Entre 1912-1925 Ecuador vivió la “época plutocrática”, en la que hegemonizaron 4 bancos de emisión (B. del Ecuador, 1868; B. Comercial y Agrícola, 1895; B. del Pichincha, 1906 y B. del Azuay, 1913) y, además, dominaba una poderosa oligarquía de hacendados, agroexportadores, comerciantes e incipientes industriales, que controlaron el poder político a través de gobiernos a su servicio, que obraron en forma despótica, autoritaria y represiva. Fue una época que cumplía con los ideales de los “neoliberales” criollos del presente, pues se contaba con un Estado mínimo, ausencia de impuestos directos y progresivos, carencia de leyes laborales y, al mismo tiempo, garantías privilegiadas para la “libre empresa”. El atraso general del país era evidente y la miseria un fenómeno social visible en todas partes, especialmente en los campos, entre los trabajadores y de modo inimaginable, entre los indígenas.
Gracias a los progresos logrados por la Revolución Liberal (1895) y cierto despegue fabril, nació un sector de trabajadores asalariados, que desde inicios del siglo XX fortalecieron organizaciones clasistas como la Confederación Obrera del Guayas (COG, 1905) y la Federación Regional de Trabajadores (FRTE, 1922). Allí hubo líderes influidos por ideas anarquistas, anarcosindicalistas y anticapitalistas. Tales organizaciones se movilizaron para conseguir mejoras laborales, ante una economía en crisis. De modo que su presencia motivó el decreto de 1916, durante el gobierno plutocrático de Alfredo Baquerizo Moreno (1916-1920), que reconoció la jornada de 8 horas diarias y 6 días de labor, así como la expedición de otro sobre accidentes del trabajo y del que eliminó el “apremio personal” (1918), esto es la prisión por deudas derivada del concertaje, pese a la oposición que levantó el gremio de los terratenientes.
En octubre de 1922 los ferrocarrileros de Durán acordaron una huelga para exigir la jornada de 8 horas, así como el incremento de salarios, estabilidad y otras demandas específicas. Consiguieron que el gerente, el norteamericano J.C. Dobbie, finalmente aceptara las propuestas, lo cual empujó a los trabajadores de las empresas de luz, gas y a los de carros urbanos, a lanzar similares demandas, que enseguida se generalizaron entre todos los trabajadores de Guayaquil. En noviembre el movimiento laboral era indetenible y en pocos días la ciudad estuvo paralizada. En la Sierra creció el apoyo, que incluyó a la tradicional y conservadora Sociedad Artística e Industrial de Pichincha (SAIP, 1892).
La oligarquía guayaquileña clamó por la contención del movimiento huelguístico. Los periódicos informaron a diario de la situación y El Telégrafo inicialmente reconoció la actitud pacífica de los trabajadores. Pero finalmente definieron posiciones, de modo que junto a El Universo, El Guante, El Tiempo y El Comercio (Quito), cuestionaron la paralización general. El 15 de noviembre, unos 10 mil (se calcula incluso 30 mil) trabajadores se convocaron a una marcha pacífica en la ciudad. Pero a la tarde, la tropa preparada para vigilarla y contenerla, disparó contra la multitud. El general Enrique Barriga había recibido un telegrama del gobierno de José Luis Tamayo (1920-1924) ordenando: “Espero que mañana a las 6:00 de la tarde me informará que ha vuelto la tranquilidad de Guayaquil, cueste lo que cueste, para lo cual queda usted autorizado”. Murieron centenares de pobladores y numerosos cadáveres fueron lanzados a la ría. Hubo testimonios sobre disparos provenientes desde edificios y casas de la elite social guayaquileña. Concluido el horror, la tropa desfiló por la ciudad entre los vítores de quienes sostenían que se había logrado detener la “violencia”, disparando contra “delincuentes”, “saqueadores” y “prostitutas”. El intendente de policía armó un juicio destinado a perseguir a los “saqueadores” y con clara inclinación a encontrar responsabilidades entre los mismos pobladores, pero el ignominioso proceso nunca concluyó y años más tarde fue archivado.
