Caminando por Pompeya… y la inundación
Nostalgia de barrios que han cambiado, con Troilo y Homero Manzi

Ya eran otros los colores, los olores, y hasta los sinsabores. Y entonces, tras mirar el cielo, el pedacito de cielo que me tocó en otros años, ya parecía más bien la carpa rota de un circo pobre, de los que ya tampoco existen. O, si todavía hay alguno, debe estar a punto de extinguirse para siempre.

Guiado por tangos que me hablaron de ese barrio, de un puente, de un romance, me fui, hace ya años, a Nueva Pompeya. Quería saber de Puente Alsina, de una luz de almacén, del dramón de la pálida vecina, de los trenes y de las aguas del Riachuelo. Caminé por carrileras, me paré en un puente a recordar viejos bares, antiguas quebradas de mi tierra natal y a retroceder en el tiempo para volver a escuchar, muy adentro de mí, o quién sabe en qué parte del ser, aquel verso contundente: “todo ha muerto, ya lo sé”.

Recuerdo, tras haber caminado por distintas calles, historias de cuchilleros, el matadero (e hice memoria de inmediato del que hubo en Bello) y en un momento de camino por la calle Sáenz, me detuve a limpiarme un lagrimón cuando, sin darme cuenta, iba cantando “Un pedazo de barrio, allá en Pompeya,/ durmiéndose al costado del terraplén”, y ahí, muy cerca, estaba, “florando en el adiós”, el poeta Homero Manzi, con su manera particular de ver el suburbio y de rememorar lo que ya, por mucho que se desee, no existe más: “Barrio de tango, luna y misterio, / calles lejanas, ¡cómo estarán! / Viejos amigos que hoy ni recuerdo, / ¡qué se habrán hecho, dónde estarán!”.

Por momentos, me aturdí. Años después de esa visita relámpago a aquel barrio proletario, vi una película, El último aplauso, que me transportó otra vez por esos pagos del sur, buscando no los pasos perdidos, sino los no caminados. Porque, no sé por qué, esa vez seguí hacia Parque Patricios, a buscar la sede del Club Huracán. Quería comprar una camiseta, sí, una blanca y roja, y fue una de las que le llevé al hijo, al cual, en otro viaje a Buenos Aires, ya le había comprado una del Boca Juniors.

En verdad fue por esas geografías, el sur, el sur borgeano, el sur troileano, el sur de Manzi, el de aquellos tangos que me sabía a pedacitos, sin poder recordarlos por completo cuando ya estaba en esos escenarios en vivo y en directo. Me imaginé, sin tanto esfuerzo (tal vez puse la imagen de otra muchacha), a Juana, la rubia, que Manzi o no sé quién tanto amó, y que la dejó una tarde, para siempre, embutida en ese barrio de tango, luna y misterio. Claro que yo no veía aquel barrio porteño en el recuerdo, sino en tiempo real y quizá por esa situación intenté un desdoblamiento: convertirme en el poeta que escribió esos versos que yo no alcanzaba a recordarlos del todo, pero que estaban dentro, agazapados, ocultos, tal vez en mi mochila o en una esquina de las que yo había vivido en distintos barrios de Bello.

Cuando pasé por allí, no había perros ladrándole a la luna, porque era de día. Tampoco detecté ningún coro de silbidos en la esquina, porque, me parece, y así lo dijeron en Martín Hache, de Adolfo Aristarain, que ya en Buenos Aires nadie silbaba, y esa podría ser, los silbidos por doquier, una manera de la nostalgia de los que allí vivieron y tuvieron que irse. “Un reo meditabundo / va silbando una canción”. De todos modos, no escuché a nadie silbar por Pompeya.

