Un panorama de incertidumbres

El descontento social, por su misma condición espontánea, sin una organización sólida que la oriente, no resulta suficiente a la hora de negociar las reformas del capitalismo. Otros sectores del capitalismo, más intransigentes y a la derecha extrema proponen ya dar impulso a las nuevas formas del fascismo, que ahora como ayer, parecen dispuestas a la mano dura, a la represión general eliminando toda forma de democracia burguesa.

Crisis civilizatoria

Los avances de la derecha tradicional y sobre todo aquellos de la extrema derecha exigen analizar los motivos de estos, las fallas de la izquierda y, sobre todo, cuáles serían las perspectivas inmediatas. En realidad, los avances de la derecha no son aún plenos ni lo son todavía los triunfos de la extrema derecha como tampoco podría afirmarse que las fuerzas sociales y políticas de la izquierda se deban dar por eliminadas por completo. El panorama actual bien podría entonces entenderse como un escenario cargado de incertidumbres que por lo general alimentan siempre el catastrofismo.

Algunas evidencias podrían ayudar a despejar este horizonte cargado de incertidumbres. Lo más claro es que el modelo neoliberal ha sido un completo fracaso, al menos si se toman en consideración las principales promesas de sus ideólogos según las cuales se llegaría a una economía sin crisis, un orden social de plenas libertades políticas y una cultura de optimismo generalizado, todo ello como resultado de una competencia libre que daría como resultado al individuo feliz, siempre como fruto del esfuerzo personal.

La crisis de 2008 -aún no superada- vino a echar por tierra los vaticinios optimistas de los ideólogos neoliberales. La supremacía del mercado y la reducción del Estado a un ente menor, simplemente policivo, ha puesto en evidencia la necesidad de entidades públicas de enorme fortaleza que, al menos -en la versión menos salvaje del capitalismo- controle, aunque sea parcialmente, la esfera productiva y oriente su impacto tanto social como en la naturaleza.

La extensión de aquella «libertad plena» de los neoliberales al ámbito internacional (la «globalización») si bien trajo grandes beneficios a determinados sectores del capitalismo, y sobre todo a los países metropolitanos, ha supuesto la ruina de miles de empresas medianas y pequeñas incapaces de soportar la competencia desenfrenada. Un factor adicional nada desdeñable es sin duda el impacto económico que supone para las empresas la actual revolución tecnológica (cibernética y similares) que exige enormes inversiones si desean mantenerse en el mercado local y mucho más en el mundial. Por contraste, China, que ha mantenido un férreo control estatal de la economía (y en cierta medida también India) ofrece un balance muy favorable, a punto de convertirse en la primera economía del planeta (si es que ya no lo es, en tantos aspectos)

El modelo neoliberal ha supuesto, sin duda, enormes ganancias para ciertos sectores empresariales y de manera particular para los países metropolitanos (Europa y Estados Unidos, en particular). Por contraste, en los países ricos el modelo neoliberal afecta negativamente a sectores amplios del empresariado, a sectores de las llamadas clases medias y asalariadas (el moderno proletariado) y de forma dramática a grupos de población de grandes dimensiones que las metrópolis ya creían cosa del pasado: pobreza relativa y absoluta (en no pocos casos) de gentes que ya carecen de lo indispensable para tener una vida normal. El deterioro de los servicios públicos tradicionales (salud, educación, pensiones, ayuda social, etc.) y el deterioro profundo de las condiciones laborales afecta a sectores amplios de la población en las metrópolis generando una cierta pobreza relativa que no logra compensarse con los mecanismos del mercado (educación y salud privadas, por ejemplo).

En los países periféricos los efectos del modelo neoliberal son aún más dramáticos. Si bien la llamada globalización ha supuesto un incremento notable en la riqueza de sus oligarquías, el impacto sobre el resto de la población alcanza dimensiones catastróficas. Del llamado Tercer Mundo el proceso neoliberal ha expulsado millones de personas hacia las metrópolis. La destrucción del modesto tejido empresarial local (por una competencia imposible con la oferta extranjera) y las formas más criminales de pugna entre las metrópolis por el control de mercados y materias primas conduce a intervenciones militares directas o indirectas y condena a millones de personas a la huida hacia Europa y Estados Unidos, en una dimensión nunca antes registrada.

