¿Por qué todos tienen miedo del poscolonial?

Como se puede ver, estamos ante un caso de toxicosis aguda, del tipo que afecta a las viejas naciones imperialistas cuando, al no haberse hecho realmente el luto de la colonia llega la hora de la nostalgia y de la melancolía. Ayer, en efecto, se trataba de acaparar el mundo en beneficio de algunos.

Aproximadamente cada dos o tres meses, el público letrado de habla francesa es invitado a un curioso sabbat durante el cual sacrificadores patentados proceden a la inmolación ritual no de un carnero, de  una oveja, o cualquier otro chivo expiatorio, sino del poscolonialismo. Hace casi veinte años que dura ese tiovivo y, tal y como están las cosas en la actualidad, nada parece -por desgracia- poder detenerlo.Para

Edward W. Said (1935-2003)
y James Arthur Baldwin (1924-1987)

A diferencia de Edward Said, Homi Bhabha o Gayatri Spivak, no soy un teórico del poscolonialismo, y mucho menos uno de los sumos sacerdotes del llamado pensamiento descolonial, cuyas principales tesis, al igual que en el cenit de la teoría de la dependencia (o de lo que entonces se llamaba “el desarrollo del subdesarrollo”), proceden de América Latina. De los subaltern studies (estudios subalternos) (una importante corriente de pensamiento historiográfico nacida en la India en los años 1980), sólo tuve noticia a principios de los años 1990, cuando me instalé en los  USA después de estudiar en la Universidad de París I-Panthéon Sorbonne y en Sciences-Po.

Es cierto que en el año 2000 publiqué un ensayo titulado De la postcolonie, una reflexión ante todo estética que se inspiró en la escritura novelesca y en la música africana de finales del siglo XX [1]. Aunque no fue publicado en Francia, el ensayo fue rápidamente traducido al inglés y tuvo un notable éxito en los USA y en el mundo anglosajón, donde se convirtió en un clásico [2]. Los “estudios poscoloniales” no constituían el tema del ensayo. Más bien fue una contribución a la crítica de la tiranía y del autoritarismo, las facetas de nuestra modernidad tardía a menudo inconfesadas y reprimidas durante mucho tiempo.

En particular, cuestioné la manera en que las formaciones sociales surgidas de la colonización se esforzaron, mientras que las políticas neoliberales de austeridad acentuaron su crisis de legitimidad, forjar un estilo híbrido y barroco de mando, marcado por la depredación de los cuerpos, una violencia carnavalesca y una relación simbiótica entre dominantes y dominados. A estas formaciones y a este estilo de mando, les di el nombre de poscolonia, un término inventado, que, hasta el día de hoy, por lo menos hasta donde yo sé, ni siquiera existe en ningún diccionario de francés.

Al no reconocerme en estos movimientos de ideas, no tengo ninguna razón para ser hostil con ellos. ¿De qué serviría? Como tantas otras corrientes provenientes de otras tradiciones intelectuales en diversos períodos de nuestra historia, las considero parte de los archivos del Todo-Mundo, una parte ahora inerradicable de nuestras múltiples herencias, sean o no asumidas. En otros lugares y en el resto del mundo francófono, muchos lo han por cierto comprendido. ¿Por qué se privarían de ello, cuando el nuevo siglo se abre con un importante cambio histórico? En efecto, Europa “ya no constituye el centro del mundo, aunque siga siendo un actor relativamente decisivo” [3]. Para avanzar en la noche que se avecina, ¿no es mejor permanecer despierto, tal vez dispuesto a acoger lo inesperado, o incluso lo que, a primera vista, nos desorienta y nos derrota?

Toxicosis

Por desgracia, esta no es la sensibilidad de la época. ¿La prueba?  Aproximadamente cada dos o tres meses, el público letrado de habla francesa de los cuatro rincones del mundo es invitado a un curioso sabbat durante el cual los sacrificadores autodesignados proceden a la inmolación ritual no de un carnero, de un cordero o de cualquier otro chivo expiatorio, pero de estas corrientes de pensamiento, a las que conviene añadir estudios de género o de raza, y de sus supuestos devotos. Hace casi veinte años que dura el tiovivo  y nada, tal como están las cosas, parece poder detenerlo. Mirando de cerca, esta ofrenda a no sabemos que dios tiene todas las apariencias de un intento de ideicidio.

