A las armas las carga el odio

El odio es un afecto histórico, producido por historias polarizadas no resueltas, que surcan la canaleta de la historia, ese subsuelo putrefacto donde se cuecen las pasiones punitivas. Más aún, el odio es aquello que dota a la historia de efectividad.

A las armas las carga el odio. No es un loquito suelto, sino la expresión del odio acumulado durante todos estos años a la vista de todo el mundo. Un odio de larga duración, que se trasmite de generación en generación porque hay un mandato de odio familiar que luego se cristalizará en determinadas instituciones, que serán las encargadas de ponerle una pátina de correccionismo moral que lo disimule para que siga creciendo y se vuelva implacable.

El odio tiene pantalla porque es un espectáculo, está hecho con las reglas del espectáculo, es un sentimiento performático, con estilo, que necesita autoría, que llevará una firma. El odio es una de las formas de captar atención, de alcanzar más gente. El odio tiene una vasta audiencia que mastica rencor, antipatía. Todos los días se sienta frente al televisor y asiste al espectáculo del odio. Un atentado hecho para el prime time televisivo, en medio de la militancia, en vivo y en directo, con un actor inconfundible que quiere responderle al espectáculo del odio con una síntesis fabricada con la misma materia prima: odio y espectáculo.  

El odio no piensa, no tiene ganas de pensar, está cansado, indignado. Le ganó la envidia y las pasiones tristes. Necesita dosis diarias de odio para remar lo que no tiene ganas de comprender, lo que no le interesa entender. Una persona indignada es una persona tomada por las pasiones, que prefiere el arrebato, dejarse llevar por las emociones profundas. No baja un cambio, sino que aprieta el acelerador hasta transformarse en autito chocador. Una persona indignada será una persona propensa a la ira, cada vez más impaciente, que se caracteriza por la pérdida de cálculo y moderación, que ya no mide sus palabras, ni las consecuencias de sus actos.   

El odio está hecho con el odio de todos, es una gran cadena de montaje. El odio es una suerte de banco donde mucha gente, hecha una ola embravecida, va depositando todos los días sus resentimientos. Porque como nos enseñó Nietzsche, el resentimiento florece como las violetas, no se deja entrever fácilmente; es rastrera, crece en las sombras, pero a la vista de todos. Una persona resentida es un disco rayado, que necesita todos los días volver a sentir su odio para sentirse viva, para autovictimizarse, para darse manija, para gozar.

En todos estos años se han depositado montañas inmensas de odio que cualquiera puede retirar y movilizar en cualquier momento para realizar sus respectivas apuestas o inversiones. El odio no es gratuito, está lleno de intereses: sea ganar una elección, posicionarse en las encuestas presidenciales, tener rating, sacarse de encima a una persona, moral o físicamente hablando. Quiero decir, la gente odiosa está presa del odio, pero, al mismo tiempo, conserva su capacidad de agencia, sabe lo que hace, decide odiar, quiere odiar, por eso conserva su odio, le da de comer, lo comparte, lo viraliza, lo ejerce. No hay locura en el odio, el odio nunca se equivoca, es un odio selectivo, coherente, siempre odia a las mismas personas. Es una persona gatillada, con la cabeza gatillada.

El odio tiene y no tiene nombre y apellido, pero nunca es anónimo porque los protagonistas del odio son los vecinos alertas sin rostro o los policías pertrechados en sus trajes robocop, pero también aquellos personajes de la dirigencia política dueños de una retórica filosa interesados en bajarle las persianas a los debates, o los periodistas estrellas de las grandes y pequeñas empresas que se la pasan picaneado a sus interlocutores con preguntas y comentarios que tienen la capacidad de enloquecer a su hinchada, o los influencer que hicieron del odio un vector de las mercancías que promocionan, o los usuarios de las redes sociales que agitan a su comunidad de amigues tirando piedras, vomitando comentarios sin derecho a réplica.   