En contraste, el modelo chino ha posibilitado un incremento de su industrialización, fomentando una enorme migración interna del campo a las ciudades (se dice que de cerca de cuatrocientos millones de campesinos en las décadas anteriores) con una notable mejoría de su nivel de vida.

Pero ciertamente el modelo neoliberal no es solo una forma de gestión de la economía. La reducción del Estado tradicional y su reemplazo en áreas claves por la iniciativa privada se traduce en una disminución enorme de las formas de gobierno tradicionales. Las instituciones políticas, que, aunque nunca fueron completamente independientes del capital, tenían sí un cierto margen para al menos disminuir los impactos más duros de la explotación de la mano de obra.

El llamado Estado del Bienestar, como la forma más democrática en la toma de decisiones y en la gestión de los asuntos públicos había conseguido un amplio apoyo social en las metrópolis (y en parte también en algunos países de la periferia); este modelo -sobre todo en Europa- se ha visto reducido a casi nada por el neoliberalismo y es uno de los motivos principales que explican la crisis política actual, el desprestigio de las instituciones, del sistema político, de los partidos, del Parlamento y del Estado mismo. Como dice algún partidario convencido de las bondades del neoliberalismo, «hablemos de negocios, no hablemos de política». Buena parte de las consignas de la extrema derecha aprovecha ese desprestigio para presentarse como «antipolíticas», identificando a los políticos tradicionales como «casta» (Milei en Argentina, Bolsonaro en Brasil o Bukele en El Salvador y en igual medida el mismo Trump en Estados Unidos).

Más complejo es el panorama en la esfera de la cultura, con retos mucho más difíciles de resolver para la izquierda, y con períodos mucho más prolongados para realizar la necesaria acción educativa que permita superar la «falsa consciencia» que afecta a sectores sociales nada desdeñables. Lo que se denominó «darwinismo social» para señalar tendencias a un individualismo feroz, ajeno a toda cooperación y solidaridad social, ha devenido en la esencia misma del modelo neoliberal. Para tal doctrina todo depende del individuo, todo depende del esfuerzo personal y si no se triunfa la culpa recae totalmente en la persona, un sermón ya conocido en las prédicas de ciertas sectas religiosas. Con matices pequeños, ese mensaje cultural es compartido por la derecha tradicional y busca justificar la oposición a cualquier forma de solidaridad social. El individualismo feroz incapacita para la acción conjunta, detiene las iniciativas comunitarias y sobre todo impide explicar y entender la intensa y orgánica relación existente entre la esfera personal y el ámbito social en el cual se genera la individualidad.

La burguesía, en su conjunto, parece debatirse entre al menos dos alternativas. Ante el fracaso del modelo neoliberal (que ya resulta innegable) los sectores más sensatos apostarían por rehacer al menos parcialmente alguna forma de Estado del bienestar en las metrópolis y una versión adecuada en la periferia del sistema mundial. Soportan una presión social y un descontento ya innegable, pero tienen la ventaja de no tener en frente a una fuerza de izquierdas que les obligue a hacer concesiones (tal como sucedió tras la Segunda Guerra Mundial obligando a la burguesía a ceder a las demandas populares).

El descontento social, por su misma condición espontánea, sin una organización sólida que la oriente, no resulta suficiente a la hora de negociar las reformas del capitalismo. Sin embargo, si la causa popular cuenta con sindicatos fuertes, con movimientos sociales de mucha entidad y con partidos políticos eficientes y capaces de conjugar debidamente sus demandas múltiples, no debería descartarse alguna forma de acuerdo con el gran capital, si es que lo permite la correlación de fuerzas.

Otros sectores del capitalismo, más intransigentes y a la derecha extrema proponen ya dar impulso a las nuevas formas del fascismo, que ahora como ayer, parecen dispuestas a la mano dura, a la represión general eliminando toda forma de democracia burguesa. El gran capital no le teme al nuevo fascismo; por el momento puede que considere sus soluciones extremas, inconvenientes y precipitadas; pero no debe sorprender que en el fondo el nuevo fascismo se aparte de los principios fundamentales del capitalismo.

Juan Diego García para La Pluma, 7 de septiembre de 2024

Editado por María Piedad Ossaba