Hay que calificarla de ideicida en la medida en que lo de que se intenta impedir la diseminación y reclamar con fuerza y a gritos la extirpación, son ideas, incluso si se hieran de paso quienes las llevan. En el lenguaje de los nuevos sacrificadores, varios epítetos y apodos sirven para tipificar estas corrientes consideradas como dañinas, y de las cuales muchas personas, al parecer, temen abiertamente que tomen el control de las mentes y las instituciones. “Obsesionados con la raza”, “racistas antiblancos” y  “charlatanes”, son algunos de los epítetos, tal vez no los más floridos, de un larga y escabroso torrente. ¿Qué decir de las múltiples designaciones, las unas más sexistas que las otras, cuya función es, manifiestamente, desacreditar prácticas y universos cognitivos de los que poco se sabe, de los que en el fondo no se tiene cura ( “feminismo radical, grupúscular, vengativo y victimario”), o reducido a un asunto de centavos (un vulgar “negocio”), o incluso a una ociosa y ruidosa distracción (un simple “carnaval”)?

Todos estos epítetos, insultos y caricaturas y todos estos apodos tienen una cosa en común. Buscan en vano alejar un espectro y conjurar el terror que no cesa de provocar un fetiche espantoso, mal adquirido y disimulado, el colonial o, más precisamente, la colonialidad, sus genealogías, sus estructuras y sus consecuencias en el presente. La interminable campaña de estigmatización y denigración, y en algunas circunstancias de intimidación pura y simple, no tiene, por su parte, nada que ver con el debate académico. A menudo llevada a cabo con insultos, sus verdaderos significados residen en otro lugar y es lo de que es el síntoma (y no en el objeto estigmatizado) que por lo tanto hay que abordar.

Esta campaña de desprestigio ha pasado por varias etapas. A principios de los años 1990, muy pocos se tomaron la molestia de informarse, de leer los principales textos, de traducirlos al francés o estudiarlos seriamente en su idioma original, y el resultado fue la condescendencia y la indiferencia, los sarcasmos y las pullas, a lo que se añadió, de vez en cuando, la tradicional dosis de desprecio. Como la ignorancia, la suficiencia y la arrogancia no consiguieron contener la ola, a principios de los 2000 se pasó al juicio por ilegitimidad. A partir de ahora, ha llegado el momento de un combate frontal. Para enmascarar la estupidez recurrente, ya no se duda en recurrir a las injurias o en vilipendiar aquello de lo que no se sabe absolutamente nada o  poco. Como resultado, aquell@s de nosotr@s que esperábamos una verdadera lucha intelectual estamos pagando el precio.

Porque en ninguna de estas etapas la razón habrá avanzado un solo paso. Por el contrario, a medida que se multiplican las aproximaciones y los atajos, el pulpo de la ignorancia y el desenfreno sigue extendiendo sus tentáculos a lo largo y ancho, cubriendo con un estruendo ensordecedor las voces de aquell@s, en realidad muy poc@s, que se han tomado la molestia de leer y estudiar las llamadas corrientes de pensamiento con el fin de entender su léxico, sus métodos, sus enunciados exactos y su impacto real o supuesto sobre la comprensión de nuestro mundo.

¿Cómo explicar de otro modo la confusión reinante, entre aquellos que pretenden olvidar desde dónde hablan, y aquellos otros que no dejan de tartamudear, de tropezarse, de mezclar los nombres, las fechas, los lugares, las categorías y los argumentos, tomando el poscolonial por el decolonial, el decolonial por el racismo antiblanco, la comunidad por el comunitarismo (el viejo nuevo trapo rojo), el racismo por la raza y el extranjero por el enemigo de lo universal?

