Balance 2019 en Colombia y en Nuestra América

Renán Vega Cantor

Colombia en 2019 : Un torrente de horror y un hilo de esperanza

Al tratar de resumir en pocas palabras lo que ha sucedido en Colombia en el 2019, puede decirse que hemos vivido entre el horror y la esperanza, dos palabras que tienen un significado completamente opuesto, pero que sintetizan las contradicciones propias que caracterizan a nuestro país.

El año del horror

Si 2019 es un año más de horror en Colombia, horror ligado al terrorismo de Estado que se prolonga de manera casi interminable, siempre encubierto por la mentira y la simulación que caracteriza a las clases dominantes de este país, a su aparato mediático y a sus seudointelectuales. A las tradicionales mentiras (que somos un Estado de Derecho, la democracia más sólida de América del Sur, un país civilista…) se agrega ahora como último embuste que ya terminó la guerra de medio siglo y que somos una sociedad en paz. Justamente, este sofisma de la paz en lugar de atenuar el horror lo acentúa, puesto que si algo se quebró claramente en el año que termina es la fábula del “proceso de paz”, porque el gobierno de Duque (como buen continuador de la dupla Santos-Uribe) lo ha hecho “trizas” al no cumplir ninguno de los acuerdos básicos (con todo lo limitados que han sido) firmados con la insurgencia de las Farc. Esta es la parte más “pacífica” del incumplimiento de los acuerdos, que ha venido acompañada de la parte violenta, típica y característica del Estado colombiano y de las clases dominantes de estos lares, consistente en asesinar a los desmovilizados de la antigua guerrilla, para matarlos en forma sistemática, en un genocidio político que no para, y que revive lo sucedido desde 1953, cuando empezaron a ser asesinados los guerrilleros liberales desmovilizados por la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinilla.

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Hasta el momento de escribir estas líneas habían sido asesinados más de 160 reinsertados y en 2019 se han asesinado muchos más que en el 2018, cuando fueron asesinados 64. Estas cifras frías no pueden ocultar que estamos hablando de un genocidio político en marcha. Y los responsables de tal genocidio son los de siempre, que acá se les denomina con uno de aquellos tenebrosos eufemismos que tanto gustan a falsimedia, como “fuerzas oscuras” o “los violentos”, para no asumir el asunto de fondo, que remite a la clara participación del Estado y de las clases dominantes, tanto por responsabilidad directa como por omisión. Porque no puede ser lógico y creíble que un territorio tan militarizado como Colombia, se asesine a lo largo y ancho del país a decenas de colombianos, y el Estado sea inocente. No, hay que decirlo con todas las letras y repetirlo: en Colombia, el Terrorismo de Estado nunca se desmontó, por mucho que se hable de paz; más bien la falacia de la paz (de los sepulcros) ha sido un distractor para reforzar ese terrorismo oficial, siempre avalado e impulsado por los Estados Unidos, con la aquiescencia del Estado criollo y de las Fuerzas Armadas.

Tal vez el símbolo más emblemático de ese terrorismo de Estado ha sido el del ex guerrillero Dimar Torres, asesinado por miembros del Ejército el 22 de abril, en el municipio de Convención, Norte de Santander. En forma premeditada fue planeado el asesinato de Torres, como lo relato el Fiscal Aníbal Arbeláez encargado del caso, quien señaló que participaron un coronel, un subteniente, un cabo… Se procedió a seguirlo, se ubicó el lugar donde vivía, se creó un grupo de Whatsapp para perseguir a la víctima, que ya estaba sentenciada porque el coronel dijo: “A ese man no hay que capturarlo, hay es que matarlo porque no aguanta que vaya de engorde a la cárcel”. El cabo que lo asesinó procedió de la siguiente forma: “Con su fusil de dotación lo impactó en cuatro ocasiones, inicialmente en la cara, en ese momento Dimar cae al piso y en esa posición le disparó en tres ocasiones más; este último disparó a contacto, es decir, que todos los disparos fueron suficientes para producir la muerte”. Luego se trató de ocultar el cadáver y el crimen, puesto que “paralelamente Alarcón tomó el cuerpo de Dimar Torres por sus manos, lo deslizó por la vía hasta dejarlo abandonado y camuflado en la maraña, frente a la base militar; sobre el cuerpo arrojaron la motocicleta y demás pertenencias de la víctima (…), a unos 15 metros desde la orilla de la carretera”[1]. Hay que agregar que, según testigos, el ex guerrillero fue torturado y castrado.  

