El médico socialista Salvador Allende Gossens (1908-1973) hizo carrera en la política institucional como ministro, diputado y senador. Acumuló experiencia como candidato a la presidencia en 1952, 1958 y 1964, hasta que triunfó en las elecciones de 1970, promovido por la Unidad Popular (UP), una coalición de izquierdas (P. Socialista, P. Comunista, MAPU Mov. de Acción Popular Unitario, API Acción Popular Independiente, PSD P. Social Demócrata). Ratificado ese triunfo por el Congreso, Allende gobernó entre el 3 de noviembre de 1970 y el 11 de septiembre de 1973, cuando el golpe de Estado del general Augusto Pinochet, lo derrocó.
Convencido marxista y apoyado por otros partidos marxistas, el gobierno de Allende planteó la “vía chilena al socialismo”, que aprovecharía de la constitucionalidad y la democracia representativa. Era el intento de la vía pacífica, que contradecía la vía armada por la que habían optado los más importantes movimientos de la izquierda en numerosos países de América Latina, convencidos de poder reeditar el camino de la Revolución Cubana, triunfante en 1959. Pero la vía pacífica se planteó en condiciones adversas. A la cabeza estaba la Guerra Fría, que precisamente erupcionó en América Latina a raíz del triunfo cubano. Desde sus inicios el gobierno de Allende resultaba molesto a todo tipo de anticomunistas. Particularmente en filas militares, pues a partir del TIAR (1947) el entrenamiento e ideologización a través de los Estados Unidos, convirtió a las fuerzas armadas latinoamericanas en instituciones anticomunistas (macartistas), que enfrentaron con éxito a la mayoría de las guerrillas surgidas en distintos países, bajo la consideración adicional de librar una “guerra interna” contra un “enemigo” al que solo cabía exterminar. Naturalmente, tras lo ocurrido con Cuba, los EE.UU. no estaban dispuestos a tolerar ninguna otra nación socialista en América y por ello, desde antes del ascenso de Allende a la presidencia ya actuaron, a través de la CIA, para impedirlo y, a partir de su posesión, lanzaron todo su arsenal de recursos, injerencia e inteligencia para derrocarlo.
De otra parte, los grandes referentes de lo que se tenía como socialismo eran la URSS y China, con vías distintas, con marxismos oficiales igualmente distintos y, además, confrontadas desde inicios de la década de 1960, pues China cuestionó la “coexistencia pacífica” de la URSS con el capitalismo y la atacó como potencia “social-imperialista”. Pero tanto la interpretación marxista-leninista que se manejaba en la época, como los procesos económicos de la URSS, China e incluso Cuba, consideraban que en la fase de la “dictadura del proletariado”, la conducción económica debía tener como base la estatización completa de los medios de producción, acompañada de la movilización de los trabajadores en cuyo beneficio obraba el Estado, para la superación revolucionaria del capitalismo. No existía un “modelo” distinto. De modo que, si bien la vía chilena del acceso pacífico al poder se demostró viable e históricamente cierta para América Latina, la construcción de lo que se creía como socialismo se asentó en la tesis central de la estatización de los medios de producción, que Allende quiso desarrollar con apego a la Constitución, las leyes y la institucionalidad existente.
Es en este marco teórico y político que debe entenderse la reforma agraria y la nacionalización del cobre que, paradójicamente fueron procesos iniciados por el democratacristiano Eduardo Frei (1964-1970), así como el avance en la nacionalización de otras minas, empresas y fábricas. Naturalmente esa política despertó un enemigo feroz: las tradicionales oligarquías terratenientes y la poderosa burguesía chilena, acostumbradas a que el poder privado de sus empresas se pusiera por encima de la sociedad y que ahora temían perder sus negocios y sus ganancias. Las reacciones fueron canalizadas y apoyadas por los grandes medios de comunicación y, además, por los partidos de la derecha política: Democracia Cristiana, Partido Nacional y Partido Liberal.
En definitiva, el gobierno de Allende tenía a su alrededor una serie de fuerzas contrarias a la vía pacífica al socialismo. La tensión entre el gobierno y este bloque de fuerzas que paulatinamente fue convergiendo en un solo propósito: derrocar al presidente, fue la contradicción principal del régimen político.
Sin embargo, también apareció una contradicción que, siendo secundaria, afectó el camino gubernamental. Se trató de los quiebres en las propias filas. Es que, aunque Allende representaba a la izquierda chilena, no todos los sectores de esa tendencia apoyaron incondicionalmente al gobierno de la UP, coalición en la que también aparecieron tensiones. Y la presión de fuerzas como la del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) pasaba a ser inquietante, pues no solo desconfiaba de la vía pacífica, sino que creía en cambios más radicales e inmediatos, incluyendo la definitiva lucha popular por las armas.