Como se puede ver, estamos ante un caso de toxicosis aguda, del tipo que afecta a las viejas naciones imperialistas cuando, al no haberse hecho realmente el luto de la colonia llega la hora de la nostalgia y de la melancolía. Ayer, en efecto, se trataba de acaparar el mundo en beneficio de algunos. Esta era la definición, en última instancia, del colonialismo. En un cómico vuelco de la historia, todo sucede como si el mundo que ayer se creía haber acaparado buscara hoy a devorarnos desde el interior. La fortaleza por lo tanto sería sitia y asaltada. De ahí el pánico. La bunkerización. La voluntad de expurgación, el deseo irreprimible de violencia en respuesta al desafío de la planetarización del mundo, este viejo nuevo programa cultural europeo.

A golpe de exhortaciones, de repetidos llamados a la vigilancia, a la denuncia, a la excomunión e incluso a la represión burocrático-administrativa, personajes de diversas obediencias comenzaron a gritar en coro al lobo. En estos tiempos en los que los más fuertes se consideran víctimas, personas reconocidas en la plaza pública, en los medios de comunicación y en las grandes instituciones académicas y culturales de la República, sin contar las grandes revistas y editoriales, de repente empiezan a lloriquear. Para proteger jugosas rentas vitalicias y seguir viviendo y operando en una cámara de ecos, ya no dudan en reclamar más brutalidad contra sus propios colegas e incluso sus subordinados, sobre los que quieren ver caer la pesada mano del Estado. Encantados de encontrarse entre sí, ¿no se han acostumbrado, durante años, a perorar sin interrupción ni réplica a lo largo de las estaciones?

La comunidad de nuevos sacrificadores se define por su ecumenismo. Se encuentran allí, mezclados, aquellos para quienes la pérdida del Imperio (y en particular la de la Argelia francesa) fue una catástrofe, marxistas dogmáticos para quienes la lucha de clases (y la cuestión social) constituye la última palabra de la historia, ancianos de la Izquierda proletaria [grupo maoísta francés, 1969-1973] que han pasado con armas y bagajes al neoliberalismo, catequistas del laicismo defensores del modelo republicano policíaco y autoritario, que se contentan con despedazar con una pala, tenderos y pontificadores del universalismo abstracto, autoproclamados apologistas de los valores de Occidente o de la identidad católica de Francia, nostálgicos y huérfanos de la cultura clásica, lectores de Maurras y Mao confundidos, partidarios del antiamericanismo  de izquierda y de derecha, cruzados anti-postmodernistas y adversarios de lo que llaman desdeñosamente “el pensamiento 68”, femonacionalistas dispuestas a retomar la antorcha, es decir, la vieja “carga del hombre blanco”, y la multitud de los sin nombre, a cuyos ojos toda “persona de color” es por definición un “comunitarista” que se ignora.

¿De qué tienen miedo? Lo que en el discurso post- o decolonial o los estudios de género les traumatiza tanto, se preguntan el premio Renaudot Alain Mabanckou y el crítico americano Dominic Thomas en una tribuna reciente. Hay que ampliar la interrogación y plantearse la cuestión de saber cuál es esa figura de pánico y del trauma que se apodera subrepticiamente del sujeto asustado y lo empuja a gritar con la multitud y a expresarse sólo bajo la forma del tartamudeo, en la lengua de la injuria y al borde de la difamación? En otras palabras, ¿de qué es este pánico y su modo de manifestarse son el síntoma?

“Tres colores, una bandera, un Imperio” (1941)

Los nuevos viajes del pensamiento

Porque, en el resto del mundo, incluido el mundo francófono, la crítica de la esclavitud, del colonialismo, del racismo y del patriarcado no ha comenzado hoy. Siempre fue consubstancial  de la crítica de los tiempos modernos. Después de todo, el giro poscolonial en las ciencias sociales y las humanidades (para limitarnos a este enfoque) tuvo lugar hace casi medio siglo. Desde entonces, la crítica postcolonial, al igual que la crítica feminista, tiene peso en muchos debates políticos, epistemológicos, institucionales y disciplinarios. Este es el caso en los USA, en Gran Bretaña, y en muchas regiones del hemisferio sur, en Asia del sur y sudeste, e incluso Europa Oriental. Por lo que sabemos, en estas partes del mundo, este punto de inflexión no ha sido la causa del tipo de trauma que vemos en la Francia de hoy.

