, ¡ay!, sólo menguan, ligera y superficialmente, la herida y el dolor que la muerte, la muy pinche, la muy puta nos causa…
No, no tienen la capacidad de quitarnos el temor a su visita… Tampoco la consciencia y la aceptación de su natural e inevitable llegada… Sentimos miedo al intuirla cerca…, cuando el piloto aborta el aterrizaje en los últimos segundos ante otro avión al final de la pista; cuando nos diagnostican cáncer de piel; cuando confirman en los análisis de sangre, en las muestras de tejido y en las imágenes de los escáneres el cáncer; cuando un carro pasa veloz a nuestro lado, cuando olvidamos nombres, cuando corroboramos la caída del pelo, el desgaste de la piel, los músculos, los tendones, los huesos y los órganos, cuando pensamos en la posibilidad de su arribo…
El poeta Álvaro Mutis solía recordar la bella idea que los abuelos le transmiten a sus nietos en El Pájaro Azul (Maeterlinck): Uno muere cuando muere el último ser que lo recuerda a uno… Los escritores y los artistas, además, suelen vivir en los lectores de sus obras… Yo recordaré siempre a Fernando Baeza por su amistad, por “El Quijote” y el “Paisaje” que me regaló; a Hernán Lara por su cordialidad y amistad, por su cercanía a Colombia y Latinoamérica, por sus Charras, Península, península y Tuch y Odilón (para niños y jóvenes), por su recreación literaria de la guerra de las castas, la violencia estatal y el movimiento estudiantil de su Yucatán, y por su vital y literario homenaje a la amistad; a Baudilio Revelo por nuestras charlas sobre sus investigaciones, recuerdos y escritos acerca de los nombres, las costumbres, los cantos y las culturas de los pueblos afro y su herencia en nuestro Pacífico, en nuestro violento país, y en nuestro ser…, y por sus Cuentos para dormir a Isabella, sus Voces e Imágenes del Litoral Pacífico Colombiano, su Diálogo de Aguas (con Hernando, su hermano poeta), sus Entundamientos del Pacífico Negro Colombiano, sus Ritos de Orillas y sus Raíces Africanas en el Pacífico Colombiano…
Las cuerdas, las percusiones y los vientos, el arpa, el órgano y el piano, las voces de los solistas y los coros de los réquiems intentan expresar el gran dolor y la profunda tristeza que nos produce la muerte, y comulgamos en su música… Pero luego llega el último movimiento de la Sinfonía No. 2 de Mahler, un canto al renacimiento de la vida y el amor que me hace rememorar con naciente entusiasmo que ante la inevitabilidad de la muerte nos quedan la evocación, la creación y la recreación, y la posibilidad de vivir lo más plenamente posible mientras llega…
Mario Rey para La Pluma
México, marzo/17 de abril del 2025
Editado por María Piedad Ossaba
a once años de la muerte de Gabo