Dimar Torres, brutalmente asesinado por el Ejército

Este brutal crimen de Estado no se hubiera conocido, si no es por la intervención de miembros de la comunidad, que venciendo el miedo, le reclamaron al Ejército y buscaron a Torres hasta encontrar la fosa en donde había sido enterrado. La Fiscalía determinó que la víctima “era un campesino, agricultor, reincorporado de las Farc, sometido al proceso de paz y que vivía con sus padres, esposa e hijos”. Hay que recordar que en el momento de ser asesinado, la esposa de Dimar Torres esperaba un hijo, que nació el 16 de diciembre, y para su sostenimiento, como muestra de lo que es la “paz”, su madre ha tenido que recurrir a la solidaridad para poderlo mantener.

El lunes 16 de Diciembre de 2019 nació en un rinconcito del Catatumbo Dilan Joseph Torres Rodríguez, hijo de Dimar Torres, excombatiente asesinado por el ejército nacional en abril de 2019. Este es uno de los hijos de la “paz” de los sepulcros. Fuente: https://vaki.co/vaki/1576684935218

Como el Terrorismo de Estado es sinónimo de impunidad, apenas se produjo el crimen el Ministro de Defensa (sic), el Presidente de la República y diversos voceros del régimen salieron a decir que las “Fuerzas Armadas habían actuado en defensa propia”. Y aunque varios meses después se condenó a un militar a 20 años de cárcel, este crimen de Estado aparece, y eso es parte de la impunidad, como si fuera producto de la acción aislada de algunos militares. Así se mantiene la doctrina de las manzanas podridas, del Estado colombiano y sus juristas, que dice que no es la institucionalidad militar la responsable (todo el costal), sino solo unas cuantas manzanas que enlodan al Ejército.

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Otra muestra del horror es el de la guerra contra los niños pobres, librada por el Estado colombiano y cuyo ejemplo más sangriento fue la masacre de 18 niños en un campamento de disidencias de las Farc-Ep, ocurrida el 29 de agosto, en zona rural del municipio de San Vicente del Caguán. El hecho tiene unos ribetes de criminalidad oficial, que deben quedar grabados en la historia de la infamia colombiana. Fue un crimen realizado con premeditación, alevosía y ventaja, que se presentó un día después del anuncio público de un grupo importante de las Farc-Ep de retornar a la lucha armada, para salvar su vida y rechazar el incumplimiento de lo pactado durante el gobierno de Juan Manuel Santos.

Para demostrar su poderío criminal, Iván Duque en persona autorizó el bombardeo al campamento donde se encontraban niños. Luego del miserable bombardeo, que calificó como una acción “estratégica, meticulosa, impecable”, Duque dijo en unas palabras que quedaran en los anales de la impunidad criminal: “Quiero felicitar a los héroes de nuestro país. Gracias por responderle a Colombia. Y vamos a derrotar a todos los que pretendan amenazar con las armas a Colombia”. El asesinato de los niños se mantuvo en secreto, hasta que el senador del establecimiento Roy Barreras, basándose en fuentes militares, denunció que habían sido masacrados 8 niños (una cifra inferior al número de niños asesinados), lo cual llevó a la renuncia de Guillermo Botero, Ministro de Defensa (sic), a quien Duque felicitó porque “le ha dejado al país una gran lección de vida”.

Entre los niños masacrados se encontraba Diana Medina, que fue enterrada el 8 de noviembre, el día en que cumplía 17 años. Ella que residió hasta diciembre de 2018 en Bogotá, con su madre y su padrasto, decidió vivir con su padre en Puerto Rico (Caquetá), donde cursaba noveno grado.

