La literatura, la historia (la contada por los vencedores ¿o por los vencidos, que, más que historia escriben novelas, como lo dijo un novelista?) y algún periodismo, nos muestran los significados de ser colombiano, si es que ser colombiano significa algo. Puede que sí. Y casi todo lo que significamos está conectado con la violencia, que se vuelve bella cuando la canta, por ejemplo, Juan de Castellanos o, cuando en una mezcla de realismo y romanticismo en retirada, la cuenta y entona José Eustasio Rivera; entonces podríamos advertir, sin novedad en el frente, que ser colombiano es ser, en esencia, gente parida por la violencia.
Lo cual, por supuesto, no deja de ser un horror. Y peor aún: a ese mismo horror nos vamos acostumbrando. Podemos ser parte de una historia de la atrocidad. Lo que nos disminuye. Hemos atravesado todas las violencias, que nos pintan, nos señalan, nos asfixian, y no sé si preguntar ¿nos dan carácter? Todavía se nos aparece, como un eterno espanto, la cabeza a modo de cruel pelota de fútbol de alguna víctima, de muchas víctimas, del paramilitarismo. Todavía resuenan los ecos de las explosiones de carrobombas del narcoterrorismo, se siente el crujir de huesos en una “casa de pique”, los estallidos de pipetas en la iglesia de Bojayá…
Tal vez nos sacuda todavía, quién sabe, aquella matanza de indígenas en Planas, Meta, cuando los asesinos decían, a modo de exculpación, que no sabían que matar indios era un crimen. Puede ser que, desde los tiempos del Syllabus de Pío Nono, nos siga sangrando aquella declaración depravada de que ser liberal era pecado. La amplificaron, por estas tierras, ya ensangrentadas por guerras civiles en el siglo XIX, obispos y otros curas. Y a esas canalladas tuvo que salirle al paso Rafael Uribe Uribe, que ya había depuesto las ideas liberales después de la sangrienta batalla de Palonegro y de la capitulación en los tratados de Neerlandia y de Wisconsin, con el libro El liberalismo político colombiano no es pecado.
La “operación Marquetalia” en 1964: En 1964, durante el gobierno de Guillermo León Valencia, las llamadas “repúblicas independientes” fueron intervenidas a la fuerza. De ello hay un recuerdo sonoro.
Se podría aventurar que ser colombiano es ser hijo de la violencia. O, por lo menos, las castas dominantes lo han demostrado con sus discursos y, más que con estos, con sus persecuciones, exclusiones y discriminaciones a los de abajo. Puede ser que por esas coordenadas de violencia estén las respuestas dadas por los “de arriba” en determinadas épocas, como las de bombardear campesinos en Marquetalia y otras regiones. Puede ser por eso que hubiera policía “chulavita” y pájaros (como el Cóndor Lozano) y “tirofijos” y chusma y bandoleros y que, además, por gritar contra la oligarquía liberal-conservadora, hayan asesinado a Gaitán.
En Colombia la violencia ha estado ligada a la riqueza, a la pobreza, a las miserias, a las abundancias. La historia, la nuestra, está repleta de despojos. La vorágine, por ejemplo, es más que una novela (que ya es bastante). Es un retrato de lo que éramos hasta entonces y de lo que seguimos siendo. Lo dice Arturo Cova: “Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”. Después de las caucheras, advinieron peores cosas, como la masacre de las bananeras, la Violencia (también con mayúscula) que arrasó los campos y dejó más de 300.000 muertos, y tantas violencias más, que no alcanzan las novelas ni las historias ni las crónicas a contarlas.
La Vorágine José Eustasio Rivera Formato PDF
Lo más triste es que tanta sangre (“La sangre llueve siempre boca arriba, hacia el cielo”) nos hace banalizar el mal. Entonces hay voces que alaban los “falsos positivos” porque los ayudaron a volver a sus fincas y les parece gracioso que, para eludir responsabilidades, un presidente diga que “esos muchachos no estaban recogiendo café”. Nos acostumbramos (nos acostumbraron) a los ríos con cadáveres, a las fosas comunes, a los hornos crematorios de los paracos, y a justificar a los victimarios. Naturalizamos la pesadilla.
La audiencia de Mancuso volvió a poner en contexto y a refrescar la memoria de tantas infamias. La voz perentoria del alcalde de El Roble, Sucre, Eudaldo Díaz, diciéndole al presidente de entonces, Álvaro Uribe, que lo iban a matar resuena como una suerte de carga de conciencia colectiva. “Uribe lo que hizo fue quitarle el esquema de seguridad y nosotros lo matamos”, declaró el excomandante del paramilitarismo.
El alcalde de El Roble, Sucre, Eudaldo Díaz, denunciando ante el entonces presidente Álvaro Uribe durante un consejo comunal que los paramilitares lo van a asesinar. En efecto, el crimen se perpetró el 10 de abril de 2003 ante la mirada impávida e indolente del Estado colombiano.
“Con la justicia no nos metamos porque nos coge sin plata”, dice alguien en La vorágine, novela que retrata una época, pero, a su vez, nos proyecta en el tiempo, en la historia de las desmesuras de la Violencia. “A tal punto cundía la matazón, que hasta los asesinos se asesinaron”, dice. Y luego la aseveración se confirma en vendettas de mafiosos, en “juicios” internos de guerrillas, en las contradicciones entre bloques de paramilitares… Nuestra historia está atravesada por cuatreros, despojadores de tierras, militares asesinos, ladrones de bajo y alto turmequé, putas de baja y alta cama, masacradores. Ya no jugamos el corazón al azar, sino a que alguna bala (o un poético puñal) no nos lo atraviese.