En el Centro de Medellín, más orines que flores:Imágenes de otros días más felices y de la decadencia

Sin embargo, para los que siempre estuvimos en sus paseos, cines, esquinas, aceras, bares, teatros, recitales, retretas, callecitas, nos sigue llamando, quizá con elegíacos cantos de sirena.

Me preguntó un curioso oyente en una charla sobre la ciudad, cuáles eran mis imágenes más queridas que tenía, en este caso, sobre el centro de Medellín, hoy venido a menos, y vuelto una revoltura dispar de basuras, hedores, miedos, economía informal, muchachas bonitas y transeúntes que no miran a ninguna parte. Se sabe que uno, en estos asuntos de memoria, que a veces se mezclan con la nostalgia y otras agridulces cosas, puede caer en la idealización de momentos históricos.

Las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, tienen en su inicio estos versos: “cuán presto se va el placer, / cómo a nuestro parecer, / cualquier tiempo pasado / fue mejor”. Y no todo tiempo pasado fue mejor, pero sí tuvo momentos cumbre, tal vez menos afanes, ritmos lentos y reflexivos, un tempo larghetto, de paciencias (como las de las vacas) y bonituras en las miradas y los deseos.

Quizá las imágenes más remotas que tengo de Medellín, y, en especial, de lo que era hace años, digamos en los sesenta, su centro, están en la Estación Medellín del Ferrocarril de Antioquia (en su arquitectura), en la antigua Plaza de Mercado Cisneros (también en la estatua del ingeniero cubano Francisco Javier Cisneros), en los camiones estacionados en medio de un ir y venir de gentes, en las cantinas de músicas estridentes y en mamá desplazándose por galerías, con miradas de ojos muy abiertos de los vendedores que querían tragársela (eso lo pensé después).

En otras me veo caminando por la agitada Carabobo, con cacharrerías coloridas, con almacenes de nombres extraños (como Almacén Sin Nombre, El Mío), con las escaleras eléctricas del Caravana (“el gigante de los precios enanos”), con muchachas que esperan a no se sabe quién en escaleras de madera y otras de cemento. También con el Palacio Nacional, sus afueras con tinterillos y con nativos ecuatorianos que venden suéteres. Me parece que también veo, por ahí cerca, los fotógrafos callejeros, los del “poncherazo”, y los pericos adivinadores de la suerte con sus picos agoreros de mensajes inesperados.

Francisco Javier Cisneros. Escultura de Marco Tobón Mejía. Foto Spitaletta

Tengo viejas imágenes de panaderías y sus olores apetitosos; de unas vitrinas con libros, por la Veracruz; de los pasteles con relleno verde de una panadería por Ayacucho con Tenerife, o algo así. Y del Bar Central, donde papá se metía a tomar cerveza y a apreciar las piernas de las coperas. Por Junín el paisaje era otro, sobre todo porque no era tumultuoso. Había limpieza, atracciones en almacenes refinados, una enorme vidriera de exposición en los bajos del edificio Fabricato y un almacén de cristales relucientes en La Playa con Junín. No tengo memoria del Teatro Junín.

Recuerdo imágenes de estudios fotográficos, y por Carabobo, más cerca de la calle Colombia, la óptica de un suizo (o sería un alemán), un señor caricolorado al que mamá se dirigía con sonrisas y cambios de acento. Llegábamos al centro por el norte, en ocasiones por la vieja carretera a Bello, poblada de grills, bares y prostíbulos (también lo supe después, aunque veía sus llamativos avisos), pasábamos por las ruinas del Bosque de la Independencia; y otras veces por la autopista, todavía nueva, que pasaba por enfrente de lo que supe después fue uno de los principales sitios de estriptís (Polo Norte) y por un restaurante llamado Doña María, hoy convertido en una bomba de gasolina. Pasábamos Los Carabineros, una glorieta que entonces era una enormidad, la Universidad Nacional, un puente viejo sobre el río Medellín (no estaba todavía el de la calle Barranquilla), la fábrica de calcetines Pepalfa, un almacén de elegante calzado de mujer y luego por la Estación Villa.