Desde su nacimiento, el pensamiento poscolonial ha sido objeto de interpretaciones muy variadas y ha suscitado, a intervalos más o menos regulares, oleadas de polémicas y controversias, e incluso objeciones totalmente contradictorias entre sí. También ha dado lugar a prácticas intelectuales, políticas y estéticas igualmente abundantes y divergentes, hasta el punto de que a veces se tiene derecho a preguntarse qué constituye su unidad. Estas controversias, a menudo de una factura indiscutible, continúan alegremente, sin jamás desembocar en la especie de histeria autoritaria y neoconservadora tan típica de la escena intelectual francesa contemporánea [4].

A pesar de la fragmentación de esta corriente, se puede afirmar que en su núcleo central se propone explicar las condiciones que llevaron a la entremezcla de nuestras historias y las consecuencias de la concatenación de nuestros diferentes mundos desde el inicio de la era moderna. ¿Quién puede negar honestamente que la esclavitud y sobre todo la colonización, pero también la punción de los cuerpos, la extracción de las riquezas del suelo y del subsuelo, el comercio y las migraciones, la circulación de las formas y de los imaginarios ha jugado un papel decisivo en este proceso de colisión y de enredo de los pueblos? Por lo tanto, no sin razón el pensamiento poscolonial los ha convertido en objetos privilegiados de sus investigaciones y de sus discursos.

En sus imperios respectivos las potencias europeas habían inventado máquinas especializadas en la producción de la diferencia. Esos dispositivos funcionaban, en su mayor parte, sobre bases raciales. Se establecieron estatutos jurídicos diferenciados y cada vez inferiorizadores. A cambio, durante sus luchas por la abolición de la servidumbre y por la recuperación de la humanidad, muchos de los sujetos colonizados procedieron a la crítica de los daños que habían sufrido, recurriendo ocasionalmente a contragramáticas extraídas del arsenal colonial mismo. El pensamiento poscolonial examina así el trabajo realizado por estos dispositivos y otras tecnologías de la diferencia.

Por otra parte, se interesa por el análisis de los fenómenos de resistencia que jalonaron la historia colonial, las diversas experiencias de emancipación y sus límites, de la manera en que los pueblos oprimidos se constituyeron como sujetos históricos y pesaron con un peso propio en la constitución de un mundo transnacional y diaspórico, aquel en el que vivimos. Por último se preocupa de la forma en que las huellas del pasado colonial son, en el presente, objeto de un trabajo a la vez político y de resimbolización, así como de las condiciones en que este trabajo da lugar a figuras identitarias inéditas, híbridas o cosmopolitas.

Por cierto, se ha podido constituir una inmensa contrabiblioteca, que sólo puede ser ignorada o descuidada a costa propia. Saberes antes insospechados han sido rescatados del olvido y rehabilitados. Voces que se solían sofocar se levantaron y pronunciaron palabras nuevas sobre casi todo lo que antes era la única palabra de los maestros de antaño. Se han establecido instituciones. Se han creado revistas cuya proyección internacional es indiscutible. Las literaturas menores han enriquecido el canon tradicional. Hasta la enseñanza de la lengua francesa en el extranjero se benefició mucho, gracias en gran parte al conjunto de las creaciones de expresión francesa en su transnacionalidad.

Por lo tanto, se emprendieron nuevos viajes de pensamiento. Su escenario no es una familia incestuosa en la que reina como déspota un padre obsesionado por el miedo de ser expulsado no por sus propios hijos, sino por una descendencia extranjera. Su escenario es ahora el planeta entero. Estos viajes apenas excluyen a Europa, pero sus principales protagonistas ya no les importa pedir, como antes ni su bendición, y mucho menos el imprimátur. Incapaces de hacer el duelo, ¿es el fin del patriarcado epistemológico ejercido durante mucho tiempo por Europa sobre el resto del mundo lo que nuestros sacrificadores están viviendo como un parricidio, trasladando así su rabia y su trauma sobre el  objeto equivocado?

