Betsabé en el cementerio Père-Lachaise

La noche de París sabía a vino. Volví a sentir la voz del viento en los árboles de Père-Lachaise e imaginé que a esa hora, casi la medianoche, en el histórico cementerio habría alguna reunión de espíritus o, mínimo, sonaría la voz de Edith Piaf, expandiéndose por los mausoleos: “Non, je ne regrette rien”. Nada de que arrepentirse.

(Crónica con mausoleos históricos, los fusilados de la Comuna de París y la presentación de una novela)

Los cementerios son lugares fríos, con olor a muerte y a ausencias, pero, en algunos casos, son parte clave de la historia, reviven memorias colectivas e individuales, dan cuenta de quiénes han sido sus muertos. Pasa, por ejemplo, con el muy célebre cementerio del Père Lachaise, al este de París, construido cuando aquella parte del hoy Distrito XX, eran soledades. Lleva el nombre, mejor dicho, el apellido de un cura jesuita, amigo y confesor del absolutista Luis XIV (quién sabe qué pecados le confesaba el Rey Sol), el padre François d’Aix de La Chaise. El inmenso camposanto, de más de cuarenta y tres hectáreas, intramural, con ochenta mil tumbas, lo diseñó el mismo arquitecto de la Bolsa de París, un neoclásico llamado Alexander Théodore Brongniart.

Una de las calles del cementerio Père-Lachaise, de París. Foto Spitaletta.

Una niña de cinco años fue la primera en ser enterrada, en 1804, en el que hoy puede ser el cementerio más famoso y visitado del orbe. Se cuenta que, al comienzo, no había mucha demanda, quizá porque los parisinos no deseaban que los enterraran tan lejos. A alguien se le ocurrió, tal vez como una idea de mercadeo funerario, trasladar allí los restos de ciertas celebridades, como Molière, el fabulista La Fontaine y Abelardo y Eloísa. Santo remedio. Ahí sí crecieron las ganas de los vivos de tener allí su última morada, en especial, los de las élites parisinas.

Crematorio del cementerio Père-Lachaise. Foto Spitaletta

El cementerio, con pájaros a granel, gatos al acecho y buena arborización, con calles empedradas, con crematorio, es una extensión de la memoria, una presencia múltiple de arquitecturas en los mausoleos, de referencias históricas, de muertos ilustres y de romerías de curiosos de todo el mundo. Allá recalamos en compañía (nos encontramos en una estación de metro, la Wagram) del pintor Mario Ossaba y la periodista María Piedad Gómez.

Entramos por la avenida Gambetta; en sus afueras, había vendedores de recuerdos. Compré unas postales con retratos de Edith Piaf (también está enterrada en Père-Lachaise), y luego en una caminada lenta y exploratoria, sentimos el frío otoñal y sobre el piso empedrado las hojas muertas. Transitábamos, expectantes, por ese “barrio de los acostados” (como se decía hace años de los cementerios), esperando al menos encontrarnos con los mausoleos de famosos, como Jim Morrison, Balzac, Chopin, Isadora Duncan, Maria Callas, Yves Montand, Eugène Delacroix, Cyrano de Bergerac, en fin.

Era 24 de octubre. Por la tarde, a las seis y treinta, íbamos a presentar en París, en el 87 de la rue du Faubourg Saint-Denis, en la sede del Partido Obrero Independiente, mi novela Betsabé y Betsabé. Por tal motivo, también, nos íbamos a encontrar en el cementerio con el periodista colombiano, exiliado en Suiza, Eliécer Jiménez Julio, y el cineasta colombiano Marino Valencia. Nos estaban esperando junto a una tumba, en la ruta del crematorio.

Vista lateral del Mausoleo de Oscar Wilde, en Père-Lachaise. Foto Spitaletta.

Me había llamado la atención conocer algún día el lugar donde fusilaron y enterraron a los últimos resistentes de la Comuna de París, en ese cementerio. Recordaba fragmentos de la narración de la anarquista Louise Michel, en sus memorias sobre los días del alzamiento popular de 1871. Vamos a citar un pedacito: “La Comuna, sin municiones, está dispuesta a disparar hasta el último cartucho. El puñado de valientes del Père-Lachaise combate entre las tumbas contra un ejército, en las fosas, en las criptas, con el sable, con la bayoneta, a culatazos. Los más numerosos, los mejor armados, el ejército que conservó su fuerza para París, aplastaba y degollaba a los más valientes”.

