Tras una dura campaña, el candidato de Perú Libre logró una ventaja en votos de apenas unas décimas porcentuales sobre Keiko Fujimori. La hija del exdictador está empeñada, sin embargo, en recorrer la senda poselectoral que en otras latitudes trazara Donald Trump.
Pedro Castillo saluda desde el balcón de la sede de Perú Libre, en Lima Afp, Gian Masko
La realidad peruana no le da espacio a la sensatez. Podría ser un buen tema para novela de Mario Vargas Llosa, si no fuera porque él mismo es parte de ella. Y muy bien parado no sale en el capítulo que hoy protagoniza. El nobel entró en campaña el 18 de abril, cuando declaró su apoyo a lo que más odiaba: el fujimorismo. Su temor al cambio fue más fuerte que su rechazo a la corrupción y al autoritarismo que encarna Keiko Fujimori. El 31 de mayo, en un acto realizado en la ciudad natal del escritor, Arequipa, la hija de Alberto Fujimori realizó un juramento por la democracia tan despreciada por su padre. «Este es mi juramento, les pido su apoyo y compañía para cumplirlo. Reconozco que en el pasado reciente mi partido y yo no estuvimos a la altura de las circunstancias, pero los errores cometidos, la injusta prisión que he vivido, me han dejado una profunda lección; es por eso que, sin ninguna excusa, hoy pido perdón», dijo Keiko tras firmar el documento.
Y en pantalla gigante, desde España, Mario Vargas Llosa aseguró a los presentes que era sincero ese voto por el que Fujimori hija se comprometía a respetar la Constitución, abandonar el cargo a los cinco años de asumirlo, respetar la crítica de la prensa y el Poder Judicial, y no indultar a Vladimiro Montesinos (algo que debía estar sobreentendido: el excolaborador de su padre purga más de 40 condenas en una cárcel de máxima seguridad por delitos que van desde la desaparición forzada hasta el narcotráfico).
«Keiko Fujimori representa la libertad y el progreso, y el señor Castillo, la dictadura», enfatizó el escritor, en un acto en el que también participó como una especie de garante el líder opositor venezolano Leopoldo López. El jueves 3 de junio, en el acto de cierre de campaña del partido de Keiko, Fuerza Popular, la candidata recibió un apretado abrazo del hijo de Mario, Álvaro Vargas Llosa. La consigna que repetían y que zanjó todas las diferencias anteriores entre los Vargas Llosa y los Fujimori: «Salvar a Perú del comunismo».
Los Vargas Llosa fueron una cuenta más de un largo rosario: una campaña de demolición contra el adversario de Keiko, Pedro Castillo, plagada de mentiras, tergiversaciones, frases sacadas de contexto y terruqueo permanente (véase «La hora del terror», Brecha, 4-VI-21). En los discursos del fujimorismo, Castillo fue vinculado al Movadef (Movimiento por la Amnistía y los Derechos Fundamentales), un movimiento ligado a la ideología de Abimael Guzmán, el líder encarcelado del hoy disuelto Sendero Luminoso, grupo armado implicado en decenas de violaciones a los derechos humanos. En estos meses se llegó, incluso, a resucitar a este grupo terrorista en el debate público, luego de una matanza ocurrida en la zona cocalera del VRAEM (valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro) que terminó con la vida de 16 personas, incluidos cuatro niños, y por la que se investiga a grupos narcos. En la escena del crimen, las autoridades dicen haber encontrado panfletos con una hoz y un martillo. Castillo y Fujimori se acusaron mutuamente de estar vinculados a lo sucedido.
El peligro rojo
«No más pobres en un país rico» fue el eslogan de campaña de Castillo, un maestro rural de 51 años, nacido en el poblado de Puña, en el departamento de Cajamarca, a 956 quilómetros de Lima. Castillo es el tercero de nueve hermanos y su padre nació en la estancia de los Herrera, poderosos terratenientes de la zona. Trabajó allí la tierra pagando alquiler hasta que, en 1969, se produjo una reforma agraria bajo el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, quien acuñó la frase «campesino, el patrón no comerá más de tu pobreza».
