(Nota con gatos de claraboya, perros que no ladran a la luna y un airecito de tango)
Me parece estupendo escribir sobre la calle de uno, aunque, en mi caso, son múltiples las que me “pertenecen”, y no hay ningún callejón, lo que puede ser una carencia. Uno se va volviendo como su calle, como sus casas de siempre, añejas, extemporáneas, con puertas y ventanas que miran, con un olor a vejeces, a cosas de antes, a tiempos que no están destinados al regreso. O tal vez solo como una memoria.
Me parece que en esa calle, en las calles en las que uno ha habitado, transcurrido, conversado con vecinos, hay algo personal, como una patria, una arteria, un ombligo, un estómago, bueno, sin tanta anatomía, como una ligazón entre el ayer y el ahora.
Como decía Naguib Mahfuz, en esas espacialidades, a veces breves, hay algo de uno que se queda, que no puede despegarse. Que se cree conocer y por eso, tal vez, se ama ese segmento, en el que hay asfalto, aceras, casas de otros, la vecindad. Se llega a querer la calle en la que uno ha caminado de mañana, de tarde, de noche y también en casos en las madrugadas en las que se ha conocido el rosicler de las primeras luces. Se llega a establecer una conexión fraternal, o será como de madre-padre e hijos, o como la que se puede experimentar con una mirada voyerista, o con las vigilancias clandestinas en ventanas y claraboyas. La calle tiene sus ojos secretos, sus oídos dispuestos a tantas músicas y a tantos ruidos.
Se va queriendo esa calle de tantos años, en la que fluye una pequeña historia, una manera de sentir, unos modos cálidos del saludo. Hay un microcosmos, o, desde otro balcón, unas microhistorias, detalles en las fachadas, los colores, el perfume de las flores de antejardín, el destello de un curazao al sol, esas flores que, algún poeta de barrio, de calle, me dijo que se parecían en su textura al papel de globo, o papel de China.
Decía que en mi caso los amores han sido repartidos, porque, desde la remota infancia he tenido varias patrias chicas, o grandes, que son las calles en las que ha estado mi casa, una casa móvil, gitanesca quizá, que tiene traslación y va pasando de un barrio a otro. Pero uno, puede ser desde estados inconscientes, se siente parte de una calle, de su geografía sin abundancia de paisajes, pero con los suficientes para irla observando, como se miraban con asombro las figuras geométricas y deslumbrantes de un caleidoscopio.
Se le va queriendo despacito, sin afanes. A veces sin darse uno cuenta de que esas sensaciones súbitas, otras con lentitudes, son la confección de una relación, sí, de una relación amorosa, sentimental. Calle de las primeras emociones, de las proyecciones imaginarias trasladas de una pantalla de cine al barrio, de las correndillas en las que había una disposición infinita de posibilidades para que la “loca de la casa” (o de la calle) se lanzara a la conquista de las estrellas, que caían al asfalto (a veces no había asfalto) como una lluvia sideral.
La calle, la tuya, la mía, es un universo a escala, una maqueta de todas las maravillas y también, por qué no, de pesares y ausencias. Es un retablo de múltiples puestas en escena. Verdad que se va queriendo, a veces a gotitas, a veces a torrentes, la calle en la que se ha vivido, o en la que se nació y sucedió el crecimiento. Y en la que también han pasado tantas cosas, entre ellas los que estuvieron y ya no están. Calle de vivos y de muertos, de cambios y permanencias. Calle en la que se puede revelar todo el universo, o solo una partecita ínfima, como la mirada de un gato, el ladrar nocturno de un perro (sin que tenga que ladrarle a la luna) o el guiño a una muchacha con uniforme de colegiala, parte del paisaje matinal de aceras y esquinas, en las que se escuchan adioses y bienvenidas.
Sí, claro, me ha gustado escribir de calles, de las mías, de las que ya no están, de aquellas a las cuales jamás volví. Por qué no. Quién lo puede prohibir. Ah, no, pero sí ha pasado. Otro poeta de un barrio con una quebrada histórica y lleno de lomas, me advirtió hace tiempos que no siguiera escribiendo sobre barrios, eso para qué, agregaba con cierta tonalidad despectiva. Y hubo otro, que no es poeta, o por lo que ha dejado ver carece de esas sensibilidades (o, quizá, como dice Mahfuz, cultive el arte de ser cretino), me manifestó alguna vez que él se enardecía y disgustaba por todos esos escritos referente al bar de esquina, al fútbol de barrio, a la calle.
Pueden tener razón, pero uno elige sus territorios, sus querencias. O, puede pasar, los territorios lo eligen a uno. Y me sigue gustando la calle, sus metáforas, las sonoridades que emana, el paisaje a veces grisáceo, pero también su paleta sin ambiciones, que por lo menos cuenta con los colores primarios. Y ya he puesto calles (algunas imaginarias) en libros, en el que también incluí callejones, que tienen más connotaciones, más misterios, como uno que hubo en Bello, llamado, curiosamente la Calle del Talego, y otro en el barrio Andalucía (también en Bello), que deslicé en la novela de la Tía Verania y en la de Betsabé y Betsabé.
La calle, creo, se queda en uno, aunque uno en ella no permanezca. Tiene voces, silencios, alteraciones, aliteraciones, músicas. Hay gente de una sola calle toda la vida. Hay otros, como me ha pasado, cuyas vivencias y otras señales han transcurrido en diversidad de calles, de casas, de esquinas, de ventanas y puertas. Calles de pasos perdidos, calles de serenatas y de algún espanto.
Uno también es la calle en la que vivió o sigue estando, atado a una memoria. Hay calles que marcan, que tienen más archivo que otras, que revelan lo insólito, otras solo lo más cotidiano. Está la calle de los pasos perdidos, la de los amores truncos, las del ejercicio físico y mental del ya desaparecido futbolito de pavimento, la de los juegos que desde la distancia uno sigue viendo en las pantallas del recuerdo.
Hay calles de ensoñación y otras con infierno propio. Están las del adiós y las que, con manos en los balcones, te siguen dando bienvenidas. Georges Perec recomendaba olvidar lo que, sobre ciudad, barrio, calle, dicen sociólogos y urbanistas. Quizá tenga más sentido lo que declara la señora que antes tuvo tienda y ahora está dedicada a vivir de los ayeres: mi calle es la gente que no está y la que vendrá, le oí decir.
Parece que no hay manera (y si la hay, qué importa) de desprenderse de la calle que, más que depender del catastro, es parte de una metafísica. Y como dice un poeta de tango, al pie de nuestra ausencia seguiremos viendo la última esquina. La última calle con su último farol en desuso.