Gramsci en carne y hueso

…si la capacidad de escucha y la empatía de Gramsci eran ciertamente fundamentales, el secreto del pequeño sardo se escondía sin duda en la excepcional combinación de una cabeza prodigiosa, una forma mentis de intelectual, y una experiencia material tan similar a la de un proletario.

Lorenzo Alfano

Agitador cultural, usó la pluma como una espada, secretario de partido, filósofo, lingüista, revolucionario, organizador político incansable). 129 años después de su nacimiento (22 de enero de 1891, Ales, Cerdeña), lo recordamos a través de la voz de aquellos que lo conocieron y lo amaron.

Turín, calle del Arzobispado. Noche negra, primeros años 20 del siglo XX. En la puerta de L’Ordine Nuovo, se presenta un señor con acento meridional que pide hablar con Antonio Gramsci. El señor con acento meridional es insistente, quiere hablar inmediatamente con el director de la revista (ya que L’Ordine Nuovo no era sólo el periódico de los obreros turineses, era también el de Antonio Gramsci).

Pero, en Turín, a comienzos del decenio de 1920, el clima político era tenso y, cada noche, los trabajadores de las fábricas se turnaban para defender el periódico; todos esperan que, tarde o temprano, las bandas fascistas aparecieran para devastar la sede. El edificio había sido fortificado, los obreros llevaban fusiles en los hombros, y entre la puerta y las salas de redacción se encontraba un largo corredor, un patio, un postigo, alambre de púas, caballos de Frisia, bombas de mano y ametralladoras – o al menos es lo que se dice… Los guardias de servicio miran fijamente al señor (quizás napolitano) para darse cuenta si se trata de un espía de la FIAT, un fascista o un esbirro (o las tres cosas a la vez), y le dicen que, para hablar con Antonio Gramsci, tendrá que ponerse una venda en los ojos, de manera que no pueda descubrir nada sobre la defensa militar del periódico. En este momento, el individuo sospechoso se pone violento, gira los talones y finge irse; pero, después de dar unos pasos, se da la vuelta y grita: “Dígale a Gramsci que llegó Benedetto Croce”.

La redacción y el personal de L’Ordine Nuovo en el patio del 3, calle del Arzobispado, 8 de mayo de 1922

Cuando Gramsci se enteró del incidente, se disgustó, pero también se rio, porque realmente no podía imaginar al personaje más importante de la cultura italiana con una venda en los ojos y tambaleando en su búsqueda. Se reía de ello porque Antonio era un hombre sencillo, sociable, sonriente, que a menudo estallaba en alegres risas juveniles que ponían a todo el mundo de buen humor. Risas cómicas que “se desencadenaban de golpe”, las risas de un hombre que “nunca se ofendía”. Un hombre acostumbrado a las bromas, a la compañía y las travesuras (ya fuera el autor o el objeto). Esta es la imagen de Gramsci que nos llega, límpida, de sus amigos y camaradas, cuyos testimonios (que constituyen el corpus de fuentes en el origen de este artículo) no sólo nos enriquecen con datos biográficos, sino que nos ayudan a comprender mejor el contexto (duro pero a menudo feliz) en el que se desarrolló su pensamiento. En resumen, lejos del héroe trágico y serio que se suele imaginar. Y aunque el poeta Corrado Álvaro lo define como “la imagen de un Leopardi que ha atravesado el valle del Po con el socialismo”, Gramsci tenía muy pocas cosas en común con Leopardi, excepto una inteligencia viva, voraz y universal. En Gramsci no había rastro de pesimismo, excepto el famoso “pesimismo de la inteligencia”, que, sin embargo, según él, debía servir para prever, cada vez, la peor situación posible “para poder poner en juego todas las reservas de voluntad y de optimismo, para poder derribar el obstáculo”. Sin embargo, como es sabido, Gramsci compartía con Leopardi un cuerpo marcado por la misma enfermedad, la enfermedad de Pott. Una enfermedad que a menudo le valió burlas de los pobres de espíritu y de aquellos que no sabían qué responder ante una abrumadora superioridad dialéctica. Como esta vez, en 1925, cuando los fascistas interrumpieron el único discurso que pronunció en la Cámara de Diputados gritándole: “¡Cállate, Rigoletto!”. O también, cuando, durante sus años de universidad, algunos compañeros del curso de filosofía teorética le dijeron al Profesor Annibale Pastore: “Tenga cuidado con Gramsci, ¡no es más que un jorobado” – “Sí, es un jorobado, respondió, pero ¡qué jorobado!” Tal como decía Cézanne de Monet: “Es sólo un ojo, pero ¡qué ojo!”.

