Sistema educativo en Colombia y el problema de no entenderlo

Y por más que en las aulas no vaya a ser enseñado esto, nada nos impide tener claro que entender es ser libres.

Las quejas sobre el sistema son diversas, y las réplicas a estas, también lo son. Que si está perfectamente bien así, que si debería cambiar, pero ¿cambiar cómo? Que la culpa es de los estudiantes, de los profesores, de la sociedad… El caso es que, en el método de enseñanza actual, hay un problema. Sea visto desde la posición de un maestro al que le preocupa no ver a sus alumnos con los suficientes ánimos, o desde la de un niño que no entiende bien los temas y es llamado tonto, o la de un padre enfadado porque le llamaron para informarle de una mala nota que sacó su hijo en una materia, aun si en las otras va de maravilla. Y lo más triste es que al conflicto como tal, lo envuelve una dificultad también grave, y es la de que por más que haya reproches o proposiciones, nadie sabe realmente como actuar, o si se justifica hacerlo.

Porque vale, entonces si los niños no deberían estar obligados a aprender al mismo ritmo y no se les debería evaluar con simples notas, entonces, ¿qué se podría hacer y que fuera en verdad productivo? O, si hay países en los que el sistema educativo que les rige funciona, ¿por qué no cada país en el que se vea una deficiencia en esta área trata de seguir su ejemplo? Y también, ya en el tema, ¿por qué se nota tanto la diferencia entre educación privada y pública, aun si ambas son defectuosas? Todo vuelve al punto de que nadie sabe por qué lo es, pero sabe que es malo.

Durante años y años, incluso siglos, el sistema educativo viene siendo el mismo, que no solo es brutal con quienes no logran seguir su ritmo, sino también que le promete imposibles a quienes si adquieren esta habilidad. Desde la revolución industrial se viene dando el peculiar hecho de que cada aula parece una fábrica de la que cada niño debe salir con los mismos conocimientos, las mismas ideas, y, si es posible, el mismo nivel de ignorancia para no cuestionar nunca aquello que se les enseñó, o al menos no actuar con base en esta incertidumbre. Aulas que pueden ser las más pulcras y equipadas, o las menos favorecidas y en estado discutible. Donde cada estudiante se viste de peón y de reina la institución, procurando jugar adecuadamente para no ser eliminada, incluso si durante el proceso dos torpes fichas se plantan frente a la otra sin poder avanzar. Y padres y maestros pueden tomar el papel de cualquier ficha que sea de importancia, sin quienes no sería posible desarrollar la partida, pero que también tienen el poder de decidir qué rumbo tomará esta.

Si reñir de manera despiadada a alguien que simplemente no adoptó el mismo ritmo que sus compañeros, o comprenderlo y alentarlo a que lo intente de nuevo. En este punto, no es difícil que brote la duda de, ¿por qué rayos permitimos que esto suceda?, y, aunque la explicación no es la más satisfactoria, puede ser clara. No es que en el mundo escasee gente que sepa cuál es la fórmula química del agua o cerebritos habilidosos en cálculos complicados, es que necesita, por el contrario, más mentes dóciles y sosegadas a las que, bajo ningún concepto, se les ocurra tomar aquel camino tan colorido y llamativo que es el de no seguir, uno por uno, los niveles predispuestos; mientras quienes han tenido y tienen el poder, continúen haciéndolo. Nulas son las empresas a las que les interesa alguien que no sepa respetar un horario o un código de vestimenta, y bastantes las que están repletas de empleados que, en muchos casos, no tienen la opción de no acoger las normas o quejarse de su mísero salario. Porque la educación, por más que tenga ese distintivo brillo de oportunidades y expectativas, es otra de las infinitas cosas que es dirigida por toda una despensa de penurias cambiantes e incontrolables.

Y el que lo sufra puede quejarse o tratar de cambiarlo, pero también es el primero que va a verse involucrado en una alteración de su propia vida. Entonces el escenario se torna de un gris injusto, donde los únicos dos papeles disponibles son el del eterno esclavo que por comodidad ofrece su libertad, o el revolucionario que hace lo opuesto. Ambos personajes tal vez piensen que pueden poner en jaque al rey, observando de reojo las jugadas de otros y leyendo el libro de juego por debajo de la mesa, pero, si son sensatos, dudarán si ese es ciertamente el medio para llegar a su fin.

El inconveniente, que en un principio era solo el sistema, se amplía y se convierte, además, en la ceguera fingida de quienes no se atreven a buscar el cambio y en la restricción que se les pone a quienes sí. Pocos osan cuestionar y nadie se siente feliz al estar bajo la peor presión. Todos quieren que las cosas sean diferentes, pero pocos actúan para cumplir su deseo.

Lo importante dista de criticar quién está bien y quién mal, o qué pasos conviene seguir, y pasa a ser la concientización de cada uno de nosotros sobre la situación. Aunque no vayamos a mover un dedo, si no sabemos dónde estamos parados o por qué, tampoco vamos a saber en un futuro cómo caminar sin haber recibido antes una instrucción. No todos pueden informarse como es querido, pero los que sí, son los que tienen la verdadera clave para salir adelante y plantarle frente a aquello que crean poder combatir. Y por más que en las aulas no vaya a ser enseñado esto, nada nos impide tener claro que entender es ser libres. La libertad no nos la va a regalar el sacar notas impolutas por las que tuvimos que memorizar y no aprender, para luego naufragar en el inmenso mar del desempleo; tampoco lo hará el quejarnos y no hacer nada mientras los números con que nos estiman empiezan a ser más bajos y nos roban la oportunidad de tener un paradero decoroso. Tan perfecta dádiva solo la hará nuestra comprensión de nosotros mismos y de aquello que nos rodea, y el qué hacemos con esa información; si la ignoramos o la esparcimos. Y ni siquiera esto asegura un horizonte más feliz, pero sí uno más vívido y cercano.

En este orden de ideas es natural que inquiramos entonces qué será aquello que podemos hacer como estudiantes, maestros o padres de familia, frente a nuestras inconformidades con el sistema educativo. Qué pasos seguir para combatir el hecho de que mucho menos capital sea invertido en la educación pública en comparación con la privada. O el gran contraste que hay entre la calidad de ambas. Y la deficiencia que presenta por ejemplo el país en cuanto a las pruebas saber o las PISA, que se encargan de medir la aptitud de los saberes de los estudiantes según qué grado e institución, y en las cuales ni los mejores estudiantes de las mejores élites privadas alcanzan un resultado decente al lado de otros países.

Todo esto alimenta la creencia de que, al menos en Colombia y en otros países que cumplen con ciertas similitudes, la educación deja de ser un acompañamiento fructífero y pedagógico, para empezar a ser, como muchas otras cosas en países tercermundistas, un asunto político. Y en la política, es imposible negar que somos como hormigas en riesgo de ser aplastadas por una gigante bota de plata si no nos cuidamos lo suficiente. Es cuando cuidarse implica tener plena claridad y conciencia de qué es lo que nos rodea y por qué es así, por qué son los grandes mandos quienes lo deciden, por qué pasa esto y esto otro. Es importante pues, saber cuestionar el sistema que define las vidas de muchos, no limitarse sin más a pensar que está demasiado bien o demasiado mal. Y también tener la habilidad de no dejarse perjudicar de manera excesiva por cosas que se salen de nuestro control. Si sabemos dónde estamos, donde podríamos estar y el porqué de ambos, al menos tenemos más herramientas que quien no se hace ni la primera pregunta.

Bibliografía

Elizabeth Rivera para La Pluma, 12 de febrero de 2022

Editado por María Piedad Ossaba