Diana Medina, una de las víctimas del bombardeo en el Caquetá. Fuente: https://www.colombia.com/actualidad/nacionales/familiares-cantan-cumpleanos-a-menor-el-dia-de-su-sepelio-246990

Una tercera muestra del horror a la colombiana en este 2019 ha sido el asesinato del joven Dylan Cruz, por el Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad), un aparato represivo de la Policía colombiana, cuando participaba en una marcha del paro nacional. A mansalva fue atacado por un miembro del Esmad, quien le disparo a la cabeza con una “arma no letal” (sic). El joven de 18 años, de origen humilde, estudiante de un colegio público en Bogotá, devolvió una bomba lacrimógena que le había lanzado el Esmad e inmediatamente fue derribado por una bala que le impacto en la cabeza. Nuevamente, como parte de la impunidad criminal de los órganos del Estado el policía que asesinó a Dylan Cruz dijo que le había disparado a los pies, y luego afirmó que “Este muchacho se atraviesa cuando yo estaba disparando mi arma en contra de los encapuchados que estaban en la esquina. Ese muchacho estaba en el lugar equivocado, justo en el momento equivocado. Yo accioné mi arma en contra de la turba que venía con constantes agresiones hacia nosotros”. Este individuo había sido galardonado pocos días antes del crimen como el “policía del mes”[2].

Dylan Cruz (2001-2019), asesinado por el Esmad en Bogotá.

Pero no solo fue que se asesinó a Dylan Cruz, así como han sido heridos decenas de jóvenes colombianos que participan en el paro nacional, sino que además sobre el estudiante se organizó una campaña de criminalización al punto que se le responsabilizó de su propia muerte, como hicieron los voceros del Centro (Anti)Democrático. Incluso un órgano de desinformación virtual, católico, llegó a sostener este infundio: “el principal responsable de su suerte termina siendo el mismo Dilan (sic), junto a quienes infundieron en él la ideología violenta que lo adoctrinó y lo empujó a tomarse las calles, con el fin de vandalizarlas y de atacar a la autoridad con la falsa ilusión de que, a través de la destrucción, es posible lograr un país mejor”[3]. Típico del horror, que se inculpa a los muertos pobres, por ser pobres y atreverse a protestar, diciendo que la actuación de los cuerpos represivos del Estado es más que justificado, como lo atestigua tal vez la foto más infame del paro, propalada por Álvaro Uribe Vélez quien publicó en su cuenta de Twiter una justificación de esa brutal agresión a una joven mujer, diciendo:

“¿Cómo fue la patada de la chica de rojo?”, escribe Uribe en el comienzo de su video, en letras blancas sobre fondo negro. Y ahí siguen las imágenes que no se conocían: la mujer golpeando al uniformado. “Ella le pega al SMAD (sic)… pensando que no le pasaría nada…”, sigue Uribe, suprimiéndole la ‘E’ inicial del nombre de ese escuadrón.

“Pero lastimosamente la vida tiene restricciones”, agrega después de otras repeticiones de la misma escena. Y en letras más grandes, siempre en mayúscula: “Al SMAD (sic) no se le debe pegar… porque pueden ocurrir cosas desagradables”.

“La patada es legítima”, afirma, y agrega en su tono de sermón: “Reflexionen, la vida tiene consecuencias”[4].

Sobran los comentarios a tamaño despropósito, que justifica la sevicia del Esmad, y que muestra la personalidad del individuo que dice semejantes bestialidades.

La brutal agresión del Esmad a una joven mujer que fue presentada por Uribe Velez como una acción “legitima”. Fuente: https://www.eltiempo.com/bogota/foto-de-patada-de-miembro-del-esmad-a-joven-en-paro-en-bogota-436026

Y precisamente, hablando del ex presidente cerramos el año del horror en Colombia que fue este 2019, con lo acontecido recientemente sobre los “falsos positivos”, eufemismo usado para no referirse en forma directa a los asesinatos de Estado, perpetrados desde las altas esferas del régimen de la (in)seguridad Anti(democrática) en el período 2002-2010. Lo que se acaba de dar a conocer en diciembre cierra este ciclo, que parece no tener fin, del terror de Estado, según la confesión de un militar que dice haber participado en por lo menos 20 asesinatos de jóvenes, pobres y humildes, cuyos restos fueron enterrados en el cementerio de Dadeiba (Antioquía). Una crónica de la Revista Semana relata con detalle el testimonio de ese militar, al retornar al sitio de los crímenes:

El soldado Buitrago recordó que una vez el sargento Pedraza les dio una orden que se salía de toda proporción. Habían acabado de matar a un joven al que pretendían hacer pasar como guerrillero. Les pidió que le volvieran a disparar al cadáver, esta vez en la cabeza y con una ametralladora M60 que lanza balas del tamaño de un dedo. Así ningún familiar lo podría reconocer. La idea era borrar toda huella de la identidad de la víctima […] La compañía del Ejército a la que pertenecía Buitrago actuó en Dabeiba como una verdadera organización criminal. […].