La enfermedad continuó asolando a Gramsci durante toda su vida, agravando los sufrimientos de la vida en prisión que le llevaron a la muerte y complicaron enormemente su vida cotidiana. Sin embargo uno podría preguntarse durante mucho tiempo cómo habría sido Gramsci si no hubiera estado afectado por la enfermedad de Pott, pero, sin duda, como lo expresó cariñosamente Giuseppe Amoretto: “Antonio no podría haber sido de otra manera, y otro Gramsci diferente o mejor es inconcebible. Tenía que ser tal como la naturaleza y la sociedad lo habían hecho florecer, y su destino físico y humano tenía que ser un gran destino singular, como el destino de los genios y los héroes, para los que no puede haber ni alegría ni dolor, sino sólo un gran camino florido que hay que recorrer hasta el final”.

Pero en Turín, a principios de los años 20, no había tiempo que perder y las preguntas existenciales a menudo pasaban a un segundo plano para Gramsci. Era un trabajador incansable y sólo tenía un empleador: la clase obrera. Pero tratar con los obreros de las fábricas de Turín no era nada fácil, porque Gramsci (a diferencia de muchos intelectuales de ayer y de hoy) no veía a los trabajadores como sujetos pasivos. Como diría Umberto Calasso, en una reunión de la Asamblea Constituyente, para Gramsci la clase obrera era “la aristocracia del género humano” y debía ser tratada como tal. Ciertamente, la relación entre intelectuales y masas debía ser “educativa”, pero la enseñanza y la cultura debían circular en dos direcciones: de los trabajadores a los intelectuales y viceversa, para construir una verdadera pedagogía política de masas. Para Gramsci, no se “iba” a la clase obrera, no se “descendía” entre los trabajadores para llevar la palabra: para Gramsci se “subía a la clase obrera”. La perspectiva se invirtió desde el principio, y las palabras de Giuseppe Ceresa (discípulo de Antonio en la cárcel) explican por qué Gramsci era percibido como un intelectual diferente de todos los demás: “Con él no sentimos ese peso, esa distancia que casi siempre advierte a un obrero que está hablando con un intelectual. Él no nos trataba ni nos consideró como simples instrumentos materiales de la convulsión social, incapaces de elevarnos al rango de actores conscientes e inteligentes de la revolución”.

Y fue para lanzar esta pedagogía de masas que Gramsci, en 1919, inventó L’Ordine Nuovo. Además de Gramsci, había otros tres redactores: Angelo Tasca, pacifista convencido desde el principio, el futuro secretario del PCI Palmiro Togliatti y Umberto Terracini que en 1948, firmó la Constitución italiana como presidente de la Asamblea Constituyente. Todos ellos tenían menos de treinta años y todos fueron posteriormente perseguidos por Mussolini: Tasca y Togliatti fueron forzados al exilio, mientras que los otros dos fueron condenados a 25 años de trabajos forzados por el Tribunal Fascista en 1928. Y a los cuatro sólo los unía una vaga pasión por la cultura proletaria. « Queríamos hacer, hacer, hacer ».