Los ecos de aquel lema se escucharon en la campaña de Castillo y eso puso nerviosos a muchos, quienes, con ingenuidad o sin ella, imaginaron la inminencia de expropiaciones que el candidato nunca anunció y lo vincularon a un ideario marxista-leninista que nunca ha profesado. Católico confeso, además de maestro rural, Castillo también fue rondero, esto es, miembro de los comités de autodefensa que los pobladores andinos formaron en los años ochenta y noventa para combatir la delincuencia y, posteriormente, también a Sendero Luminoso: las rondas. Su salto a la política fue en 2017, cuando lideró una huelga de maestros y profesores que duró 75 días, en reclamo, entre otras cosas, de un aumento de sueldo para el magisterio. En 2020, ante la imposibilidad de que el líder del partido Perú Libre, Vladimir Cerrón, participara como candidato –se encuentra sentenciado por corrupción–, Castillo fue invitado a encabezar las listas de esa formación.
En estas elecciones, mientras en primera vuelta se medían 18 presidenciables y los dardos de la derecha limeña se dirigían principalmente contra la candidatura de la izquierdista Verónika Mendoza, Castillo logró colarse en el balotaje, con un 19 por ciento de los votos, seis puntos por delante de Fujimori, en unos comicios en los que el 45 por ciento de los electores no votó por ningún candidato (véase «Opuestos, pero no tanto», Brecha, 16-IV-21). Aunque los partidos de centro y de derecha intentaron reaccionar en los últimos días anteriores a la primera vuelta, ya era tarde. Nuevos ingredientes aparecieron entonces en la campaña: a las denuncias ideológicas (Castillo «ha venido a imponer el marxismo y el comunismo», dijo Fujimori en abril), se sumaron el racismo y el clasismo. Durante casi dos meses, los presentadores de televisión les insistieron a «los pobres» en que «pensaran bien su voto». Hasta el uso de sombrero y la forma de hablar característica de la sierra del candidato de Perú Libre se convirtieron en materia de burla por políticos y comunicadores. Incluso los integrantes de la selección peruana de fútbol se sumaron a la campaña en un video en el que, «en nombre de la democracia», llamaron a apoyar a Fujimori y el candidato de ultraderecha Rafael López Aliaga, derrotado en primera vuelta, clamó en un mitin a favor de la líder de Fuerza Popular «¡Muerte al comunismo! ¡Muerte a Castillo!».
Cabeza a cabeza
A las 19 horas del domingo 6 de junio, un boca de urna le daba la victoria a Keiko Fujimori en el balotaje. Una cuenta regresiva fue transmitida en directo desde la casa de la candidata en Lima para dar lugar al anuncio: la líder de Fuerza Popular ganaría con un 50,3 por ciento de los votos. Se desató la alegría, y abrazos y sollozos parecían darle la razón a la frase «la tercera es la vencida», tras las dos postulaciones en que Fujimori mordió el polvo de la derrota ante Ollanta Humala, primero y Pedro Kuczynski, después. Cuatro horas le duró la alegría: el conteo rápido realizado cuatro horas después daba ganador a Castillo con un 50,2 por ciento, frente a un 48,8 por ciento de Fujimori. La alegría se trasladó a la región andina de Chota y Castillo seguía en pelea.
Comenzó entonces un conteo más detallado de votos, del que la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) informaba cada media hora, poniendo en vilo a ambos bandos en un angustiante final cabeza a cabeza. Si bien Fujimori tomó la delantera en un comienzo, se sabía que la elección la decidirían los votos del exterior, y los del norte rico, favorables a la candidata, y los del sur pobre, favorables a Castillo. Cuando la tendencia a favor del maestro rural parecía irreversible, y se esperaba un reconocimiento de la derrota por parte de la candidata, convertida en democrática por juramento, esta volvió a ser la misma de 2016, cuando tampoco se resignó a la derrota que le propinó Kuczynski. Aquella vez, denunció un fraude inexistente y, a través de su mayoría en el Congreso, dedicó los años siguientes a hacer lo imposible para impedirle a su rival gobernar el país.
Entonces la diferencia fue de unos 40 mil votos. Ahora, con el 100 por ciento de las actas procesadas, se acerca a los 67 mil, en un total de 18.756.584 votos emitidos. Pero Keiko Fujimori no se rinde. Es comprensible. No solo se alejaría por tercera vez de su sueño de alcanzar la presidencia, sino que se acercaría a la prisión: pesa sobre ella un pedido de fiscalía de 30 años de cárcel por asociación ilícita, lavado de activos y evasión fiscal.
