El Reloj Político Latinoamericano

Hoy sabemos que el mundo se está transformando desde el punto de vista geopolítico, obviamente también desde el punto de vista geoeconómico, lo cual reclama de los gobiernos progresistas una política regional e internacional cada vez más autónoma, soberana e integrada frente a los grandes poderes a nivel mundial… Es probable que aún no estén dadas las condiciones subjetivas para un giro revolucionario. Pero, ¿existe la voluntad política por parte del progresismo para efectuarlo?

Basta con que en cada coyuntura electoral triunfen, casi al mismo tiempo, dos o tres candidatos presidenciales latinoamericanos alineados en la misma tendencia ideológico-política, de izquierda o de derecha, para que inmediatamente los analistas y formadores de opinión hablen casi siempre de manera ligera y superficial del fin de un ciclo político y el comienzo de otro en la región. Hasta hace muy poco, por ejemplo, se hablaba de una especie de nuevo ciclo de la izquierda o del progresismo en América latina tras el triunfo electoral de los hoy presidentes Gabriel Boric en Chile, Manuel López Obrador en México, el retorno de Luis Ignacio Lula en Brasil y el triunfo electoral por primera vez en la historia republicana de Colombia de la izquierda en cabeza de Gustavo Petro.

De la misma manera, ya antes se había anunciado el cierre del ciclo progresista latinoamericano y la apertura de un nuevo ciclo político de derecha tras los triunfos electorales de Mauricio Macri en Argentina, de Jair Bolsonaro en Brasil y de Jeanine Añez en Bolivia luego del golpe de Estado contra el segundo mandato de Evo Morales, entre otros. Con el reciente triunfo electoral del candidato de extrema derecha, Javier Milei en Argentina y más recientemente de Daniel Novoa en Ecuador, de nuevo no faltan quienes anuncian desde ya la apertura de un nuevo ciclo derechista y la sepultura de lo que queda de progresismo en América Latina. Sin embargo, a ese ritmo y según esa misma lógica, igual podría hablarse de la apertura de otro nuevo ciclo político de gobiernos progresistas con los más recientes triunfos de Claudia Sheibaum en México, la controvertida reelección de Nicolás Maduro en Venezuela y de Yamandú Orsi en Uruguay.

La secuencia tan estrechamente alternada de elección de estos gobiernos de izquierda o de derecha en varios países de la región en los últimos lustros, lo que indica, más que el cierre o apertura de un ciclo por otro, es la creciente intermitencia política del electorado en la región producto de las frustraciones y el desencanto frente a las opciones políticas votadas en su momento. Frente a cada coyuntura electoral, el electorado parece moverse pendularmente de izquierda a derecha según el signo ideológico-político del gobernante de turno, sin encontrar salidas satisfactorias a sus expectativas políticas y sociales. Más que por alternativas políticas consistentes, el electorado parece inclinarse en cada coyuntura electoral por la vía del “voto castigo” contra los gobiernos de turno, quienes, más allá de los discursos populistas, terminan incumpliendo sus promesas de campaña electoral. Esta intermitencia parece develar, por otro lado, la fragilidad de las opciones políticas dominantes en la región y su incapacidad para sustentar proyectos políticos de largo aliento frente a las demandas de la ciudadanía. Por consiguiente, seguir hablando de ciclos para estos casos no hace más que desvirtuar el trasfondo de la propia dinámica política de la región y banalizar la idea misma de ciclo como instrumento de análisis para caracterizarla. Lo que parece de fondo es una disputa político-electoral entre fuerzas de derecha y de izquierda reformista, sin que ninguna de ellas termine imponiéndose en el mediano y largo plazo.