La capacidad de la verdad

Las antiguas naciones tienen sus propias formas de inventar molinos de viento. Cuando juegan a asustarse, hay que tener cuidado porque normalmente es con el fin de cometer un crimen siniestro a expensas de los más débiles que ellas. Conocemos la antífona. Los dominados serían responsables de la violencia que recae sobre ellos. Los poderosos difícilmente serían responsables de esta violencia ya que sólo la ejercerían a pesar de ellos mismos, a regañadientes, y a menudo por el bien de aquellos a quienes se inflige ya que, al final, se trataría de protegerlos contra sus malos instintos. Por lo tanto, esa violencia no sería criminal. Sería tanto un regalo como una misericordia, y sería eminentemente civilizadora.

La verdad por supuesto está en otra parte. Gracias al giro autoritario y neoconservador de una gran parte de la escena intelectual y cultural francesa, muchos, hoy en día, no quieren oír hablar del pasado colonial. Afirman que este pasado ha sido “globalmente positivo” (por lo que los excolonizados deberían estar agradecidos), o que está clínicamente muerto (¿por qué, entonces, ponerlo de nuevo en escena?). Afirman que, en cualquier caso, no son responsables de ello, y que de todas formas sólo importa el presente.

Esta piadosa mentira no sólo es compartida por las capas populares supuestamente seducidas por la ideología de la preferencia nacional. Está alimentada por élites que también quieren beneficiarse de la renta de la autoctonía. Por ejemplo, este presentismo radical (típico de la vulgata neoliberal) es uno de los fundamentos ideológicos de la política africana de Emmanuel Macron: “Yo pertenezco a una generación que no es la de la colonización, proclama con orgullo. El continente africano es un continente joven. Las tres cuartas partes [de los habitantes] de su país [Costa de Marfil] nunca han conocido la colonización.”

En su visión del mundo, el colonialismo, acontecimiento de geometría variable, fue a veces un “crimen de lesa humanidad” (su declaración en Argel) y a veces un “”error”, una “falta de la República” (su declaración en Abiyán). Recurre voluntariamente a la artimaña generacional, pretende creer que el presente nunca es el producto del pasado, o que la relación entre uno y otro es estrictamente aleatoria. Parece que, para él, el pasado colonial como tal no es objeto de crítica (una tarea inútil). Está inevitablemente condenado al olvido. Y contrariamente a lo que nos enseñaron tanto su maestro Paul Ricoeur como los mejores de los nuestros, no cree que exista ninguna relación entre la memoria y la imaginación [1]. 1] El hecho de que una generación haya nacido después de un acontecimiento traumático necesariamente sellaría la inocencia de esa generación, autorizando así la denegación de la responsabilidad con respecto a la historia de la que es, además, estructuralmente la heredera.

Se puede explicar que el mejor de los pensamientos poscoloniales no considera la colonización ni como una estructura inmutable y a-histórica, ni como una entidad abstracta, sino como un proceso complejo de invención a la vez de fronteras e intervalos, de zonas de paso y de espacios intersticiales o de tránsito, pero no sirve de nada. Se puede afirmar que, al mismo tiempo, este pensamiento argumenta con razón que uno de los resultados de la colonización fue la institución, a escala planetaria, de relaciones de subalternidad entre las potencias coloniales, por un lado, y por otro, entidades humanas que anteriormente gozaban de una relativa autonomía o incluso independencia. Al parecer, esta no es la cuestión.

La bestia cornuda y la temporada de venenos

Puesto que en verdad no se trata de un debate académico, hay que tomar el toro por los cuernos.