Y ciertamente no faltaba trabajo para hacer. La gran masacre de 1915-1918 había terminado sólo unos meses antes, y no había aportado nada a las clases populares excepto un millón de muertos. Turín era un polvorín, la rabia proletaria podía tocarse con el dedo y los obreros ya no creían en el “radicalismo verba” del PSI, un partido que llenaba sus atronadoras reuniones con la palabra “revolución” pero que no era capaz de mostrar el camino para pasar de la teoría a la práctica. Mientras tanto, sin embargo, en 1917, Rusia había tocado la campana: Marx era grande, Lenin era su profeta, “Pan, paz y tierra era la consigna. El Octubre Rojo era la esperanza de los oprimidos, y los bolcheviques el ejemplo a seguir para los sectores más politizados de la clase obrera italiana y mundial. Y, en Italia, los más bolcheviques de todos eran justamente los cuatro editores de Turín de L’Ordine Nuovo.

La chispa sólo podía inflamarse y, en el ‘espacio de unos pocos años, el movimiento obrero se encendió:  : las huelgas se sucedieron en un clima preinsurreccional, las fábricas fueron ocupadas, los obreros se armaron, convirtiéndose en Guardias Rojos y, sobre todo, la producción en las fábricas continuó incluso durante las ocupaciones. La ciudad que hasta entonces se conocía como la ciudad del automóvil se convirtió en la ciudad de los consejos de fábrica, la ciudad que los periodistas de todo el mundo iban a visitar: la “Meca del comunismo italiano”, el “Petrogrado de Italia”.  El poder obrero por lo tanto se reforzaba, no sólo en el plano ”militar”, sino también, y sobre todo, en el plano de la inteligencia colectiva de una clase trabajadora capaz de sustituir a los patrones. Y los patrones estaban con razón aterrorizados. Este mundo al revés fue de hecho un escándalo intolerable, y sólo el fascismo logrará restablecer el orden que las instituciones liberales ya no podían construir a partir del consenso – un orden y un consenso que las clases dominantes sólo podían recuperar mediante el uso del garrote.

Pero en 1919, la marcha a Roma estaba todavía lejos, y L’ Ordine Nuovo era una colmena de actividad. La redacción del periódico era ahora el epicentro de la lucha política ciudadana y, todos los días, todas las tardes, tenía lugar allí la “procesión”. Todo el mundo pasaba por la oficina de Gramsci: camaradas de la sección y de la Fracción Comunista; líderes de los movimientos de mujeres y jóvenes, líderes sindicales. Se veían pasar intelectuales, guardias rojos, ex profesores universitarios de Antonio, camaradas de base, gente sencilla sin partido. Como se puede imaginar, este trabajo diario permitió a  L’ Ordine Nuovo mantenerse en contacto con el verdadero movimiento político, pero este continuo ir y venir también planteó problemas a Gramsci, que a menudo ni siquiera podía terminar los artículos que se le pedían. Y a veces, como lo cuenta Mario Montagnana (editor del periódico), se obligaba literalmente a Gramsci a escribir. “A las 9 o 10 de la noche, en un momento en el que no había “visitantes”, un editor iba a la casa de Gramsci y le decía a quemaropa : “Ahora, nadie entra hasta que el artículo esté listo””. Una vuelta completa en la cerradura, un camarada en el corredor para alejar a los “fastidiosos” y, una hora o una hora y media más tarde, Gramsci finalmente nos entregaba, en dos o tres hojas del tamaño de la palma de la mano, un artículo bien dibujado, de una escritura apretada, extremadamente nítida, casi sin correcciones.”