En su momento, durante el segundo mandato de Uribe Vélez, esos crímenes fueron reportados, pero nada se hizo para detenerlos, sencillamente porque formaban parte de un engranaje sangriento, que se basaba en la lógica de contar muertos, como indicador de que se estaba ganando la guerra por parte del Estado, y a cambio de lo cual se concedían premios y recompensas a los militares que realizaban los crímenes. Por eso,

Los asesinaban con disparos de fusil, casi siempre en la cabeza y en el pecho, y luego los vestían con sudaderas, camisas y buzos negros y botas de caucho. Reportaban las muertes en zonas altas de difícil acceso y riesgosa seguridad, para que la Fiscalía no pudiera entrar al lugar y permitiera que el Ejército hiciera los levantamientos de los cadáveres. Un soldado verificaba que no se les pasaran irregularidades muy visibles: que los orificios de entrada de las balas coincidieran con los huecos en la ropa, que el calzado estuviera en el pie que correspondía. El fin, de blindar la macabra farsa.

Lo que se acaba de revelar del cementerio de Dadeiba es solo un caso más de una larga cadena de criminalidad oficial que, según Claudia Garcia, la Directora de Medicina Legal, puede alcanzar la cifra de 200 mil personas: “De lo que nosotros consideramos que es la búsqueda de desaparecidos, creemos que el país debe enfrentarse a buscar más o menos 200 mil cuerpos en todos estos cementerios, tanto en los que son considerados legales y los que no y en esas fosas clandestinas para poder encontrar a los desaparecidos que tenemos en Colombia”[5].

Ahora bien, en esta exposición nos hemos limitado a dar ejemplos concretos del horror genocida que domina en la sociedad colombiana y el cual, por desgracia, es peor que todo lo que pueda describirse, y cuyos datos producen vergüenza: centenares de asesinados, entre ellos dirigentes sociales, campesinos, indígenas, ex combatientes… Y todavía peor, el horror es presentado por voceros del régimen como si fueran acciones perfectamente válidas y aceptables, bajo el sofisma jurídico de que han sido respuestas “legítimas y proporcionadas”. Como quien dice, la criminalidad estatal y para-estatal y la impunidad que le acompaña “gozan de buena salud”.

Un hilo de esperanza

En medio de tanto horror, que convierte a Colombia en un punto límite de la barbarie, al final del año emergió un hilo de esperanza, al llevarse a cabo la movilización urbana más importante de los últimos cuarenta años. Recordemos que en nuestro país el término “Paro Nacional” había sido desfigurado hasta el 21 de noviembre, puesto que en recientes años la burocracia sindical y la mayor parte de organizaciones de izquierda habían llegado a un consenso terminológico de concebir como un paro cualquier marcha de unas tres horas que se dirigiera hacia el centro de Bogotá. Y muchos creyeron que esta vez iba a suceder lo mismo y el día convocado iba a acontecer lo que rutinariamente venía haciéndose desde hace algún tiempo, que al final del año y antes de las negociaciones por fijar el salario mínimo, las centrales obreras convocaban a un “paro”, es decir, a una marcha. Pero esta vez no fue así, porque la protesta no se redujo a una simple marcha, ni se concentró en Bogotá, sino que se ha prolongado durante varias semanas, en diversos lugares de la geografía colombiana y con la participación de diversos sectores sociales.