Una imagen desde el puente, me mostró carrileras, que me transportaron a la vieja estación ferroviaria del barrio Manchester, en Bello, con sus pitos largos de locomotoras tristes. Me vi caminando por esos fierros con ribetes brillantes, contando durmientes, o detenido en la mitad de un puente ferrocarrilero sobre la quebrada El Hato, y en otro, más allá, sobre la quebrada La García. Entonces no sabía de letras y músicas de tangos, aunque en aquel barrio había bares a granel que, desde por la mañana, molían tangos en sus pianolas coloridas y bien iluminadas.

El viejo café, tradicional bar tanguero de Bello. Foto Spitaletta

El barrio que más siento con el tango de Manzi que no pude cantarlo todo para mis adentros cuando vi casitas coloridas y calles con colectivos, es El Congolo, en Bello. Y me da cosita, como decían antes las señoras de barrio. Una estrofa, imperdible, recordable siempre, me puso a temblar en Pompeya y volé de inmediato hacia aquel barrio (lejano, lejano) casi al pie del morro Quitasol. “Barrio de tango, luna y misterio / calles lejanas, ¡cómo estarán! / Viejos amigos que hoy ni recuerdo, / ¡qué se habrán hecho, dónde estarán!”.

Solo que a los amigos de entonces, a los del fútbol, los de la barra querida, los de las caminadas a charcos límpidos, los de las triquiñuelas y las aventuras por regiones suburbanas de Bello, sí los recuerdo, aunque ya no sé dónde estarán. Con ellos hicimos paredes, jugadas a lo Mundial 70, taquitos, chilenas, amagues, tecniqueos y participamos en picaditos callejeros de hasta veinticuatro horas seguidas. Asaltamos árboles de mango y naranjo y ciruela. Correteamos en eternos juegos de persecución barrial que tenían que ver con imaginarias guerras, con libertades y fugas de campos de concentración, con búsquedas nocturnas en las penumbras urbanas, que por entonces las luces de la calle no eran muy potentes.

Hace unos meses volví por aquel barrio querido, de la adolescencia, y me paré en la mitad de lo que llamábamos “la plazuela”, escenario de partidazos, y vi ventanas de otros días, y sombras y luces y me dio cierta tristeza cuando ya no estaban mis amigos de antes, ni las muchachas en los balcones, ni la tienda de don Juan, y menos aún el Bar Florida, el de Arturo, el Bizco, en el que sonaban distintas músicas, pero ni una vez se escucharon allí, en su piano Seeburg, Sur ni Barrio de tango. Lo que pasa es que, después, escuchando esas piezas, la devolución a aquellos días de barrio era ineludible. Ah, y lindo aquello de, después de mil años, ver a Edilma, no escondida en el portón, sino a un lado de su balcón, a la espera.

Bar El Chino, en Pompeya, esencia del documental El último aplauso.

Por ese barrio después de tantos años de no verlo, comprobé los sentimientos de besos robados, las “nostalgias de las cosas que han pasado” y sentí la “pesadumbre” de las calles y casas cambiadas, de lo que ya no es, de lo que se fue y solo ha quedado en una memoria asombrada que revive cada vez que alguien canta Sur y Barrio de tango. Ya eran otros los colores, los olores, y hasta los sinsabores. Y entonces, tras mirar el cielo, el pedacito de cielo que me tocó en otros años, ya parecía más bien la carpa rota de un circo pobre, de los que ya tampoco existen. O, si todavía hay alguno, debe estar a punto de extinguirse para siempre.

Tango apenas un recuerdo borroso de aquella caminada por Pompeya, por Puente Alsina, por esquinas y calles de un barrio que conocí mediante el tango canción. Sin embargo, y tal vez fue más una ilusión, pude sentir “un perfume de yuyos y de alfalfas” que fue suficiente para llenarme de nuevo el corazón.

Puente Alsina, en Pompeya, sobre el Riachuelo.

Reinaldo Spitaletta para La Pluma, escrito en Medellín el 23 de julio de 2023, cuando la ciudad ardía de calor

Editado por María Piedad Ossaba