El lunes 7, Fujimori denunció sin pruebas, otra vez, un supuesto «fraude sistemático» y señaló que se habían impugnado más de 1.200 actas en las que ella habría sido ganadora, aunque bastaba revisar la información disponible en el portal web de la ONPE para verificar que las actas impugnadas eran apenas unas 400. La candidata presentó seis casos de supuestas irregularidades y pidió que los ciudadanos que tuvieran información de casos similares la hicieran saber utilizando en las redes sociales el hashtag #FraudeEnMesa. El Ministerio de Defensa se vio obligado a emitir un comunicado: «El ministerio y las instituciones armadas reiteran su compromiso con la Constitución, la democracia y el principio de neutralidad asumido por el Gobierno de Transición y Emergencia. Asimismo, reafirmamos el compromiso de respetar la voluntad ciudadana expresada en las urnas el 6 de junio. Exhortamos a todos los peruanos a respetar los resultados del proceso electoral y a trabajar unidos para fortalecer la democracia e impulsar el desarrollo del país. Llamamos a la unidad por sobre todas nuestras diferencias».
La reacción de los observadores electorales, en tanto, fue contundente. «No hay ninguna evidencia que nos permita hablar de fraude electoral», dijo a la prensa Adriana Urrutia, de la Asociación Civil Transparencia, que desplegó 1.400 fiscalizadores en Perú y en los centros de votación del exterior. De la misma opinión fueron los observadores de la Unión Interamericana de Organismos Electorales y los enviados de la propia Organización de Estados Americanos. En la vereda de enfrente, la voz del nobel volvió a escucharse, siempre a través de su hijo. «Tengo autorización de Mario Vargas Llosa para publicar que, a su juicio, es indispensable que autoridades electorales revisen las actas impugnadas en la segunda vuelta. Ellas, sin interferencia política, deben determinar el resultado de unas elecciones cuyo desenlace aún es incierto», tuiteó Álvaro este miércoles.
Cómo Donald
Keiko volvió con fuerza ese día para seguir con su estrategia. Esta vez pidió la nulidad de 802 actas de votación que, sumadas a las 1.200 mencionadas por ella anteriormente, ponen en juego medio millón de votos. Fujimori ha desplegado un ejército de abogados y notarios de los estudios más caros de Lima para escudriñar con lupa cualquier presunta irregularidad. O inventarla si es necesario. Su equipo se propone, por ejemplo, que se anulen actas de votación de la Amazonia, porque, afirman, sus firmas no se corresponden de forma exacta a las que aparecen en los DNI de los votantes. Lo cierto es que la ley no obliga a que las firmas sean idénticas y, en caso de suplantación de identidad, la denuncia debe hacerse en el momento. La candidata parece decidida, sin embargo, a emular el camino tomado en la última elección estadounidense por Donald Trump, quien reunió 92 abogados para impugnar los votos de su rival Joe Biden, a quien acusó de un monumental fraude que nunca ha logrado probar, mientras presentaba un alud de demandas que, en su mayoría, los tribunales se negaron siquiera a tramitar por la endeblez de los argumentos expuestos.
En Perú, serán, en primera instancia, los Jurados Electorales locales los que decidirán si dan lugar a las denuncias. De no hacerlo, el denunciante podrá apelar y la decisión, entonces, será del Jurado Nacional de Elecciones. El proceso puede durar varios días.
Fuente Brecha, 11 de junio 2021
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Mariátegui y la elección de Pedro Castillo en Perú
Gilberto Calil
La división regional, sociológica y étnica de Perú expresada en los resultados de las elecciones que terminaron ayer subraya la relevancia de la reflexión de José Carlos Mariátegui (1894-1930). Considerado el fundador del marxismo latinoamericano, en el sentido de que fue el primer marxista que realizó una interpretación original de la realidad latinoamericana desde el marxismo, el revolucionario peruano señaló hace casi un siglo que Perú era un país fracturado por las divisiones producidas por su clase dominante.
Así, además de la división entre campo y ciudad, la escasa integración nacional creó una brecha que separa la costa, la sierra (andina) y la región amazónica. En su análisis, la élite limeña despreció profundamente la identidad indígena, en lo que fue acompañada por sectores urbanos medios. Esto expresaba su perspectiva subordinada y la ausencia de un proyecto nacional: “las burguesías nacionales, que ven en la cooperación con el imperialismo la mejor fuente de provechos, se sienten lo bastante dueñas del poder político para no preocuparse seriamente de la soberanía nacional.”