La experiencia del odio es intensa. Para estar en contra de alguien y sostener la enemistad hay que invertir mucha energía emocional. Donde hay odio no hay indiferencia. Aunque muchas veces la indiferencia suele ser la manera de disimular el odio que sienten. Pero estas personas nos odian porque no le somos indiferentes, porque aborrecen lo que representamos. Una persona que odia es alguien que no puede sacarse de la cabeza las imágenes que personificamos.   

Sara Ahmed, en el libro La política cultural de las emociones se propone pensar al odio como una economía afectiva. El odio, dice, es algo que circula, postea y viraliza, es un efecto de la circulación, tributario de la lógica del teléfono descompuesto. Es allí, entonces, hacia donde deberíamos dirigir también nuestra mirada para comprender la dinámica odiosa. El odio no reside en un sujeto u objeto dado sino en los desplazamientos que se producen entre los significantes, es algo que adquiere sentido a medida que se desplaza entre los signos que vincula, formando cadenas de equivalencias, creando asociaciones que se van intensificando a medida que ruedan las palabras. Las características que se le endosan a una figura cualquiera se transfieren hacia la otra hasta adquirir vida propia.

Pongamos por caso, el ejemplo de la vicepresidenta, CFK. La misma es el resultado de una alianza o ensamblaje de figuras que se fueron condensando a medida que circulaban entre el vecindario, la tarima política, las tapas de revistas, los tuits y la televisión. Las características de una figura se transfieren hacia la otra y se van intensificando a medida que la serie se extiende y completa: peronismo + corrupción + enfermedad mental + cadena nacional + yegua = Cristina. Es decir, las características que se asociaban a un peronista (cabecita negra + clientelismo + choripán + barbarie) se desplazan a la política (asociación ilícita + corrupción) y a la mujer (yegua + loca + derechos humanos + aborto). El resultado es la esencialización del enemigo que se cristaliza en la figura del “kirchnerismo” o “la Cámpora”. Por eso, cuando vemos a un “militante K”, con un chaleco de la Cámpora, que ha sido apuntado como un manifestante, un activista, entonces, llegan en cadena, cada uno de los sentidos que fueron apilándose arriba de la figura del “kirchnerismo”. Si es “Cámpora” será porque es violento, corrupto, choriplanero…

Estas series, entonces, no son inocentes. Por un lado, están para desactivar otras palabras, devaluar otros valores, sea la justicia social, la militancia, el compromiso, la solidaridad. Y por el otro, son una manera de sacarse de encima a las personas donde mejor se condensan estos sentidos. Para agredir al otro hay que degradarlo primero.

El odio es un afecto histórico, producido por historias polarizadas no resueltas, que surcan la canaleta de la historia, ese subsuelo putrefacto donde se cuecen las pasiones punitivas. Más aún, el odio es aquello que dota a la historia de efectividad. Los odios se van depositando en el imaginario y cristalizan en prejuicios de larga duración, que suelen expresarse en las formaciones estereotípicas negativas del lenguaje. Un acontecimiento contemporáneo puede interpelar esos sentimientos profundos y activar con ello discusiones interminables o repostular tareas autopercibidas como inconclusas.

El odio separa, pero también junta, sirve para pegar pero también para conectar. Peor aún: junta cuando mata, golpea, física o simbólicamente hablando. Aquello que los religa será precisamente lo que los separa del otro absoluto. El odio es una máquina de componer enemigos para, de esa manera, certificar la afinidad de la Gente-como-Uno. El odio al otro alinea el Yo-al-Nosotros. Nos separa de Ellos y nos junta a Nosotros. Necesitan despreciar a Ellos para certificar la afinidad del Nosotros. Una identidad que será vivida como una puesta en peligro por la alteridad.

Nadie va a la guerra sin dios, no hay identidad sin alteridad, es decir, nadie lincha a una persona sin haberlo degradado previamente. No hay magnicidio, justicia por mano propia, represión policial, cárcel, sin mutilación, sin políticas de la enemistad.

Esteban Rodríguez Alzueta

Editado por María Piedad Ossaba

Fuente: Nota publicada originalmente en Revista Cordón, de la UNLZ/ Sudestada/,2 de septiembre de 2022