Hay una vieja talanquera conectada con el desprecio al otro, pero más aún, con las ganas irracionales de que ese otro no exista. Es como una pulsión de muerte. Y en ese ámbito, tan extendido por ejemplo en países como Colombia, aparece el odio, que no es una oposición al amor (un antónimo), sino una negación del distinto, una especie de emboscada que se tiende para que aquel que no piensa como yo (si es que se puede llamar pensar a un sentimiento banal y desprovisto de argumentos) sea marginado. O borrado del mapa.
Cuando no hay fundamentos ideológicos, cuando se carece de una educación para la democracia, cuando no es posible acceder a la historia y a otras disciplinas que nos permitan llamarnos civilizados, entonces habitamos en el reino deplorable de los odios y la intolerancia. Más que apelar a la razón, seleccionamos el facilismo de señalar al otro, al discordante, dueño de otras concepciones del mundo, como un enemigo.
En la novela El día del odio, de Osorio Lizarazo, sobre el estallido social producido en Bogotá por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, se dice: “Los intelectuales de las clases medias y alta, que en la hora decisiva se esconden temerosos, son los que escriben la historia: pero es la plebe quien la hace”. Y más adelante, se anota que esa llamada “plebe”, “entumecida por el frío, inerte por la inanición, embrutecida con chicha, envilecida por la ignorancia”, puede, tras incendiarse sus harapos con una chispa, perturbar, arrasar, derribar y transformar.
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En Colombia, más “educados” por las violencias de todo tipo que por las academias, el odio es una de las más comunes expresiones para la discriminación y la invisibilización (muchas veces a punta de plomo) del que tenga una diferencia con mi modo de ver las cosas. Hace años, en un absurdo monumental, se nacía conservador o liberal. Ah, y además católico. Y hubo quiénes, sobre todo en las más elevadas posiciones de la crema y nata, aprovecharon estas diferencias para sembrar el odio y otras desventuras entre la “plebe”.
El odio, una negación de la dialéctica, de la racionalidad, induce al fanatismo. Solo vale mi bandera, no la de los demás. Solo es posible que haya espacio para los que están dentro de mi cofradía, secta, iglesia, partido, capilla o banda. En la Enciclopedia, esa maravilla del saber compilada por los ilustrados Diderot y D’Alembert entre 1751 y 1772, se dice del fanatismo que “es es un celo ciego y apasionado que nace de las opiniones supersticiosas y lleva a cometer actos ridículos, injustos y crueles; no solo sin vergüenza ni remordimiento, sino incluso con una suerte de goce y de consuelo”.
Denis Diderot y Jean D’Alembert
En un tiempo, matar liberales (como indios y negros) no era pecado. Y en otro tiempo, matar conservadores tampoco. A la “plebe” se le tenía como una peonada, o una mesnada asnal, solo para trabajar, para que no se rebelara ni manifestara exigencias en torno a derechos, o que ni siquiera se quejara ante la conculcación de los mismos. Y, en medio de supinas ignorancias, mantuviera las características de un rebaño.
Así que lo menos complicado era enseñarle a odiar. ¡Ojo con aquel que no reza! ¡Ojo con aquel otro que está hablando de sindicalismos! Ojo con los que no se someten a lo que dice el patrón, o el presidente, o el dictador, o el capataz… Y así, para que fuésemos siempre parte de la “plebe”, no hemos tenido educación en la pluralidad, en la diversidad de pensamientos, en las luchas contra las inquisiciones y los obstáculos a la libertad, sino en el rechazo al diferente.
En el libro Contra el odio, de Carolin Emcke, se dice: “La democracia no es la dictadura de la mayoría, sino que pone a nuestra disposición procesos en los que no solo se decide y se vota, sino que también se debate y se delibera en común. Es un orden en el que todo lo que no sea lo bastante justo o inclusivo puede y debe reajustarse. Esto también precisa de una cultura del error, una cultura de debate público que no se caracterice únicamente por el desprecio mutuo, sino también por la curiosidad mutua”.
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Nuestra historia, la vieja y la más reciente, nos muestra como partícipes de procesos en los que ni la razón ni la civilidad son parte de nuestra vida cotidiana. Nos han mantenido (¿quiénes?) en estado plebeyo, como parte de las tácticas para el sometimiento y la opresión. Entre tanto, nos concitan al odio, a la ausencia de heterogeneidad, a discriminar al otro porque no está dentro de nuestro canon. Porque no es el que el oficiante (sacerdote, político, ideólogo…) nos señala como integrante del clan o camarilla.
Al no estar educados para la confrontación de ideas, los debates, la disidencia y el desacuerdo argumentados, entonces el odio nos gana de mano y nos convierte en maleantes. O en cosa vana, que decía Montaigne.