Pero, aparte de estos pequeños inconvenientes, este continuo ir y venir de la tarde permitió alcanzar el objetivo que la revista se había fijado desde su primer editorial: “convertirse en un espacio de divulgación inteligente”, como diría más tarde Pia Carena, de todas las tendencias político-culturales más avanzadas de la época. Y esta vulgarización sirvió para realizar lo que más tarde se convertiría en una de las obsesiones de Gramsci: la formación de los cuadros del partido. En efecto, Gramsci empezaba a intuir que formar un pequeño grupo de dirigentes de alto nivel era mucho más fácil que formar una gran masa de líderes de nivel medio. Líderes que debían ser la crema de la clase obrera y que estaban destinados a ser la columna vertebral de una gran organización revolucionaria. Y en este proceso de formación se expresaba toda la paciencia, y el poder pedagógico de Gramsci que continuamente incitaba a los camaradas al estudio para convencerlos de que no había revolucionarios de barricada y revolucionarios de oficina, sino que cada uno debía hacer suya la cultura ya que la cultura es la mayor aliada de la acción.  Y en esta obra “mayéutica”, Gramsci criticaba siempre los errores de los camaradas, pero, en su crítica – cuenta Montagnana –“Nunca había nada negativo, nada desalentador, nada que haga perder a los camaradas la confianza en sus fuerzas”: Gramsci mostraba una severidad revolucionaria, profundamente humana, siempre impersonal y que se desarrollaba en la cotidianidad.

Sin embargo no hay que imaginar, que Gramsci era sólo un Sócrates de corazón tierno); en efecto, era extremadamente severo y despiadado no sólo con sus adversarios, sino también con todos sus camaradas que, una vez alcanzada la madurez política, estaban obligados a ser irreprochables, convirtiéndose a su vez en maestros de los demás. Particularmente significativa a este respecto es una carta enviada por Gramsci en 1924 a Vincenzo Bianco, donde contaba, a propósito de uno de sus primeros alumnos de redacción (Andrea Viglongo), que le hacía “reescribir sus artículos desde el principio 3 o 4 veces para que pasaran de ocho columnas de longitud a una y media”; y llegó a este despiadado epílogo: “y Viglongo, que al principio era desordenado, terminó escribiendo bastante bien, hasta el punto de que se imaginó que se había convertido en un gran hombre y se alejó de nosotros. Por eso ya no formaré a los jóvenes en su género: lo haré, si aun puedo, sólo para los obreros, que no aspiran a ser grandes periodistas de la burguesía”.

Pero nosotros, que estamos acostumbrados a pensar en Gramsci casi exclusivamente como un intelectual, podríamos encontrar extraña la afirmación de Giovanni Parodi, para quien la escritura fue una parte secundaria de la actividad histórica y práctica de Gramsci, mientras que “su mayor contribución fue a través de la enseñanza oral y práctica”. El mismo Parodi fue la encarnación perfecta del líder obrero, que entró a la fábrica a la edad de 14 años y elevó su cultura política (y sus conocimientos técnicos) hasta el punto de poder dirigir la producción de la Fiat Centro durante la ocupación de las fábricas. Y nos queda un testimonio de ese “mundo al revés” que fue la Fiat de Turín en la primera posguerra: es una famosa foto que muestra a los obreros sentados en la oficina de Giovanni Agnelli. Y entre ellos está justamente Giovanni Parodi, que dirigió el consejo de fábrica.

Parodi y sus camaradas del “soviet” de FIAT en la oficina de Agnelli, septiembre de 1920

En ese punto, uno podría escribir muchas páginas para tratar de explicar la alquimia única que se había creado alrededor de L’Ordine Nuovo. ¿Qué había detrás de la mítica figura de Antonio Gramsci? ¿Cómo es posible que una revista que trataba temas muy difíciles y complejos se convirtiera en “el periódico de los obreros”? ¿Por qué razón hubieran muerto los Guardias Rojos defendiendo a L’ Ordine Nuovo contra los fascistas? Pero sobre todo: ¿cómo fue posible crear este círculo de afectos, de solidaridad y de luchas muy duras que permitieron a un joven de 30 años, venido de ultramar, un cuatro ojos, un enclenque y peludo, convertirse en el representante e intérprete de los intereses de la clase obrera?