En sentido estricto, si nos atenemos a la idea de ciclo político como períodos electorales de duración relativamente mediana correspondiente de manera ininterrumpida a dos o más gobiernos  adscritos a una misma tendencia ideológico-política, puede decirse que sólo desde finales del siglo XX hasta mediados de la segunda década del siglo XXI, cabe hablar de dos ciclos políticos distintos en América Latina, tras la instauración de los llamados procesos de democratización: el primero, un ciclo político de derecha neoliberal instaurado desde mediados de los años ochenta del siglo pasado hasta el 2000; y uno segundo, un ciclo de gobiernos progresistas o de izquierda, establecidos desde finales de la última década del siglo pasado hasta 2015. Desde entonces no ha habido sino intermitencias y discontinuidades entre gobiernos de derecha y de izquierda y viceversa.

En los últimos treinta años, desde finales del siglo XX, con el triunfo de la revolución bolivariana en Venezuela se abre sin duda una coyuntura histórico-política muy significativa para América latina, marcada por el quiebre de la hegemonía histórica de las élites políticas latinoamericanas en el poder, muchas de ellas establecidas desde el siglo XIX. Normalmente los gobiernos de izquierda se instauran tras el desgaste de los gobiernos neoliberales de derecha y sobre la cresta de la más amplia movilización popular en la mayoría de los países de la región. Los gobiernos neoliberales se encargaron, no sólo de limitar lo más que pudieron los procesos de democratización política iniciados en los años ochenta luego de la caída de las dictaduras militares, sino también efectuar un proceso de reformas de la economía, del Estado y la sociedad, que supuestamente buscaba la inserción de las economías y de las sociedades latinoamericanas a la “nueva” onda del capital a nivel mundial, conocida ordinariamente como de globalización neoliberal o de globalización de los mercados. Las consecuencias de este programa neoliberal, sobre el cual cabalgaron prácticamente todos los gobiernos de la región, fue la de profundizar aún más las brechas de desigualdad, exclusión y pobreza, y políticamente sumir en una profunda crisis las instituciones formales de la democracia liberal y sus partidos. Para finales del siglo XX, este ciclo se agota, y en la mayor parte de los países latinoamericanos como Venezuela, Bolivia, Chile, Uruguay, Argentina, Paraguay, Ecuador, Brasil, Nicaragua, entre otros, se asiste al advenimiento de gobiernos de izquierda, o progresistas como se autoproclamaron algunos de ellos. Unos más radicales por los alcances de sus programas y políticas realizadas como lo fueron los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador, en su pretensión de implementar reformas más estructurales; otros, con alcances un poco más moderados y un espíritu más transaccional con sectores de las clases dominantes históricas, como fueron los casos de Brasil, Argentina, Chile y Uruguay, entre otros.

Para efectos de un debate sobre estrategia política latinoamericana, vale la pena detenerse un poco en los alcances de estos gobiernos de izquierda, puesto que como indicamos arriba, su advenimiento significó un quiebre histórico-político y desencadenó un fuerte y vigoroso entusiasmo popular por el cambio. De hecho, la idea misma de gobiernos progresistas está asociada estrechamente a esta otra idea-fuerza que es la del cambio. Hoy por hoy existen los más variados balances de estas disímiles experiencias del progresismo latinoamericano, algunos muy críticos, otros más condescendientes y apologéticos[1].  Aquí nos inclinamos preferentemente por una perspectiva crítica, sin dejar de reconocer sus logros, marcadamente por sus avances en el campo de la lucha contra la desigualdad social y la pobreza, pero sobre todo por los amplios espacios de acción o de oportunidades políticas abiertos para que otros sectores populares y de la izquierda, incluso las más radicales, avanzaran en el posicionamiento de alternativas más consistentes que las que los mismos gobiernos progresistas estaban en condiciones de ofrecer o de defender, como lo fue en muchos casos la convocatoria a procesos democráticos constituyentes.

