Corrían los primeros días de la última ocupación de Iraq por las fuerzas invasoras estadounidenses cuando los medios de comunicación, como puestos de acuerdo, acuñaron una infeliz expresión para referirse a los iraquíes entretenidos en saquear tiendas y establecimientos y llevarse todo lo que sus manos les permitieran. Esos iraquíes se convirtieron para los grandes medios y, en consecuencia, para la opinión pública, en los «alibabás» del nuevo siglo.
No había informativo, a cualquier hora del día o de la noche, que no tuviera a mano a un iraquí llevándose alimentos, una lámpara, un cuadro, cualquier cosa, aunque el acarreo de computadoras fuera el saqueo con mayor cota de audiencia. Eran los nuevos “alibabás” que los medios habían descubierto, demostrando, además de su ignorancia sobre el relato del que tomaban el nombre, una lamentable falta de vista, cuando no de pudor, porque ni Alí Babá fue el jefe de los 40 ladrones, apenas un leñador afortunado dueño de tres asnos y una sabia prudencia, ni eran los iraquíes los únicos saqueadores. Tampoco los más importantes. De hecho, llamar saqueos a esas acciones en medio de lo que estaba ocurriendo hasta parecía una broma de mal gusto.
Cierto que, para la lógica occidental o capitalista, saquear una tienda es un delito y saquear un país es un negocio pero, lógicas al margen, no eran los iraquíes quienes mejor podían hablar sobre las ganancias que dejaba, que sigue procurando, la devastación de su país.
A primera vista, como botín de guerra, un televisor, así tenga más pulgadas que la pared a la que va adosado, no es tan buen botín como 900 pozos de petróleo; y un ordenador, no obstante su precio, tampoco parece superar los beneficios de cien millones de barriles de crudo.
Puesto a elegir un buen botín, y lo digo a sabiendas de mis escasas luces para los negocios, el contrato de administrar un puerto puede resultar más lucrativo que robarse un inodoro.
A pesar de ello, los saqueadores, los pillos, los ladrones, los «alibabás», eran los iraquíes. Caso insólito en la historia de la humanidad en el que los vencidos, que no los vencedores, además de las libertades conquistadas se repartían el botín.
Para las audiencias de esos medios, los “alibabás” justificaban la necesidad de que sus tropas impusieran el orden y la paz. El televisado pillaje demostraba la barbarie de un pueblo de ladrones necesitado de la tutela civilizadora occidental. Yo no sé qué vida habrá llevado la computadora que aquel “alibabá” cargara apresurado por una calle de la Bagdad ocupada, si ya será chatarra o si volvió a cambiar de manos, pero entonces, como ahora, lo que sí tengo claro es la certeza de a qué manos y cuentas han ido a parar los millonarios beneficios que sigue dejando el genocidio.
Tras el reciente asesinato del general iraní Soleimani, las autoridades iraquíes pidieron a Estados Unidos que se vaya del país. Estados Unidos, ni se sonrojó. Primero hay que hablar de indemnizaciones.
Primero fue el suculento negocio de la guerra al que se suma el no menos jugoso negocio de la paz. Después viene el negocio de la reconstrucción, igual de sustancioso que los anteriores. Llega entonces el negocio del tutelaje y, finalmente, el negocio de las indemnizaciones con que la víctima debe resarcir los gastos del agresor.
Koldo Campos Sagaseta, Columna Cronopiando para La Pluma,1 de febrero de 2020
Editado por María Piedad Ossaba