Así que quien me preguntó tuvo que soportar una colección de imágenes remotas, porque no sabía cuál de tantas había sido la primera, ni la más impresionante. Y fue cuando recordé cómo en el atardecer urbano, ya entrando la noche, las calles se iluminaban con avisos de neón multicolores, creo que predominaban el rojo y el azul, y para un niño era toda una feria de atracciones espectacular. Ah, claro. También hay unas viejas imágenes de tiovivos, con sus caballitos subidores, bajadores, en los que el horizonte cambiaba y que siempre giraban en dirección contraria a las manecillas del reloj.

El centro entonces, y por un buen período, era un lugar de encantamientos, con el ejercicio de una fuerza centrípeta, que atraía a la periferia con una seducción de cuento de Las mil y una noches, con sus luces, sus almacenes, sus torres de iglesia, sus edificios de diversas arquitecturas, con sus helados y sus cines. Hasta sus campanas, incluidas las del tren, eran una música convocante.

De pronto, o, mejor dicho, tras un proceso de decadencia, de desindustrialización, de surgimiento de la “cultura” del narcotráfico, de las mafias, de la informalidad, de nuevas miserias, el centro se vino abajo, lo abandonaron las élites, se apropiaron de sus dinámicas el lumpen y otras esferas de los bajos fondos. La famosa Tacita de Plata volvió a ser, como lo fue en otros momentos de su historia, la Tacita de Mugre; la llamada Plaza Mayor o Parque de Berrío la acabó el metro con su estación y su viaducto, y así, por diversos lugares, al morirse los cines, al desaparecer ciertos cafés, al quebrarse muchos almacenes, el centro se erigió en una especie de tierra de nadie.

Lo más melancólico es que ese proceso de deterioro, de abandono oficial, de descaecimiento, es progresivo (¿o será involutivo?). Sin muchos referentes patrimoniales, sin siquiera la presencia de antiguos bandidos que asaltaban bancos y repartían, a lo Robin Hood, sus talegas con billetes entre los más desharrapados y olvidados de la fortuna; sin los poetas nocturnos, sin las serenatas, sin las cuerdas de las guitarras, se fue desmoronando. Se hundió en tenebrosos desvaríos, en asaltos, en “cuevas” y “ollas” y otros desbarajustes del tráfico de estupefacientes, y los perfumes de muchachas recién bañadas de otros días, se transmutaron en meados y otros hedores.

Catedral Metropolitana de Medellín. Foto Spitaletta

Se dice incluso, con cierta guasa, que ya Medellín, sobre todo en su centro, no tiene senderos ni calles peatonales, sino pasajes “meatonales” y “cagatonales”. Y así como alguna vez se robaron la cabeza de Atanasio Girardot, esculpida por Francisco Cano (la recuperaron tiempo después), también se alzaron hace poco con la espada de Bolívar, la de la estatua ecuestre que realizó un italiano, Giovanni Anderlini, en el parque de Bolívar.

Su semidestruido centro histórico (en rigor, no hay centro histórico) da grima. Sus basurales. Su inseguridad. Su cara triste. Sus calles ahuecadas. Sus noches desoladas. Sus fantasmas asustados. Es un centro en el que a veces dan ganas de llorar (a muchos, parece, más bien de mear en los muros de la Catedral, postes, troncos de árboles, en fin). Sin embargo, para los que siempre estuvimos en sus paseos, cines, esquinas, aceras, bares, teatros, recitales, retretas, callecitas, nos sigue llamando, quizá con elegíacos cantos de sirena.

“¿Qué se hizo el rey don Juan? / Los Infantes de Aragón / ¿qué se fizieron?”. Puede que no todo tiempo pasado haya sido mejor, pero, en muchos casos, en los transcurridos en el Centro de Medellín, sí lo fueron. Digamos, como en la antigua copla, que es “a nuestro parecer”.

Edificio Palacé, esquina de Palacé con la avenida Primero de Mayo. Foto Spitaletta

Reinaldo Spitaletta para La Pluma, Escrito en Medellín el 29 de agosto, en un barrio muy cercano al Centro.

Editado por María Piedad Ossaba