Lo cierto es, sin embargo, que el advenimiento de estos gobiernos de izquierda y su experiencia no significó una ruptura con el modelo de sociedad y de Estado que históricamente ha marcado a América latina, o sea un modelo de economía y de sociedad caracterizada por lo propio de un capitalismo colonial o lo que algunos llaman un capitalismo dependiente que se actualiza desde finales del siglo XX en el marco de una economía globalizada de carácter neoliberal. El “giro a la izquierda”, o el movimiento pendular hacia la izquierda en la política latinoamericana desde comienzos del siglo XXI, no ha significado, sin embargo, una ruptura con el pasado. Los gobiernos progresistas y de izquierda se han desarrollado en términos generales en los marcos de esa economía, Estado y sociedad heredadas del neoliberalismo, lo cual ha marcado sus límites y los alcances reales de su proyecto de cambio. En ese sentido, resulta más que dudosa la caracterización de estos gobiernos como gobiernos post-neoliberales y más aún como gobiernos anticapitalistas.  

Han realizado, como se dijo, reformas importantes en el plano de lo social,  de la redistribución a través de políticas puntuales, focalizadas, dirigidas a combatir el hambre, a dotar de mayores subsidios para la población más marginada, combatir la extrema pobreza; pero no han superado el modelo residual, focalizado y centrado en la demanda, que tanto se le criticó a los gobiernos neoliberales de la región y a su mentor, el Banco Mundial, durante las décadas de los ochenta y noventa; así mismo, si bien llevaron a cabo reformas agrarias moderadas y se nacionalizó la explotación de algunos recursos minero-energéticos de carácter estratégico, tanto este último como el tema agrario estuvieron centrados en los agro-negocios y en la profundización del modelo de desarrollo neo-extractivista, de acuerdo con las señales del mercado mundial; de alguna manera también realizaron algunas reformas políticas que han suscitado obviamente contradicciones y conflictos con los poderes tradicionales constituidos. Sin embargo, más allá de lo indicado, este “reformismo desde arriba”, no ha significado transformaciones sustanciales de la realidad latinoamericana, y las grandes expectativas que despertó en amplios sectores populares han terminado en frustraciones y desafección política. De otro lado, hay que decir que muy lejos de profundizar, ampliar y fortalecer la dinámica subversiva popular sobre la cual se erigieron, han terminado por efectuar una suerte de lo que Antono Gramsci llamó una gran operación de “transformismo político”, integrando o cooptando muchos de los liderazgos populares, generando procesos de desmovilización y desactivación de esa dinámica popular subvertora. 

A partir de la segunda década de este siglo, como se ha dicho, asistimos a la crisis de estos gobiernos progresistas y de izquierda y a una restauración de los llamados gobiernos de derecha, sobre todo con el advenimiento de Piñera en Chile, de Macri en Argentina, de Lenin Moreno y de Lazo en Ecuador, y la implantación de muchos otros gobiernos de igual tendencia ideológico-política en otros países, no precisamente por vías electorales sino a través de “golpes blandos”, como en Paraguay, Honduras, Brasil, Bolivia y, más recientemente, en Perú. Quizás los únicos gobiernos que se mantuvieron incólumes en este regreso del péndulo derechista y mantuvieron la continuidad del progresismo fueron Venezuela y Nicaragua, del resto, prácticamente a partir de la segunda década del siglo XXI conocieron el retorno de nuevos gobiernos de derecha; y ahora, a finales de la segunda década y comienzos de la tercera década del siglo XXI, asistimos a una nueva reinstalación de gobiernos de izquierda progresista, en lo que algunos llaman la “segunda oleada” del progresismo.

Esta segunda ola del progresismo se presenta con dos novedades: por un lado, el triunfo presidencial de Gustavo Petro en un país como Colombia en el que por primera vez es elegido presidente un candidato de izquierda; y la otra novedad, es la del triunfo presidencial de Manuel López Obrador continuado con el de Claudia Sheibaum en México, que al igual que Colombia no había conocido la elección presidencial a favor de un candidato de izquierda, lo cual contrasta con el hecho de que todos los países o la gran mayoría de los países latinoamericanos conocieron con anterioridad estos quiebres en su tradición histórico-política liberal o de centro derecha o de derecha extrema.

