Desde inicios del siglo XX, los EEUU se convirtieron en un referente obligado para América Latina. En ello tuvo que ver el expansionismo económico norteamericano y la utilización que permanentemente se hizo del monroísmo, una ideología de la diplomacia del gigantesco país, que aseguró su hegemonía en el continente. Desde aquellos tiempos, la historia de los países latinoamericanos, hasta lo que va del siglo XXI, no puede entenderse exclusivamente por los procesos internos, sino por la constante presencia que, a veces en forma directa y otras en forma indirecta, han tenido las políticas de los EEUU para cultivar y mantener esa hegemonía.
Entre tantos acontecimientos y procesos que puede estudiarse, destacaré tres, por el singular significado histórico que tienen.
En primer lugar, está la Misión Kemmerer, por el nombre de quien la presidió: el economista Edwin Walter Kemmerer (1875-1945), quien era profesor de la Universidad de Princeton y actuó al frente de un grupo de profesionales contratados por México (1917), Guatemala (1919), Colombia (1923), Chile (1925), Ecuador (1926), Bolivia (1927) y Perú (1931). En todos esos países promovió reformas monetarias y financieras, cuyo eje fue la fundación de Bancos Centrales, bajo el modelo de la Reserva Federal (FED) de los EEUU fundada en 1913. Tales bancos eran instituciones privadas, constituidas como compañías anónimas, en las que participaban, como accionistas, los bancos comerciales y, además, otros inversionistas. Los Bancos Centrales asumieron el monopolio de la emisión monetaria, bajo el “patrón oro”. Pero la Misión también impulsó el establecimiento de las Contralorías e incluso de las Superintendencias de Bancos.
La importancia histórica de esa Misión en América Latina puede advertirse por lo que sucedió en Ecuador. El Banco Central se creó en agosto de 1927, bajo una resistencia bancaria impresionante. Es que cortó el gran negocio de los bancos privados que emitían, cada uno, sus propios billetes. Y con la Contraloría, así como con la Superintendencia de Bancos, más la ley de impuestos internos y la política social del gobierno de Isidro Ayora (1926-1931), que ejecutó el programa de la Revolución Juliana (1925), se impuso el Estado sobre los intereses privados y la visión social sobre la empresarial, con lo cual concluyó lo que en el país se denomina como “época plutocrática” (1912-1925), en la que dominó la oligarquía agroexportadora y financiera. Fue el momento en que se definió el largo proceso de superación del régimen oligárquico, que se proyectó hasta la década de 1960.
El segundo momento histórico tiene que ver con la Alianza para el Progreso (Alpro). Este fue un megaproyecto estratégico de los EE.UU. durante el gobierno de John F. Kennedy (1961-1963) destinado a promover el “desarrollo” de América Latina. En los discursos de Kennedy y en los documentos oficiales de la Alpro, queda en claro que, con el revestimiento del tradicional “americanismo”, se convocó a un vasto programa de acciones para frenar el comunismo, impedir la extensión de la URSS sobre el continente, que para los norteamericanos ya se había iniciado con la “caída” de Cuba y realizar una “revolución”, pero en paz, democracia y libertad. Se habló de “cambio de estructuras”, en las que el Estado debía jugar un papel significativo mediante obras de infraestructura y planificación, la canalización de recursos al sector privado y la realización de reformas agrarias. Paradójicamente, como ocurrió en Ecuador, ese programa fue atacado de “comunista” por las oligarquías y empresarios tradicionales, que nunca comprendieron los alcances del programa, en tanto la CIA logró implantar una Junta Militar (1963-1966), pronorteamericana y anticomunista, que ejecutó lo que estuvo previsto por la Alpro. A pesar del lado imperialista del programa, su lado “desarrollista” sirvió para que el país supere definitivamente el viejo sistema hacienda, ingrese en un acelerado camino de modernización capitalista, despegue la industria y hasta provoque el crecimiento de su burguesía, procesos que no ocurrieron en el pasado. Lo mismo que sucedió en otros países.
El presidente John F. Kennedy hablando en la recepción en honor del Comité de los Nueve de la Alianza para el Progreso en el Comedor de Gala de la Casa Blanca. Crédito “Robert Knudsen, Casa Blanca/Biblioteca y Museo Presidencial John F. Kennedy, Boston”.
El tercer proceso ocurre en las décadas finales del siglo XX, de la mano del FMI y la ideología neoliberal, impulsada a partir del gobierno de Ronald Reagan (1981-1989), quien, como sostiene el premio Nobel de economía Joseph Stiglitz en su libro Capitalismo progresista (2020), cortó el camino norteamericano hacia una economía social que se había inaugurado con Franklin D. Roosevelt (1933-1945). El neoliberalismo transformó América Latina, pero en sentido contrario a lo que había proyectado el desarrollismo de la Alpro. Sirvió para instaurar gobiernos empresariales y, cada vez más oligárquicos, que solo edificaron economías abiertas, bajo la idea de mercados libres, sectores privados privilegiados, privatizaciones, reducción o anulación de impuestos, extractivismo de recursos y flexibilizaciones laborales. Los resultados económicos fueron variables, pero la riqueza se concentró como nunca antes, los servicios y bienes públicos se deterioraron o pasaron al control privado (que hizo con ellos jugosos negocios) y se incrementó la precariedad de las condiciones de vida y trabajo en toda Latinoamérica, lo cual puede verificarse siguiendo los múltiples estudios de la CEPAL.
De estas tres experiencias históricas resumidas puede obtenerse múltiples conclusiones. Pero hay una que cabe resaltar: cuando los EEUU se han propuesto realmente colaborar para impulsar el desarrollo de América Latina, se han logrado avances significativos en la economía y la sociedad, a pesar de la afectación a la democracia que igualmente corrió en paralelo durante los 60 y 70 del pasado siglo, por la ideología creada con el combate al “comunismo”. Quién sabe si el rumbo habría sido mejor y poco traumático si se respetaba la democracia y se apoyaba gobiernos constitucionales. En cambio. el neoliberalismo, fomentado como nueva panacea para el futuro, ha sido un completo fracaso en América Latina. Y sigue agravando el panorama social y agudizando la conflictividad en todos los países donde se ha mantenido o ha sido restaurado, tras el primer ciclo de gobiernos progresistas que, en cambio, impulsaron economías de tipo social.
Si se lograra un cambio de paradigmas en el continente, los EEUU podrían colaborar mejor a la superación del heredado “subdesarrollo” y al mejoramiento de la vida en todo el continente. Se requiere tomar con seriedad la experiencia histórica, abandonar definitivamente el neoliberalismo para América Latina y juntar esfuerzos comunes para reconstruir economías sociales. Incluso la seguridad nacional norteamericana y la del continente tendrían espacios mucho más firmes para una coordinación amistosa, sin las dramáticas consecuencias del intervencionismo. Sin duda, tocará comprender que las economías sociales afectarán intereses oligárquicos de las elites económicas y empresariales, que hoy se muestran dispuestas a impedir cualquier cambio de rumbo y cada vez más afilan incluso el cuestionamiento a la propia democracia representativa. Ronda el creciente riesgo de que se afiancen sectores clasistas y políticos que solo proyectan sanearlo todo con la instauración de regímenes fascistas, que arrasen con “populismos”, “progresismos” e “izquierdismos”.