En su interpretación, esto indicaba que no habría revolución burguesa en el Perú, dado que no había ningún sujeto social interesado en ella, y que por lo tanto la única alternativa concreta de transformación sería una revolución socialista. A esto Mariátegui añadió la centralidad de la cuestión de la tierra (la necesidad de la reforma agraria y la liquidación del latifundio) y de la cuestión indígena, profundamente imbricada con la cuestión de la tierra. Para él, sólo podía haber revolución socialista en el Perú si se incorporaba a los indígenas como parte fundamental del sujeto revolucionario.
La actualidad de Mariátegui
El recién elegido presidente del Perú, Pedro Castillo, fue elegido a través del Partido Nacional Perú Libre (PNPL), que se define como “marxista-leninista-mariateguista” y como una “izquierda del campo” que expresa el “Perú profundo“. Sabemos que incluso Sendero Luminoso se presentó como mariateguista, lo cual es enteramente injustificable.
Pero Perú Libre es efectivamente coherente con la propuesta mariateguista al poner la centralidad en las demandas concretas de los campesinos peruanos: reforma agraria, derechos sociales, educación y salud. También es profundamente mariateguista en la radicalidad con la que ha apoyado -hasta ahora- los elementos centrales de esta agenda reivindicativa, no renunciando a su defensa ni siquiera en el contexto de una segunda vuelta en la que tenía a prácticamente todos los medios de comunicación y a los principales partidos políticos en contra.
Las elecciones peruanas tienen una enorme importancia. Perú es el cuarto país más poblado del continente, el más devastado por la pandemia en el mundo (con la reciente corrección de los datos, pasa de la increíble cifra de cinco mil muertos por millón), y es probablemente el único país del mundo que ha llevado la locura de la inmunidad por contaminación más allá de Brasil, con el agravante de que su sistema sanitario es muy precario.
No fueron unas elecciones normales, sino unas elecciones que se celebraron en un contexto de crisis orgánica y de profunda crisis de representación de los principales partidos. En la primera vuelta, los cuatro candidatos más votados -Castillo, Keiko Fujumori, López Aliaga (el “Bolsonaro peruano”) y Hernando de Soto (tecnócrata ultraliberal)- se presentaron, desde diferentes perspectivas ideológicas, como candidatos antisistema.
El candidato de Acción Popular quedó en quinto lugar con el 9 por ciento y la candidata de centro-izquierda Verónika Mendoza (Nuevo Perú), que lideraba la carrera al inicio del proceso, terminó en sexto lugar con el 7,6 por ciento. En la segunda vuelta, los principales candidatos (excepto Verónika Mendoza, que apoyó a Castillo, y Yonhi Lescano, de Acción Popular, que no apoyó a ningún candidato) se unieron a Keiko. Bendecidos por Vargas Llosa, los liberales abrazaron a la hija del dictador contra el fantasma del comunismo.
Una victoria indígena
Los resultados confirman un país profundamente fracturado. Keiko ganó por un amplio margen en la región de Lima (65%) y en la ciudad del Callao (67%), sacando una diferencia de más de dos millones de votos. De las 23 regiones del interior del país, Keiko sólo ganó en siete: las provincias amazónicas de Loreto y Ucayali y las costeras de Tumbes, Piura, Lambayeque, La Libertad e Ica – e incluso en estas regiones, la victoria se debe a los resultados obtenidos en las ciudades más grandes.
En cambio, Castillo ganó en las otras 16, pero además, obtuvo índices impresionantes en las principales provincias andinas: 89% en Puno, 83% en Cusco, 81% en Apurímac, 82% en Ayacucho, 85% en Huancavelica, 73% en Moquegua, 68% en Huánuco, 66% en Pasco y 71% en Cajamarca. 3] Se trata de diferencias impresionantes obtenidas en regiones fuertemente indígenas, marcadas por culturas tradicionales y formas de organización social que resisten sistemáticamente los efectos de la devastación neoliberal.
En un país en el que el 40% de la población se concentra en la región de Lima (incluido el Callao), parecía imposible que un candidato ganara las elecciones sin tener bases significativas en la capital, sin hacer amplias alianzas políticas, manteniendo un programa económico muy radical y siendo atacado ostensiblemente por los medios de comunicación. Sin embargo, en un contexto de crisis orgánica, ocurrió lo contrario, y probablemente fue el radicalismo con el que defendió su programa y se mantuvo fiel a su base social organizada lo que determinó su victoria.