El giro autoritario y neoconservador del pensamiento francés coincide con la reactivación del mito de la superioridad occidental y la redistribución del odio a escala planetaria. La guerra aparece en este contexto como el sacramento de esta nueva época, la del brutalismo. Explotando a su manera todo el arco de las emociones y pasiones populares, la nebulosa de los sacrificadores contribuye a la fantasía de una Francia liberada de las creaciones del espíritu que vienen del extranjero y de los pensamientos de los Otros, esos símbolos por excelencia de la Otra parte, de aquellos con los que difícilmente podemos identificarnos, y que, en cualquier caso, debemos impedir que se deslicen en nuestras formas de vida, ya que tarde o temprano terminarán por envenenarnos.

Por lo tanto, el riesgo de envenenamiento es el núcleo del pánico actual. Odiar visceralmente lo que no se conoce, lo que no importa o por lo que sólo se siente indiferencia es nuestra nueva pasión, la pasión por los venenos de todo tipo. Ésta es la consecuencia de una lectura ultra pesimista del momento contemporáneo marcado, entre otras cosas, por la redefinición del extranjero como portador de riesgos mortales (incluidas las ideas) contra los que es necesario protegerse a toda costa.  El estatus polémico que ocupan el extranjero y sus ideas en el imaginario y el campo francés y europeo de los afectos no incitan al optimismo. La hostilidad hacia las corrientes de pensamiento pos- y descoloniales y las críticas al feminismo civilizacional forman parte de una nueva forma de “comisariado”, el comisariado para la “protección del modo de pensar europeo” (suponiendo que exista tal curiosidad), la contrapartida de la cartera para “la protección del estilo de vida europeo” elaborada recientemente por la propia Unión Europea. Esta hostilidad es el complemento filosófico y cultural del deseo renovado de la frontera. Esto va de la mano con la reactivación de las técnicas de separación y selección generalmente asociadas a cualquier institución fronteriza.

Lejos de ser la del arrepentimiento, la era es más bien de la buena conciencia. A través de la colonización, las potencias europeas trataban de crear el mundo si no a su imagen, al menos para su beneficio. Los colonos, una “ruda y laboriosa raza de mecánicos, de agricultores, de constructores de puentes” y  de estatuas (como diría Nietzsche), finalmente sólo pudieron hacer trabajos bastos. Pero estaban armados con un puñado de certezas que la descolonización apenas ha borrado y cuyo resurgimiento y mutaciones se pueden constatar en las condiciones contemporáneas.

La primera era la fe absoluta en la fuerza. Los más fuertes ordenaban, dictaban, disponían, mandaban, y daban forma al resto del rebaño humano. La segunda, toda nietzscheana, era que la vida misma era sobre todo voluntad de poder e instinto de conservación. La tercera era la convicción de que los colonizados representaban formas morbosas y degeneradas del hombre, cuerpos oscuros a la espera de auxilio y que reclamaban ayuda. En cuanto a la pasión de mandar, se alimentaba del sentimiento de superioridad con respecto a aquellos cuya única tarea era obedecer y dejarse instruir. A ello se añadía la íntima certeza de que la colonización era un sublime acto de caridad y de benevolencia por el que los colonizados debían dar testimonio eterno de sentimientos de gratitud, de apego y de fidelidad.

Este complejo ideo-simbólico sirve de base para lo que pasa por la buena conciencia europea y a su fantasía maestra, la fantasía de la inocencia. Esta buena conciencia siempre ha consistido en una mezcla de indiferencia, de voluntad de no saber y de impulso de brutalidad, especialmente contra los padres sin hijos. Siempre ha consistido en querer no ser culpable de nada, la afirmación de un estado de inocencia irénica que paradójicamente traiciona el miedo a la verdad. Esta permanente huida hacia el irenismo, este apego visceral a un estado ilusorio de inocencia habrá empujado cada vez a cierta Europa a querer siempre negar sus crímenes. Paradójicamente, se basa en la convicción de que los instintos de odio, envidia, avaricia y dominación forman parte de la vida y que, por lo tanto, no puede haber una moralidad válida para todos, tanto para los fuertes como para los débiles. El hombre superior no puede ser condenado en base a la moral de los débiles. Y, como existe una jerarquía entre los hombres, debería existir entre las morales. A los ojos de los despreciadores del pensamiento minoritario, la crítica del pasado colonial no sirve para nada, salvo para deviriilizar a Europa, para desvitalizarla y alanguir su voluntad, es decir, su capacidad de brutalización.