El carácter de esta movilización marca algunas transformaciones, que con el tiempo veremos si tienen un carácter estructural o no, pero que deben ser señaladas por su novedad y porque indican una crisis de legitimidad de los sectores dominantes. Primero, ha sido una movilización principalmente urbana, que incorpora a sectores variopintos, la mayor parte de los cuales no están ligados a ningún tipo de organización política o sindical y que se mueven en gran medida a partir de las emociones y de la indignación. Segundo, esta movilización ha tenido un gran carácter de espontaneidad, fruto de esa indignación, que ha llevado a que en barrios populares e incluso en sitios de clase media que nunca protestaban se haya visto a la gente en marchas, cacerolazos y bloqueos. Tercero, y es tal vez uno de los aspectos más significativos, este paro ha roto la hegemonía política e ideológica del paramilitarismo uribista, que en los últimos quince años se había convertido en una especie de sentido común de la población urbana y esto ha sido posible porque se perdió el miedo y porque el régimen del subpresidente Duque, con toda su arbitrariedad, incapacidad y autoritarismo, ha generado una inconformidad evidente que no se sentía en el país desde hace tiempo. Cuarto, la misma diversidad de la protesta se observa en las variadas peticiones que van más allá de un pliego de quince puntos y que ha ido incorporando los sentires y necesidades de amplias capas de la población colombiana, asoladas por la ausencia de futuro, la precarización laboral y la violencia endémica que carcome a nuestra sociedad. Quinto, aunque se enarbolen reivindicaciones “clásicas” de índole reivindicativa que apuntan a enfrentar el nuevo paquetazo antipopular del régimen de Duque, que beneficia a la minoría opulenta que es dueña del país, sin embargo han emergido nuevas reivindicaciones, entre ellas las que apuntan a desmontar el Esmad y a denunciar los asesinatos de líderes sociales y de ex guerrilleros.

Fuente: https://cnnespanol.cnn.com/gallery/fotos-colombia-realiza-paro-nacional/

Y en este sentido, la protesta que se ha gestado en Colombia se asemeja en gran medida a lo acontecido en Chile, en donde el “milagro” en el éxito del modelo neoliberal no ha radicado en el modelo mismo sino en que, a pesar de la desigualdad social, la gente pareciera resignada. Lo mismo puede decirse de Colombia, donde pese a la desigualdad y la represión, quedara la impresión de una aceptación tácita de la injusticia. Algo que, por supuesto, ha estado rubricado en nuestro caso con una terrible violencia, que lleva a eliminar a todo aquel que sea considerado como enemigo, en un interminable cortejo fúnebre que vivimos desde hace casi cuarenta años.

Pero eso se rompió desde el 21 de noviembre, por una conjunción de factores, en donde no se debe desconocer el impacto de las protestas en otros lugares del continente, el paquetazo económico, la corrupción, los crímenes oficiales en diversas regiones del país, y particularmente la masacre de los niños en el bombardeo de San Vicente del Caguán.

Sexto, la represión ha sido la de siempre, con el miedo y terror desde las altas esferas del Estado, amplificado por los medios de desinformación, con el fin de impedir la movilización. Por ejemplo, se acudió a la vieja táctica represiva de encarcelar a personas catalogadas como “peligrosas” a pocos días del comienzo de la movilización, allanar sedes de organizaciones calificadas de manera abierta o soterrada de “terroristas” y de desatar una campaña de mentiras y desinformación, entre las que pueden destacarse las dichas por la vicepresidente de la República que ha llegado a afirmar, sin pudor de ninguna índole, que las protestas en Colombia son organizadas desde Rusia, Cuba y Venezuela. Con esto, entre otras cosas, se muestra que en este país la guerra fría nunca terminó y que el anti-comunismo sigue siendo uno de los referentes centrales del bloque de poder contrainsurgente en nuestro país.

Lo importante es que esa propaganda mentirosa y xenófoba contra los venezolanos no logró la desmovilización de la gente, que quiere estar en la calle, lo que indica que algo sí se está modificando en la vida colombiana, y ese es el hilo de esperanza con el que se cierra este aciago año, que también como vimos arriba estuvo signado por el torrente de violencia y muerte, generado por y desde el Estado.

Fuente: https://www.laopinion.com.co/colombia/paro-nacional-en-colombia-como-van-las-marchas-en-el-pais-187465#OP

Notas:

[1] https://www.rcnradio.com/judicial/fiscal-describio-como-se-planeo-y-ejecuto-el-asesinato-de-dimar-torres

[2] https://www.elespectador.com/noticias/judicial/el-estaba-en-el-lugar-y-momento-equivocado-oficial-del-esmad-que-le-disparo-dilan-cruz-articulo-896041?