Los estudios realizados sobre aquella escandalosa matanza de trabajadores en Guayaquil, aunque no son numerosos, han permitido comprender la historia de aquellos momentos. Sin duda el régimen oligárquico quedó garantizado con la represión, de la cual fue responsable el gobierno plutocrático de José Luis Tamayo. Fue una jornada que inauguró la presencia del proletariado ecuatoriano. Las demandas eran legítimas, pero la descalificación apeló a la influencia de ideas extrañas al país, supuestamente provenientes del “bolchevismo” de la Revolución Rusa de 1917. Es una tesis mantenida hasta hoy, como consta en una historia de Guayaquil auspiciada por el Municipio de la ciudad (2008), en la cual la “gran huelga” se atribuye a la “novelería izquierdista proveniente de la Unión Soviética”; y en la que “lamentablemente, mezclados entre los trabajadores hizo también su aparición un gran número de delincuentes y anarquistas criollos que, enceguecidos por las noticias de la revolución rusa, intentaron desarmar a las fuerzas policiales, apostadas por obvia precaución en diversos lugares de la ciudad”; y que “el ejército y la policía reprimieron violentamente las acciones vandálicas y de saqueo que se ocultaban tras la manifestación popular”.
El fin de la “época plutocrática” del dominio oligárquico-bancario llegó el 9 de julio de 1925, con la Revolución Juliana. Los gobiernos julianos (1925-1931) por primera vez en la historia nacional afirmaron el papel rector del Estado en la economía (Banco Central, Superintendencia de Bancos, Contraloría, Dirección de Rentas), introdujeron el impuesto a la renta y otros impuestos directos (1928), inauguraron las primeras instituciones sociales (Ministerio de Bienestar Social y Trabajo, Caja de Pensiones, Direcciones de Salud), dictaron las primeras leyes laborales (contrato, salario, trabajo de mujeres y menores, desahucio, jubilación) y expidieron la Constitución de 1929, que inauguró el derecho social en Ecuador, siguiendo el rumbo trazado por la Constitución de México de 1917, pionera en imponerlo en América Latina
Ecuador conmemora el centenario de la matanza del 15 de noviembre de 1922, un acontecimiento como otros tantos similares que han ocurrido en Nuestra América Latina a manos de gobiernos defensores de elites privilegiadas y dominantes. A pesar de la distancia histórica, nuevamente vivimos condiciones comparables con el país de hace un siglo. Otra vez la hegemonía bancaria con un férreo bloque de poder integrado por grandes grupos económicos y elites sociales, políticas y mediáticas, controlan el Estado puesto a su servicio. Los movimientos populares y de trabajadores son marginados y las protestas indígenas de 2019 y 2022 fueron reprimidas y atacadas como “violentas”. Vivimos la segunda época plutocrática, que utiliza consignas neoliberales para achicar al Estado, recortar impuestos, precarizar/flexibilizar los derechos laborales y privilegiar a la empresa privada por sobre los intereses nacionales.
Las perspectivas de un cambio de esta situación histórica inédita en cuatro décadas de democracia -como la que impusieron los julianos en el pasado-, no está clara en el horizonte inmediato. El movimiento de los trabajadores se demuestra incapaz de generar propuestas nacionales eficaces; y la ubicuidad política de una serie de dirigentes ha contribuido a debilitar posiciones, como ocurriera en los años 80 y 90 del siglo XX. El movimiento indígena es el mejor organizado y con fuerza nacional, sobre el que recaen esperanzas populares. Pero el país todavía se encuentra bajo un ambiente de escepticismo generalizado, que desmoviliza a los ciudadanos, pues se ha sumado la imparable inseguridad por el progreso de la delincuencia que ha rebasado las capacidades gubernamentales. Sin embargo, tampoco hay duda que la fuerza histórica del ascenso del progresismo en América Latina alienta las perspectivas de un futuro diferente.
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