Las tropas de Thiers fusilaron a los últimos comuneros en el histórico cementerio, que hoy erige el Muro de los Federados en memoria de los ejecutados y arrojados en una fosa común en el Père-Lachaise. Sin embargo, no llegamos hasta esa parte de la enorme necrópolis. Eliécer y Marino propusieron que grabáramos una nota divulgativa del evento sobre Betsabé en el mausoleo de Oscar Wilde. Y hasta allí nos dirigimos. El irlandés, que estremeció la pacata sociedad inglesa, que murió olvidado en París, escribió alguna vez que un beso puede arruinar una vida humana.

Su tumba tuvo que ponerse a prueba de besos. Hombres y mujeres llegaban hasta allí y besuqueaban el cemento, la piedra, seguro en actitudes admirativas, en arrebatos que las autoridades multaban a quienes sorprendían “chupando piña” con la tumba, que se iba llenando de huellas de lápiz labial. De las tumbas más besadas en el mundo, la del autor de El retrato de Dorian Gray. Sobre el mausoleo reposa una escultura realizada por el estadounidense Jacob Epstein. Tuvieron que construir un muro de cristal para preservar de la besuquiadera incontrolable al escritor del De profundis.

Frente al mausoleo recordamos la huelga de señoritas de 1920, en Bello, Antioquia. Revivimos las gestas de Betsabé Espinal, que los reporteros de entonces llamaron la Juana de Arco colombiana. “Me gustaría que algún día, en París, en Francia, se dijera de alguna mujer de aquí que es la Betsabé Espinal de Francia”, le dije al colega Eliécer en su nota para un informativo de Bilbao. En aquel cementerio revivimos una de las escenas de la novela, una comunicación espiritista de Betsabé Hoyos (personaje de la obra) con la dirigente obrera Betsabé Espinal.

Tertulia de café en un bistrot cercano al cementerio Père-Lachaise. Gallada colombiana.

Después, seguimos caminando, hasta cuando una puerta nos sacó del cementerio y nos puso en un bistrot de la avenida Père-Lachaise, en el que tomamos vino caliente, pedimos croissants y café y otros comestibles. Marino, vecino del lugar, nos condujo después por barriadas, urbanizaciones con jardines, por callecitas con arte en sus paredes, donde en posterior ocasión, para despedirnos de París, nos invitarían a comer platos típicos kurdos. Pasamos por antiguos bares, vimos desde algún puente las más viejas vías del ferrocarril…

La tarde nos invitaba a irnos en tren para el Distrito Diez, para el barrio de la Porte-Saint Denis, donde estaríamos, en la sede de un partido obrero, en cuya biblioteca resaltaba libros de Trotsky, presentando a Betsabé y Betsabé. En la Plaza de la República, más o menos en las inmediaciones, a la misma hora de la charla sobre la remota huelga de señoritas, había una manifestación a favor de Palestina.

En el salón hubo presencia de latinoamericanos, entre los que había chilenos, ecuatorianos, colombianos y el exembajador de Venezuela en Francia, el sociólogo Michel Mujica. Y, como caso singular, la presencia de una bellanita que hace años vive en París, la poeta Miriam Montoya. Betsabé y las cuatrocientas señoritas, las de la primera huelga que hubo en Colombia, los acosos y persecuciones a las trabajadoras, las peticiones de las obreras, los contextos históricos de entonces, desfilaron por aquel auditorio, en el que, después de dos horas de exposición, hubo preguntas y reflexiones sobre las dos Betsabés de la novela.

Al final, un poeta español, Olivier Herrera, leyó una suerte de manifiesto a favor de la lucha de los palestinos y contra el genocidio cometido por Israel. La noche de París sabía a vino. Volví a sentir la voz del viento en los árboles de Père-Lachaise e imaginé que a esa hora, casi la medianoche, en el histórico cementerio habría alguna reunión de espíritus o, mínimo, sonaría la voz de Edith Piaf, expandiéndose por los mausoleos: “Non, je ne regrette rien”. Nada de que arrepentirse.

 

Mausoleo de Croce, spinelli y Sivel, navegantes de globo aerostático que perecieron en su «salsa». Foto Spitaletta