El discurso habitual de los militares en Latinoamérica aparece repleto de adjetivos que destacan su supuesto valor, hombría, lealtad, patriotismo y entrega a las causas más nobles, la primera de las cuales es, por supuesto, la defensa de la patria. No menos vistosa es su vestimenta y en general la imagen de personas bien trajeadas, limpias y satisfechas, en contraste con las mayorías sociales y sobre todo con los grupos de marginados, pobres y vendedores ambulantes que invaden a diario las calles de las principales ciudades en búsqueda de algo para sobrevivir. En Colombia se denominan “rebuscadores” y son la imagen que más produce la sorpresa de los turistas por su contraste con los barrios de las clases altas que viven igual (o mejor en tantos casos) que los ricos de las metrópolis capitalistas.
Las llamadas fuerzas de seguridad –militares, policías y servicios secretos- son en buena medida un reflejo fiel de estas sociedades. A los cuarteles los controla una élite salida sobre todo de los estratos medios de la población mientras la inmensa mayoría de sus componentes son gentes salidas de los estratos más pobres que encuentran en ese cuerpo una manera relativamente fácil de superar la pobreza y en no pocos casos la misma marginación. No necesitan para ello satisfacer requisitos académicos especiales ni demostrar experiencia laboral, tal como se exige en el mercado de trabajo al resto de la población. Basta con mostrarse dispuestos a cumplir fielmente las órdenes que se les impartan, en tantos casos más allá de las mismas leyes vigentes.
Las fuerzas del orden dependen en buena medida de quienes se benefician de ese orden social, la clase dominante y sus grupos afines. Los uniformados tienen que coordinarse con las diversas instituciones del Estado pero deben su fidelidad primera sobre todo al poder efectivo, al poder real, que está más allá de esas instituciones y es quien determina el rumbo de los acontecimientos. Cuando un gobierno, por los motivos que sea, pone en riesgo esos intereses, aparecen los generales para poner orden y, si es del caso, destituir al gobernante. El clásico golpe de Estado destinado a “salvar la democracia”. En ocasiones no es indispensable ir tan lejos y los cuarteles funcionan como una amenaza efectiva que corrige las desviaciones. El margen de acción de los cuarteles resulta bastante amplio en estas democracias de cartón piedra pero nunca pueden aventurarse a poner en riesgo los intereses estratégicos de la clase dominante.
Por supuesto que las instituciones armadas tampoco son ajenas a las limitaciones que tanto afectan a esa clase dominante. En particular su dependencia de los poderes metropolitanos, en forma ostensible, de Washington, y en no pocas ocasiones una dependencia mucho mayor que la del resto de las instituciones. No son pocos los acontecimientos que indican que los cuarteles deben mayor lealtad a la Embajada (en Latinoamérica todo mundo sabe a qué país representa esa Embajada) que a su mismo gobierno. La formación de sus oficiales se realiza sobre lineamientos determinados por el Pentágono con la ayuda señalada del Estado sionista de Israel. El rol de las potencias europeas es menor pero en algunos casos es destacable como sucede con las tácticas de inteligencia y guerra irregular que aportan las antiguas potencias coloniales. Todo esto contraste mucho con el tono grandilocuente de los militares cuando se refieren a su patriotismo.
Pero en este continente del realismo mágico no dejan de sorprender los acontecimientos históricos que vinculan de manera tan relevante a militares con cambios estructurales de inmensa importancia, contrarios a los intereses de las clases dominantes y del mismo imperialismo. En efecto, los mayores proceso del llamado desarrollismo (entrada modesta de este continente en la modernidad mediante planes de industrialización local) aparecen vinculados a destacados generales: Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas en México; Juan Domingo Perón en Argentina; Getulio Vargas en Brasil; Juan Velasco Alvarado en Perú. En otro contexto pero igualmente significativo aparece el general Omar Torrijos en Panamá, sin olvidar al general Jacobo Árbenz en Guatemala o a la figura destacada del general Líber Seregni, fundador del progresista Frente Amplio en Uruguay ni al grupo de oficiales que resistieron a la invasión estadounidense a República Dominicana en 1965, entre los más destacados, y por supuesto, la llegada al poder del militar Hugo Chávez en Venezuela.
En la semana pasada un policía colombiano rompió a llorar ante el desalojo violento de gentes humildes que ocupaban terrenos públicos para construirse una vivienda y se negó a participar en el operativo alegando motivos morales. Está ahora sometido a un juicio militar por desobediencia y amenazado con los peores castigos. Cuenta eso sí, con un amplio apoyo popular y se multiplican las voces de quienes apoyan su gesto, ese sí patriótico y profundamente humano. El hecho contrasta duramente con las actuaciones sangrientas y en tantos casos ilegales de las fuerzas de seguridad de este país sin que se registre la oposición de los mandos (al menos públicamente). Por el contrario, hechos recientes ponen en duda el muy enfatizado patriotismo de esas fuerzas de seguridad del país andino; resalta por ejemplo el desembarco de más de 800 militares estadounidense que llegan a Colombia con el viejo pretexto de combatir el narcotráfico (algo que ya nadie cree) cuando en realidad todo apunta a la preparación de un operativo militar de gran envergadura contra el gobierno de Venezuela ante el fracaso de todas las medidas emprendidas por Washington antes contra Chávez y ahora contra Maduro. Un operativo que involucraría a Colombia en una nueva aventura imperialista. Al parecer, algunos sectores de las fuerzas armadas se oponen a esa iniciativa. Ojalá actúen como el policía antes mencionado. Los acontecimientos que están por producirse mostrarán hasta dónde llega realmente el proclamado patriotismo de los militares colombianos.
Juan Diego García para La Pluma 16 de junio de 2020
Editado por María Piedad Ossaba