El accionar de la humanidad está íntimamente ligado a una aspiración, a un deseo, a un fin aún no concretado. Este «no concretado» representa una producción teleológica, un objetivo construido, un «posible deseable» que no ha sido realizado. Desde una perspectiva filosófica, el fundamento de toda acción es entonces la negación de lo dado como existente hacia un no ser, o una nada, que se proyecta hacia un futuro como posible. Es lo que centralmente define nuestra existencia como seres humanos y por ende, sociales.
La (in)comunicación a través de WhatsApp (conversación), las publicaciones en Instagram donde mostramos nuestra (in)felicidad, la (des)socialización en Facebook y la (des)información en Twitter, el uso extendido de plataformas como TikTok para entretenimiento, la visualización de contenido (contra)educativo y recreativo en YouTube, y el uso de un conjunto inabordable de plataformas, contribuyen a la omnipresencia digital que influye en nuestras vidas diarias y conforma un encuadre que subsume nuestra atención al punto de obviar esa negatividad.
La relación entre la acción humana y la negatividad se vuelve crucial cuando nos enfrentamos a un sistema social que aparenta poseer un control absoluto. Esta negatividad, lejos de ser una simple carencia, actúa como el motor de un devenir que desafía lo dado. Sin embargo, en un contexto donde las estructuras de poder parecen omnipresentes, la negatividad no se presenta de manera obvia. Es necesario adentrarse más allá de las críticas superficiales que abordan sólo los síntomas visibles, para identificar cómo esta negatividad subyacente opera en la construcción de lo posible.
Lo cotidiano, aquello que habitamos, nos brinda una comodidad aparente que neutraliza las posibilidades de la negatividad y nos arrastra a un estado de pasividad. En esta nueva fase del capital, nuestra creatividad es colonizada, nuestra imaginación invadida, sumergiéndonos en una realidad donde parece no haber escapatoria ante los hilos invisibles de explotación.
En sociedades complejas como las nuestras, la vida económica desarrolla mediaciones no económicas, creando sistemas de valores que actúan como alternativas de decisión entre lo valioso y lo no valioso. Hoy en día, estas mediaciones se originan en la virtualidad, sirviendo como esquemas reguladores que se imprimen en la praxis de los sujetos. Los algoritmos de las plataformas digitales no solo reflejan nuestras preferencias, sino que también las configuran y las orientan.
Se produce así un trastocamiento de los fundamentos de la praxis (acción) humana misma: el trabajo. Teniendo en cuenta los factores simples que intervienen en su proceso, sabemos que el o la trabajadora no se limita a hacer cambiar de forma la materia (proveniente de la naturaleza) que trabaja sino que realiza en ella su fin, es decir, pone en juego su voluntad consciente supeditada a dicho fin, que se define como atención. Atención que debe ser concentrada con esfuerzo cuanto menos atractivo o más empobrecido sea el trabajo en cuestión.
La frase «no lo saben, pero lo hacen» captura perfectamente la dinámica actual. La nueva arquitectura social genera tendencias causales a través de la actividad voluntaria de los individuos, y simultáneamente, produce causalidades objetivas no voluntarias que repercuten en los sujetos. Estas leyes tendenciales no dependen de la voluntad individual, pero se manifiestan a través de ella. De este modo, la virtualidad no sólo se convierte en un espacio de interacción, sino en un terreno donde se reproduce y perpetúa la explotación, disfrazada de conectividad y entretenimiento.
Este sistema digital está configurando un GPSocial (devenir) que orienta nuestras acciones hacia la construcción de un mundo virtual. Nos convertimos en prosumidores, fusionando consumo y producción con nuestro trabajo. Las desgracias se naturalizan, los deseos fabricados se multiplican y nos sumergen en un estado de carencia permanente, impulsándonos a perseguir fines ajenos en lugar de los propios.
En los tiempos actuales, surgen innumerables mediaciones que nos distancian de la naturaleza, hasta rozar la extinción de la misma en nuestra cotidianidad. La virtualidad potencia la socialización de perfiles digitales, o “avatares”[1] en su versión más novedosa, mientras suprime y distorsiona la identidad de nuestros cuerpos, ahogados por las métricas de aprobación y castigo que las plataformas definen.
Si no estudiamos las categorías del sistema capitalista industrial-digital-virtual desde la realidad social, desde una ontología y desde una totalidad del ser social, con una profunda concientización de las categorías de la existencia, no escaparemos de las trampas ideológicas y analíticas dominantes.
Debemos reflexionar sobre nuestros sufrimientos como una exterioridad que exterioriza nuestra interioridad. En otras palabras, si la exterioridad es individualidad, fragmentación, odio y codicia dentro de un sistema digital virtual, esto influye en nuestras subjetividades y nos impulsa a actuar en consecuencia, de la misma forma que nuestra praxis impacta en los entramados heterogéneos de los complejos sociales.
Es necesario que nuestro deseo sea el de producir humanidad, algo utópico y aparentemente irrealizable. Pero, ¿qué sería la negatividad sin un deseo magnánimo? ¿Sería simplemente comodidad? Concebir este sistema capitalista-digital, con su presente tenebroso y su futuro incierto, es construir una negatividad estructural acompañada de un deseo compartido y poderoso. Un deseo que enfrente las adversidades de nuestra situación actual, que tensione la cotidianeidad en la que estamos inmersos, para transformarla.
La relación con los demás nos lleva a reconocer los sufrimientos sociales, las miserias que habitamos, que deben convertirse en un motor que nos impulse hacia una intención común, permitiendo que nuestra acción se convierta en una praxis popular, tan fuerte y profunda que construya un fin transformador y humano. Esto nos obliga a tensionar con nuestro pasado, a pensar comunitariamente un futuro que aún no es, pero que sin embargo moviliza a la acción como finalidad. La humanidad debe hacerse ser; nuestro deseo es el «comun-mismo».
Nota
[1]Tanto en inglés como en español, avatar tiene, entre otros, el significado de ‘reencarnación, transformación’. En el marco del hinduismo u otras religiones, un avatar es la encarnación terrestre de un dios. La palabra ha adquirido un nuevo significado tras empezar a usarse en internet: la imagen o personaje que un usuario o usuaria adopta para interactuar con otros en un entorno virtual, ya sea en redes sociales, plataformas de juegos o comunidades en línea, un “alter ego” virtual.