La humanidad vive el momento más difícil de su historia. Nunca antes como ahora se había producido una concurrencia de eventos que son expresión de la crisis más profunda de la que se tiene conocimiento.
Agobiados por el enfrentamiento de una cotidianidad que se ha tornado muy agresiva para todos, pero sobre todo para aquellos pueblos a los que Estados Unidos les ha declarado la guerra, a veces no logramos percibir que esta inédita situación se manifiesta porque también es primera vez que damos la cara a elementos que se relacionan con la crisis estructural de la sociedad de clases que hoy es capitalista pero que antes fue esclavista y feudal.
En todas ellas, las clases privilegiadas tuvieron capacidad para superar las crisis e incluso adoptar perspectivas revolucionarias y transformadoras dando paso a nuevas formaciones económico sociales que apuntaban al perfeccionamiento de la explotación.
En esa medida, el capitalismo no tiene futuro, su fase superior imperialista está siendo partera de su propia destrucción en tanto en su expresión neoliberal, destruye las propias bases del capitalismo, tales como la libre competencia y el libre mercado, de la misma manera que el individualismo, el consumismo y el derroche como testimonios y afirmación de valores que pueden proporcionar felicidad y éxito momentáneo, no solucionan los grandes problemas de la humanidad. He ahí su fracaso.
La pandemia de coronavirus ha sido el símbolo de un estrepitoso fiasco. Los sistemas de salud han colapsado incluso en aquellos países ricos y desarrollados. Pero no es solo eso. En simultánea asistimos a la destrucción del sistema multilateral que a pesar de sus deficiencias ha provisto al mundo de un instrumento para la solución de los conflictos y una estructura jurídica que evite la anarquía y el caos en el planeta.
Igualmente, nos vemos confrontados a la posibilidad de la guerra, a la impunidad de los poderosos, a la destrucción de planeta como consecuencia del cambio climático, a una crisis económica de dimensiones desconocidas y novedosas en la historia de la humanidad y como consecuencia de todo ello, a la exacerbación del racismo, la misoginia, la homofobia y la persecución de las minorías como práctica política que cercena las bases de la falsa democracia representativa que es solo un sofisticado instrumento de dominación de clases, adaptado a la modernidad que inició la revolución francesa.
Ni siquiera los preceptos que la sostuvieron y que dieron relevancia a esa revolución burguesa pueden ser hoy sostenidos por las élites de poder. La solidaridad, la igualdad y la fraternidad, vendidas al mundo como panacea de la nueva transformación que se anunció en Francia en 1789 tras el aplastamiento del sistema monárquico feudal, hoy son entelequias que la furia de los poderosos (no necesariamente de los pueblos como hubiera sido deseable) se está encargando de destruir.
Ante esto, un grito de alerta que emerge del pensamiento y la voz de Noam Chomsky, un respetado intelectual estadounidense deja ver todo el sentido del instante: “Nunca ha habido un momento (…) en el que haya surgido una confluencia de crisis [como esta] y las decisiones sobre ellas tienen que tomarse muy pronto, no se pueden retrasar”.
De ahí que cuando se resiste y se lucha en cualquier lugar del mundo, se está haciendo en primera instancia por la salvaguarda de la vida en el planeta. Hoy, no existe tarea más revolucionaria y más honrosa que esta.
Sergio Rodriguez Gelfenstein para La Pluma