Finalmente, la economía acumuló signos igualmente contradictorios. Durante el primer año de gobierno hubo euforia. La nacionalización del cobre obtuvo apoyo político generalizado; pero despertó las demandas de las gigantes Anaconda y Kennecot, al punto de provocar que el presidente norteamericano Richard Nixon comenzara los primeros pasos para bloquear al gobierno de Allende, con la paralización de créditos. Las tomas campesinas de tierras para acelerar la reforma agraria desataron enfrentamientos con los terratenientes. Del crecimiento inicial paulatinamente se pasó al estancamiento y aceleradamente a los desajustes fiscales, desniveles en el comercio exterior y un creciente “mercado negro”. Las emisiones inorgánicas de dinero empeoraron la estabilización. Resultó insuficiente el giro en las relaciones económicas con Rusia y China, así como la integración con los países latinoamericanos. La polarización social pasó a ser un fenómeno diario y condujo a paralizaciones de propietarios, destacando el transporte y, obviamente, al apoyo de las burguesías chilenas al golpe de Pinochet, con militares que creían “salvar” al país.
A pesar de todos esos escenarios conflictivos, los avances sociales fueron significativos en las distintas áreas: educación, salud, seguridad social, derechos laborales y sociales. Sin duda Allende contó con apoyo popular. Se demostró que era posible mejorar la calidad de vida y trabajo para grandes mayorías y por la vía pacífica. Eran las condiciones históricas de la época las que estrangulaban las posibilidades de construir una nueva sociedad, que requería un tiempo más largo que los seis años oficiales establecidos constitucionalmente para la duración del gobierno.
Los factores adversos vencieron. Y el sanguinario golpe del 11 de septiembre de 1973 fue una verdadera convergencia de las fuerzas de oposición al gobierno de Allende, encabezadas, ciertamente, por los militares, aunque atrás de ellos estuvieron: el gobierno de Nixon y el siniestro rol cumplido por su Secretario de Estado Henry Kissinger, la CIA, las transnacionales financistas del golpe, las elites del poder económico empresarial, capas medias absorbidas por el anticomunismo, las diversas derechas y partidos políticos con esa identidad (particularmente la Democracia Cristiana), los medios de comunicación. Un amplio bloque que no tuvo contrapeso en un sólido bloque de izquierdas y popular. Desde 1973 todo “izquierdista/comunista” simplemente dejó de tener derechos y el tratamiento a quienes fueron detenidos, torturados y asesinados no cabe ni en el horror del pensamiento humano. Todo ello está ampliamente documentado y estudiado.
Después de 50 años, las viejas y nuevas derechas han tratado de reivindicarse y manosear la historia, culpando de todo al gobierno “minoritario” de Allende y la UP, que supuestamente buscaban instalar una “dictadura totalitaria” (https://shorturl.at/acewD). Pero en la actualidad la figura de Allende es un gigante más en la historia de América Latina. En cambio, Pinochet y los criminales de la época cuentan con el repudio mundial y la condena latinoamericana, por más que aparezcan negacionistas que todavía reivindican el golpe que terminó con la experiencia chilena.
Si se mira con la distancia del tiempo, las condiciones históricas evidentemente han cambiado, incluso por el derrumbe del socialismo de tipo soviético. Los EE.UU. están en declive histórico ante el ascenso de China, Rusia y los BRICS. América Latina y África despiertan ante el mundo multipolar y definen posiciones antimperialistas. El neoliberalismo, así como los gobiernos empresariales latinoamericanos, han demostrado su rotundo fracaso para promover el desarrollo económico y mejorar la vida y el trabajo de la población. Las izquierdas latinoamericanas ya no se reducen a las fuerzas marxistas, sino que identifican a múltiples sectores anticapitalistas y opuestos al neoliberalismo. Cuentan con mejores perspectivas, conocimientos sobre la economía y seguridades para avanzar aceptando la vía pacífica de la institucionalidad existente, el constitucionalismo y la democracia.
Edificar economías sociales es un camino de transición que se generaliza como un modelo viable en América Latina e inscrito en la institucionalidad y la democracia existentes. Lo demostraron los gobiernos del primer ciclo progresista al iniciarse el siglo XXI, por sobre las limitaciones que también podría destacarse. En cambio, las derechas económicas y políticas no tienen viabilidad histórica en la región, por más que todavía sigan ganando elecciones en forma temporal. La contraposición entre economía social y economía neoliberal está marcando la marcha de las presentes décadas. Tampoco los militares pueden obrar como en el pasado y sin impunidad. El lawfare persiste, aunque en un clima de agotamiento; y el anticomunismo se concentra en las élites del poder. Se ha quebrado la hegemonía de los grandes medios de comunicación tradicionales, por el surgimiento de medios alternativos. Por todas partes la corrupción galopa sobre el capital y los negocios privados, no solamente en esferas públicas. La inseguridad y el nuevo fenómeno de las mafias desprestigian aún más al capitalismo. Y ciertamente aparece el peligro del fascismo de la mano de libertarios y anarco-capitalistas, así como de ultraderechas. “Lo nuevo surge en las entrañas de lo viejo”.
Vivimos una coyuntura histórica favorable a la construcción de otro futuro. Posiblemente el camino no sea inmediato, pero resulta efectivo y demanda construirlo sobre la base de obtener avances a través de gobiernos que respondan a la tendencia de estos tiempos y se logre el apoyo y la movilización de las capas medias, trabajadores y clases populares. Es el mejor homenaje que puede recibir el presidente Salvador Allende, para desgracia de quienes lo derrocaron hace 50 años.