Claudia Sheibaum y Gustavo Petro

En el horizonte de futuro de este anunciado “nuevo ciclo” del progresismo, se esperaría, en la expectativa de muchos y a la luz de la experiencia de la primera oleada progresista, la superación de los “errores” y las “deficiencias” que conoció su experiencia preliminar de comienzos del siglo XXI. En primer lugar, desde el punto de vista político-práctico, tener una mayor capacidad para movilizar a la ciudadanía, abrir mayores espacios de participación y decisión popular, incluso fomentar formas novedosas de poder político popular al lado de o alternativas a las formas convencionales de los poderes políticos instituidos, o hacia la apertura y la configuración de nuevos poderes que expresen de manera genuina, más vigorosa y vital, la presencia de la ciudadanía y del pueblo en la política, ya que el propio modelo de representación política liberal democrática no ha permitido que la ciudadanía pueda actualizar su papel constituyente en la definición de políticas hacia una sociedad alternativa no sólo al modelo neoliberal como tal sino a la propia sociedad capitalista. Este es, sin duda, un primer desafío. Un segundo desafío es cómo avanzar y profundizar en reformas de tipo económico y social de mayor alcance, que rompan “progresivamente” con la lógica neoliberal y neo-extractivista, con la lógica de la globalización de mercado y la compulsión privatizadora de lo público y de los bienes comunes. Al lado de estos dos grandes desafíos se encuentra uno tercero, que es de capital importancia, el cual tiene que ver con reconsiderar el rol geopolítico de América Latina dentro de la política internacional. Hoy sabemos que el mundo se está transformando desde el punto de vista geopolítico, obviamente también desde el punto de vista geoeconómico, lo cual reclama de los gobiernos progresistas una política regional e internacional cada vez más autónoma, soberana e integrada frente a los grandes poderes a nivel mundial.

Encarar estos tres desafíos, pasará necesariamente por un enfrentamiento, un conflicto mucho más abierto, mucho más consistente, orgánico y decidido con los sectores dominantes, con las clases dominantes tradicionales en América latina. De nuevo, la pregunta estratégica es si los progresismos latinoamericanos durante esta “segunda ola” están en condiciones y, además, tienen la voluntad política para encararlos. Hay razones para la duda. Si se toman en serio estos desafíos, esta podría ser la oportunidad quizás para que este “nuevo” ciclo progresista enfrente una prueba de fuego o una medición de fuerzas con los sectores dominantes más allá de lo puramente electoral. Si no se quiere repetir más de lo mismo y convertirse en parte del paisaje político convencional latinoamericano, el progresismo se verá obligado a encarar  el dilema político fundamental: o promover reformas paliativas al modelo neoliberal tal como lo ha hecho hasta ahora e incluso abogar por un capitalismo más productivo y ecológicamente sustentable tal como lo esboza el presidente colombiano Gustavo Petro, o avanzar realmente hacia la construcción de sociedades no solo anti-neoliberales, sino post-neoliberales y pos-capitalistas, hacia nuevas formas de organización de la economía, del Estado y  la sociedad. Esto último supondría, por un lado, movilización popular desde arriba y desde abajo, y, por otro, construcción de formas novedosas y autónomas de poder popular.

Es probable que aún no estén dadas las condiciones subjetivas para un giro revolucionario. Pero, ¿existe la voluntad política por parte del progresismo para efectuarlo?

Nota

[1] Es bastante deplorable, por decir lo menos, que intelectuales como Atilio Boron, figura emblemática del pensamiento crítico latinoamericano, descalifique y desvirtúe de manera vulgar y simplista el ejercicio de la crítica a la experiencia de los progresismos con epítetos como “trotskistas” que evoca las peores épocas stalinistas del “socialismo real”.

Jaime Rafael Nieto López desde Medellín, Colombia para la Pluma,15 de diciembre de 2024

Editado por María Piedad Ossaba