Fuente: Jacobin 8 de junio de 2021
Original: Mariátegui e a eleição de Pedro Castillo no Peru
Publicado por Esquerda Online
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¿Quién le teme a Pedro Castillo?
Pablo Stefanoni
Lo que pasó en las elecciones peruanas es quizás lo más parecido a la «tempestad en los Andes» anunciada por Luis E. Valcárcel en un libro ya clásico prologado por José Carlos Mariátegui. Atraído por la idea de «mito», Mariátegui terminaba escribiendo: «Y nada importa que para unos sean los hechos los que crean la profecía y para otros sea la profecía la que crea los hechos». Lo ocurrido el pasado 6 de junio no es sin duda un levantamiento indígena como el que imaginó Valcárcel, ni tampoco uno como lo imaginara Mariátegui, como partero del socialismo. Pero fue un levantamiento electoral del Perú andino profundo, cuyos efectos cubrieron todo el país.
Pedro Castillo Terrones está lejos de ser un mesías, pero apareció en la contienda electoral «de la nada», como si fuera uno. Con los resultados del domingo, está próximo a transformarse en el presidente más improbable. No porque sea un outsider –el país está lleno de ellos desde que el «chino» Alberto Fujimori se hiciera con el poder en 1990, tras derrotar a Mario Vargas Llosa–, sino por su origen de clase: se trata de un campesino cajamarquino atado a la tierra que, sin abandonar nunca ese vínculo con el monte, se sobrepuso a dificultades diversas y llegó a ser maestro rural; en los debates presidenciales cerraba sus intervenciones con el latiguillo «palabra de maestro».
Desde el magisterio, Castillo saltó al escenario nacional en 2017, con una combativa huelga de maestros contra la propia dirección sindical. Un reciente documental, titulado precisamente «El profesor», da varias pistas sobre su propia persona, su familia y su entorno. A diferencia de Valcárcel, cuyo indigenismo se insertaba en la disputa de elites –la cuzqueña andina y la limeña «blanca»–, Castillo proviene de un norte mucho más marginal en términos de la geopolítica peruana. Su identidad es más «provinciana» y campesina que estrictamente indígena. Desde allí conquistó al electorado del sur andino y atrajo también, aunque en menor proporción, el voto popular limeño.
Por eso, cuando Keiko Fujimori aceptó el desafío de ir a debatir hasta la localidad de Chota y dijo con disgusto «Tuve que venir hasta aquí», la frase quedó como uno de los traspiés de su campaña. Castillo había logrado sacar la política de Lima y llevarla a los rincones lejanos y aislados del país, que recorrió uno a uno en su campaña con un lápiz gigante entre las manos.
La irrupción de Castillo en la primera vuelta –con casi 19% de los votos– generó una verdadera histeria en los sectores acomodados de la capital. Y acorde a la actual moda del anticomunismo zombi, se expresó en un generalizado «No al comunismo», manifestado incluso con carteles gigantes en las calles. No escaseó tampoco el racismo. Perú parece tener menos pruritos para expresarlo en público que los vecinos Ecuador o Bolivia.
Por ejemplo, el «polémico» periodista Beto Ortiz echó a la diputada de Perú Libre Zaira Arias de su set televisivo, mostrando que la «corrección política» no llegó a sectores de las elites limeñas. Luego la llamó «verdulera» y más tarde se disfrazó de indio –con su histrionismo habitual– para darle la bienvenida de manera socarrona al «nuevo Perú» de Pedro Castillo.
La candidatura de Castillo fue, además, víctima constante del «terruqueo» (acusación de vínculos con el terrorismo) por sus alianzas sindicales durante la huelga de maestros y, sin experiencias previas en el terreno electoral, de sus propios tropiezos en entrevistas.
Como escribió Alberto Vergara en el New York Times: «Quienes utilizaron de manera más alevosa la política del miedo fueron los del campo fujimorista, las clases altas y los grandes medios de comunicación. Empresarios amenazaban con despedir a sus trabajadores si Castillo vencía; ciudadanos de a pie prometían dejar sin trabajo a su servicio doméstico si optaban por Perú Libre; las calles se llenaron de letreros invasivos y pagados por el empresariado alertando sobre una inminente invasión comunista». Hasta Mario Vargas Llosa abandonó su tradicional antifujimorismo –por el que incluso había llamado a votar por Ollanta Humala en 2011– y decidió darle una oportunidad a una candidata de apellido Fujimori.