Así es la bestia con cuernos. Nietzsche decía que siempre ha ejercido el mayor atractivo en Europa. Este atractivo apenas ha disminuido. Al contrario, está en pleno resurgimiento. Siendo este el caso, es urgente que se inicie su juicio si el mundo entero debe volver a ser el suelo común de toda la humanidad.

El pensamiento crítico de expresión francesa se encuentra en un verdadero punto de inflexión. Si, como lo explica la filósofa Nadia Yala Kisukidi, la colonización significó el acaparamiento del mundo y del suelo común por unos pocos para el beneficio de unos pocos, entonces la descolonización exige “devolver a cada parte del mundo la posibilidad de hacer mundo”. Es a esta misma posibilidad de hacer mundo que se oponen los caporales “del modo de pensar europeo”. Están convencidos de que de la liquidación de los pensamientos venidos de otros lugares depende la supervivencia de este modo de pensar. No quieren ni hacer mundo con otros ni tampoco un mundo común.

Como escribí en Crítica de la razón negra en 2013: “Europa ya no es el centro de gravedad del mundo. En efecto, este es el acontecimiento o, en todo caso, la experiencia fundamental de nuestra época. Y, cuando se trata de medir todas las implicaciones y de extraer todas las consecuencias, estamos precisamente en el comienzo. Por lo demás, que esta revelación nos sea dada con alegría, que suscite asombro o que nos sumerja más bien en el aburrimiento, una cosa es cierta: esta desclasificación abre nuevas posibilidades – pero también es portadora de peligros – para el pensamiento crítico” [5].

En el caso del pensamiento crítico de expresión francesa, estos peligros serán mortales si la razón derrotada, la intimidación, la injuria y la difamación prevalecen sobre la palabra acogedora y dedicada a la única tarea que, hoy, merece verdaderamente la pena, es decir, la reparación del mundo y la reconciliación entre todos sus habitantes, humanos y no humanos.

Notas

[1] Achille Mbembe, De la poscolonie. Essai sur l’imagination politique dans l’Afrique contemporaine (De la poscolonia. Ensayo sobre la imaginación política en el África contemporánea)., París, Karthala, 2000. Este libro acaba de ser reeditado en formato de bolsillo por La Découverte, con un prefacio inédito de Nadia Yala Kisukidi [París, La Découverte, 2020].

[2] Ha sido traducido al inglés como On the Postcolony, Berkeley, University of California Press, 2001.

[3]Achille Mbembe et Felwine Sarr (bajo la dirección de), Écrire l’Afrique-Monde (Escribir África-Mundo), París, Philippe Rey, 2017.

[4] Véase, por ejemplo, el número especial « Racial France » de la revista usamericana Public Culture, Volumen 23, Nº 1, 2011, con contribuciones de Sylvie Tissot, Jean-Francois Bayart, Robert J.C. Young, Ann Laure Stoler, Marnia Lazreg, Ranjana Khanna, entre otros. Véase también Dipesh Chakrabarty, “Postcolonial Studies and the Challenge of Climate Change” y Robert C.J. Young, “Postcolonial Remains”, New Literary History, Volume 43, No. 1, 2012. O el número especial “Nuevas Topologías del Poscolonial”, en el Cambridge Journal of Postcolonial Literary Inquiry, Volumen 1, No. 1, 2014.

[5] Achille Mbembe, Crítica de la razón negra (Ned Ediciones, 2016 )

Achille Mbembe

Original: Pourquoi ont-ils tous peur du postcolonial ?

Traducido por María Piedad Ossaba para La Pluma y Tlaxcala, 7 de septiembre de 2020

Edité par Fausto Giudice Фаусто Джудиче فاوستو جيوديشي

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