Las negociaciones cupulares que resolvieron la elección de la testera de la Cámara de Diputados demuestran la fragilidad de nuestro sistema político porque corroboran que el principal afán de nuestra clase dirigente es la lucha por asegurarse cargos de la administración pública y estar siempre de cabeza en los procesos electorales.
Notable resultó que fuera electa como presidenta de esta Corporación una diputada comunista como Carol Cariola, constituyéndose en la primera vez que una mujer y militante de este Partido accede a tan alto cargo. Ella, por supuesto, ganó con todo el apoyo del oficialismo, más bien de todos los partidos y movimientos que controlan el Ejecutivo, con tan buena suerte que no alcanzó a llegar a la votación un diputado republicano. Con cuyo sufragio habría sido la derecha opositora la que accediera a la presidencia de la Cámara, tal como ocurrió en el Senado de la República. Ello debido al “empate” que existe entre los partidarios del Gobierno de Boric y sus detractores.
No hubo en tal proceso debate ideológico alguno o propuestas legislativas. Simplemente lo que operó fue la “ingeniería política”, en este caso en el cálculo minucioso de la voluntad de cada parlamentario como en las presiones que siempre se les ejercen desde las cúpulas partidarias y desde la propia Moneda. Un operativo que esta vez resultó muy complejo, puesto que no pocos diputados han renunciado a sus partidos, constituyéndose en independientes o en militantes de otro referente. De hecho, el oficialismo tuvo que recurrir a un parlamentario de errática trayectoria partidista y cuestionada solvencia ética para ofrecerle una de las vicepresidencias del organismo para conseguir su victoria.
Podríamos decir que la nueva directiva de la Cámara de Diputados queda en una situación muy feble (débil) si se considera que apenas por un voto de ventaja lograron sus integrantes acceder a la testera. De todas maneras, estar en la cúpula de una de las dos ramas del Congreso Nacional les da ciertamente a sus integrantes la posibilidad de apurar o retardar proyectos de Ley, pero en nada conseguir la aprobación o rechazo de los mismos. El empate político entre oficialistas y opositores seguirá obstaculizando, como hasta aquí, iniciativas de ley tan importantes y demandadas como la reforma tributaria, la previsional y un sin número de pendientes en materia de salud, educación y otros temas.
Asuntos todos en que perfectamente podrían encontrar acuerdos entre gobiernistas y opositores cuando en realidad las coincidencias son tan grandes en cuanto al encantamiento que prácticamente a todos les ha producido el modelo neoliberal plenamente vigente y que llevara recién a un senador socialista a declarar que él no ve para nada necesario cambiar el sistema actual sino, a lo sumo, humanizarlo algo más. Pero como lo que prevalece es la disputa por el poder, la derecha tratará siempre que el Gobierno no pueda obtener los cambios que se propuso, porque ello podría dificultar enormemente el triunfo electoral de la derecha en las próximas elecciones presidenciales y parlamentarias. Cuando las encuestas hasta ahora le dan una ventaja clara, justamente por la insolvencia demostrada por los actuales moradores de La Moneda, las reformas económico sociales pendientes, el impacto del crimen organizado y, de nuevo, los graves episodios de corrupción.
Críticas y escozor han causado las palabras de un líder comunista en cuanto a que el Gobierno debiera apoyarse en la presión social para materializar su programa. La derecha lo ha acusado de querer provocar un nuevo estallido social y la acción de aquellos grupos violentistas que tanta conmoción crearon en la protesta del 2019. Cuando en realidad su propuesta no puede ser más democrática en cuanto a convocar la acción del pueblo para la consecución de sus demandas.
Curiosamente, la audaz idea del senador Núñez tampoco ha recibido los apoyos que se merece desde su partido y coalición de gobierno. Lo que se explica en que los principales actores del Ejecutivo siguen empeñados en la “política de los acuerdos” con la derecha para obtener los cambios que quiere, aunque para ello estas reformas sufran toda suerte de enmiendas que desnaturalicen las iniciativas originales. O consigan la postergación indefinida de otras.
Todo esto habla de lo lejos que estamos de una democracia real, esto es del “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo” proclamado por Abraham Lincoln. Muy distante, incluso, de las democracias europeas que siempre se ofrecen de modelo para los dirigentes políticos, especialmente la Suiza. Desgraciadamente, lo que sí indica es que estamos mucho más cerca del modelo político y económico heredado del pinochetismo y su Constitución de 1980, al parecer grabada en piedra en nuestro presente y porvenir.
En una fatal inercia y práctica viciosa de la alternancia en el poder que solo podría quebrarse con la movilización popular. Y con la cabeza y pies de la política puesta en las calles.