Castillo está lejos de provenir de una cultura comunista. Militó varios años en la política local bajo la sigla de Perú Posible, el partido del ex-presidente Alejandro Toledo, y si bien se postuló por Perú Libre, no es un orgánico de este partido, que nació originalmente como Perú Libertario. Perú Libre se define como «marxista-leninista-mariateguista», pero muchos de sus candidatos niegan ser «comunistas».
El líder del partido, Vladimir Cerrón, definió el movimiento que se alineó detrás de Castillo como una «izquierda provinciana», opuesta a la izquierda «caviar» limeña. Castillo es un católico «evangélico compatible»: su esposa e hija son activas participantes en la evangélica Iglesia del Nazareno y él mismo se suma a sus oraciones. En la campaña se posicionó repetidamente contra el aborto o el matrimonio igualitario, aunque hoy varios de sus técnicos y asesores provienen de la izquierda urbana liderada por Verónika Mendoza, con visiones sociales progresistas. Habrá que ver la convivencia de tendencias en el futuro gobierno de Castillo, que no se anuncia fácil.
Castillo se autodefine también como «rondero», en referencia a los grupos campesinos creados en esta región en los años 70 para enfrentar el abigeato y que se replicaron luego en el país en los años 80 para hacer frente a la guerrilla de Sendero Luminoso, y funcionan muchas veces como instancia de autoridad en el campo.
La incertidumbre de un futuro gobierno de Castillo no tiene que ver, precisamente, con la constitución de una experiencia comunista de cualquier naturaleza que sea. También parece muy improbable una «venezuelización» como la que anuncian sus detractores. Las Fuerzas Armadas no parecen fácilmente subsumibles, el peso parlamentario del castillismo es escaso, las elites económicas son más resistentes que en un país puramente petrolero como Venezuela y la estructuración del movimiento social no anticipa un «nacionalismo revolucionario» de tipo chavista o cubano.
Las declaraciones del «profe Castillo» muestran cierto desprecio de tipo plebeyo por las instituciones, poca claridad sobre el rumbo gubernamental y visiones sobre la represión de la delincuencia que promueven la extensión de la «justicia rondera» al resto de Perú (que a menudo impone diversos tipos de castigos a quienes delinquen) pero también incluyen discursos de mano dura, como se vio en los debates electorales.
La presencia en el gobierno de la «otra izquierda» –urbana y cosmopolita– puede funcionar como un equilibrio virtuoso entre lo progresista y lo popular, aunque también será fuente de tensiones internas. Algunos comparan a Castillo con Evo Morales. Hay sin duda simbologías e historias compartidas. Pero también hay diferencias. Una es puramente anecdótica: en lugar de exagerar sus logros en una clave meritocrática, Morales dice no haber terminado el secundario (aunque algunos de sus profesores aseguran lo contrario). La otra es más importante a los efectos del gobierno: el ex-presidente boliviano llegó al Palacio Quemado en 2006 tras ocho años de trayectoria como jefe del bloque parlamentario del Movimiento al Socialismo (MAS) y la experiencia de una campaña presidencial en 2002, además de tener detrás una confederación de movimientos sociales con fuerte peso territorial, articulador en el MAS. Castillo tiene, por ahora, un partido que no es propio y un apoyo social/electoral aún difuso.
El «miedo blanco» a Castillo se vincula, más que a un peligro real de comunismo, a la perspectiva de perder poder en un país en el que las elites habían sorteado el giro a la izquierda en la región y cooptado a quienes ganaron con programas reformistas como Ollanta Humala. Dicho de manera más «antigua»: el «miedo blanco» lo es a la perspectiva de un debilitamiento del gamonalismo, como se llamó en Perú al sistema de poder construido por los hacendados antes de la reforma agraria, y que perduró por otras vías y de otras formas en el país. Nadie sabe si las elites podrán cooptar también a Castillo, pero hay en este caso un abismo de clase más profundo que en el pasado y el escenario es de manera más general menos previsible. La «sorpresa Castillo» es demasiado reciente y en muchos sentidos es un desconocido incluso para quienes serán sus colaboradores.
Posiblemente la tempestad electoral anuncie otras próximas si las elites quieren seguir gobernando como se habían acostumbrado a hacerlo.
Sengo Pérez, Gilberto Calil y Pablo Stefanoni
Editado por María Piedad Ossaba
Publicado por sinpermiso, 13 de junio de 2021