Si tuviéramos que limitarnos a una sola respuesta, tendría que partir de la propia biografía de Gramsci. En efecto, aunque provenía de una familia de la pequeña burguesía, Gramsci vivió en su juventud años de extrema miseria a causa de la encarcelación de su padre, condenado por malversación en 1900. Y aunque la excepcional inteligencia de Antonio lo convirtió en una de las mentes más brillantes de la cultura europea, esto no borró el recuerdo de una vida marcada por las dificultades y las privaciones materiales debidas a la brutal degradación social. Basta con estudiar un poco la biografía de Gramsci para descubrir que llegó a la Universidad de Turín con una beca tan miserable que le obligó a elegir entre comprar la leña para la estufa y la comida. O, como nos cuenta Camilla Ravera, Gramsci nunca tenía mucho dinero y lo que tenía lo gastaba en libros. A veces tenía tan poco que no podía comprar calcetines, e iba al periódico con zapatos y sin calcetines”. El propio Togliatti, huérfano de padre, aunque era de origen modesto, no tenía que pagar alquiler, porque vivía con su familia, mientras que la madre de Antonio tenía que endeudarse para enviar dinero a su hijo. Además, en la casa de Gramsci, sardo hasta la médula, el recuerdo de la vida miserable, solitaria e incierta de muchos de sus compatriotas permanecía muy vivo. Una de las imágenes más significativas de la infancia de Gramsci en Cerdeña se encuentra en los recuerdos de Teresa, la hermana menor favorita de Antonio. Una infancia en la que Nino y Teresa, al no poder permitirse comprar juguetes, habían aprendido a fabricárselos: “Hice muñecas de caña, que vestía con pequeños trozos de tela de colores; Nino hizo barcos, veleros o simpáticos pajaritos, con plumas en la cabeza. Luego organizamos loterías. Cada pieza tenía un número, y todos los niños del vecindario, hijos de propietarios adinerados, venían a probar suerte. En lugar de dinero, nos daban una manzana o una pera.”

Sin embargo, para escapar del puro sentimentalismo, se podría decir que, si la capacidad de escucha y la empatía de Gramsci eran ciertamente fundamentales, el secreto del pequeño sardo se escondía sin duda en la excepcional combinación de una cabeza prodigiosa, una forma mentis de intelectual, y una experiencia material tan similar a la de un proletario. Este era quizás el único secreto de Antonio, el secreto que le dio al mundo el que Sandro Pertini definió como sigue: “El político más inteligente que he conocido, cuya muerte dejó, no sólo para el Partido Comunista, sino para todo el movimiento obrero italiano e internacional, un profundo vacío, un vacío que nunca fue llenado por nadie.”

*Lector apasionado de Antonio Gramsci, Lorenzo Alfano tuvo la oportunidad el año pasado de colaborar con la Fondazione Gramsci, y pudo reordenar, trazar y estudiar un vasto corpus de testimonios sobre la vida de Antonio Gramsci. El autor pudo acceder a este material gracias al trabajo previo de Maria Luisa Righi y Francesco Giasi, sin el cual no habría sido posible escribir ni una sola línea de este artículo. El autor también agradece a Fabio Dei por haberle introducido en primer lugar a la lectura de los Cuadernos de la Cárcel.

Foto de la ficha penitenciaria de Gramsci tomada en diciembre de 1933, cuando fue transferido de la prisión de Turi a la Clínica Cusumano en Formia, en un estado de salud muy deficiente después de siete años de prisión y cuatro años antes de su muerte.

Lorenzo Alfano

Original: Gramsci in carne e ossa

Traducido por María Piedad Ossaba para La Pluma y Tlaxcala, el 3 de febrero de 2020

Editado por Fausto Giudice Фаусто Джудиче فاوستو جيوديشي

Traducciones disponibles: English  Português/Galego  Français