Solo queda la locura del arte contra el rey, contra el poder, contra los hipócritas y camanduleros que rezan al tiempo que depositan su hacha en el cuello de alguien que pronto se convertirá en descabezado. Solo nos queda, a los que padecemos las opresiones del señor feudal, del príncipe, del presidente, de cualquier dictadorzuelo, la risa como consuelo y como cerbatana para lanzar dardos que, ya sabemos, aunque estén envenenados no darán al traste con el establecimiento, pero sí le provocarán picazón y otras molestias.
Este año ha sido el de Molière, el de sus obras, sus apasionamientos, sus personajes, sus relaciones con el poder, en este caso, el poder absoluto y divino del Rey Sol, y de todo lo que fue dejando a su paso con sus comedias, con su risa. Los aniversarios, tanto de nacimientos o de muertes, en el caso de artistas, científicos, filósofos (no tanto el de políticos) y otros pensadores, a los que también se les ha llamado vagos, “malentretenidos”, parásitos y todo lo que desde la perspectiva del utilitarismo no da plusvalías, es ocasión para el repaso, para el aprendizaje, para la memoria y para tener nuevas referencias.
El tal Molière, menos conocido como Jean-Baptiste Poquelin, está otra vez en la palestra (de la que, además, nunca se ha ido), por cumplirse los cuatrocientos años de su natalicio. El hijo del tapicero del rey vuelve a los tablados (de los que tampoco jamás se alejado), a las charlas y conferencias, a salir en periódicos y a estar de boca en boca, aunque esto último es solo un decir. Ojalá la vida cotidiana fuera más abierta a las conversas sobre un artista del siglo XVII (qué nos importa eso, dirán algunos), cuyos arquetipos y personajes siguen dando de qué hablar.
No faltarán en estas conmemoraciones los que recuerden que Molière, con toda su risotada, era un melancólico, además (como lo advirtió Harold Bloom en su mosaico de cien mentes creativas y ejemplares) de un cornudo eminente, que dependía “completamente de la protección de Luis XIV, el Rey Sol, cuyo criterio literario afortunadamente era sobresaliente”. Y su temor de estar siempre mostrando los “cachos” lo hizo notar en varias de sus comedias y farsas, entre ellas La escuela de las mujeres, una de sus más célebres obras.
Estas efemérides, más que todo de alguien que supo de los poderes de la risa, nos acercan al hombre y al artista. Debió tener genio este señor barroco que estudió con jesuitas, se hizo abogado y fue acusado en su tiempo de incestuoso, para crear cerca de trescientos cincuenta personajes. De su vida, pasión y obra se han ocupado tantas gentes, tantos expertos e investigadores, como, por ejemplo, Julio Gómez de la Serna, traductor y autor de un estupendo estudio preliminar a las Obras completas de Molière, editadas por Aguilar.
Molière, que provocó tantos “ladridos en la jauría de envidiosos” de su época (recordemos que de envidiosos todos los tiempos han sido abundantes en estas pestes), es un creador de arquetipos tremendos, universales, que son válidos por allá como por aquí. Estamos llenos de tartufos, de hipócritas y falsos devotos, de la “dublé” y otras moralinas. Prohibido tras su estreno, aunque de su representación gozó hasta doblarse de la risa el absolutista Rey Sol, Tartufo les sacó chispas a clérigos y otros mojigatos. Ah, y no sobra decir que, pese a todas las oposiciones moraloides, el rey le otorgó nuevas distinciones y reajustes de pensión al artista que, recordemos, era no solo autor, sino actor y director. Lo de las pensiones parece que no era tan fácil que se las pagaran y el escándalo con Tartufo disminuyó la salud del gran comediante.
Molière, de cuya vida y obra se han encargado gentes como Voltaire, Boileau, J.B. Rousseau, y hasta algunos con intenciones malignas, como sucedió a principios del siglo XX con el poeta Pierre Louÿs (declaró con protervas ganas de desprestigiar a su paisano, que Molière no era el autor de sus obras, sino el gran trágico Corneille, etc.), digo que Molière bebió de la poesía popular medieval, supo de la historia de la risa en los carnavales y otras fiestas, y en una parte de su vida se erigió como un bululú o un juglar.
Junto con el músico de origen italiano Jean-Baptiste Lully (creador de la ópera francesa y cortesano de Luis XIV), y el coreógrafo Pierre Beauchamp, Molière es autor de ballets cómicos, como El burgués gentilhombre y El amor médico, entre otros. Es partícipe de una revolución en la danza y el teatro. Así como satirizó a otros estamentos sociales, a los médicos también les dedicó su buena tanda. Tuberculoso, además de hipocondríaco, Molière representó en la última función de su vida a El Enfermo imaginario (comedia en tres actos, de 1673). “Casi todos los hombres mueren por las medicinas recibidas y no por las enfermedades”, dice Argán, protagonista de esta comedia. La leyenda afirma que Molière murió en el escenario.