[3] https://www.razonmasfe.com/actualidad/si-dylan-llega-a-morir-el-primer-culpable-seria-el-mismo/

[4] https://www.pulzo.com/nacion/uribe-muestra-video-completo-patada-policia-esmad-mujer-PP804416

[5] https://www.semana.com/nacion/multimedia/fosa-comun-masiva-de-falsos-positivos-descubrio-la-jep-en-dabeiba-antioquia/645018

Balance 2019 en Nuestra América

Derrocamiento de Evo Morales en Bolivia. El regreso de los golpes duros a nuestro continente

A comienzos de la década de 1990, luego del fin de las dictaduras anticomunistas de seguridad nacional en nuestro continente y cuando estaba en auge la barata teoría del fin de la historia y se había implantado el Consenso de Washington, se impuso el sofisma, que pretendía ser científico, de que había pasado la época de los golpes de Estado y habíamos entrado a una nueva fase, nunca antes vista en nuestros países, de consolidación irreversible de la democracia (así, sin apellidos). Los teóricos de esta falacia, elevada al nivel de propaganda oficial desde las universidades y los “centros de pensamiento”, afirmaban que la democracia formal y liberal había llegado para quedarse por siempre, supuesto que se complementaba con el de aceptar como indiscutible el recetario económico y social de tipo neoliberal.

Se pregonaba que aceptando la dictadura de los mercados, se garantizaba el funcionamiento de la democracia, entendida en un sentido puramente electoral. Era el reconocimiento de una democracia de baja intensidad, restringida, en la que se daba por descontado que los pueblos del continente iban a permanecer pasivos sin cuestionar al modelo neoliberal, ni a las clases dominantes y sus Estados y, mucho menos, el dominio de los Estados Unidos. Pese a la teoría de las “nuevas democracias”, la realidad del continente, caracterizada por la desigualdad y la injusticia, la puso en aprietos, puesto que ya en 1991 se efectuó en Haití un brutal golpe de Estado contra el teólogo de la liberación Jean Bertrand Aristide, quien en 2004 volvería a soportar otro golpe, organizado por Estados Unidos y Francia.

Los golpes de Estado se han presentado en varios países del continente en las primeras décadas del siglo XX, como aconteció en el mencionado Haití, en Honduras (2009), Paraguay (2012), Brasil (2016) a lo que hay que sumarle el fallido golpe contra Hugo Chávez en 2002. , la novedad no es que haya golpes de Estado, sino que la teoría política convencional no los llame así, y los camufle con otros nombres, tales como destitución, salida forzosa del presidente, renuncia, o, en el mejor de los casos, como Golpes Blandos.

Más allá del culto a las formas y a las nominaciones, algo propio de nuestros países, los mencionados acontecimientos deben considerarse, en sentido estricto, como golpes de Estado, en la medida en que han significado el quiebre de la institucionalidad liberal y la imposición arbitraria de nuevos poderes, que no son resultado de elecciones. Esa quiebra institucional ha venido acompañada de la acción arbitraria y desembozada de las fuerzas represivas contra opositores políticos, censura de prensa, asesinatos, desapariciones. Es claro que se trata de impedir la consolidación de proyectos que cuestionen la hegemonía del imperialismo estadounidense en el continente y por eso la tenebrosa mano asesina de Washington actúa para mantener el orden neoliberal. En los golpes mencionados, se intentaba mantener la imagen de que los presidentes finalmente habían sido destituidos por los parlamentos.

Ahora, en Bolivia se ha perpetrado otro golpe de Estado, el 10 de noviembre, un Golpe Duro,  usando el Manual clásico Made in Usa, que consiste primero en crear una situación de desestabilización, orquestada en forma conjunta por fuerzas internas en el país y por acción de Estados Unidos y sus agencias, entre ellas su Ministerio de Colonias, la OEA. En Bolivia, la desestabilización se originó a partir del embuste, amplificado por los medios de desinformación tradicionales en manos de las clases dominantes locales, que se estaba fraguando un fraude electoral. Luego de las elecciones, y ante la derrota del  candidato de las élites, se desconoció el resultado y se fraguó un levantamiento de los ricos, mediante la utilización de bandas paramilitares y la participación activa de la policía. Las fuerzas armadas, so pretexto de defender al pueblo, dejaron que la insurrección cívica-paramilitar de la extrema derecha avanzara. Esta, sin ningún obstáculo, se dio a la tarea de perseguir, amenazar y asesinar a los partidarios del gobierno de Evo Morales.

La insurrección de las clases dominantes de Bolivia llegó hasta La Paz y luego de que la OEA, cumpliendo bien su papel de servir a los Estados Unidos, dijera la mentira, sin pruebas de ninguna índole, que se había presentado un fraude electoral. Aunque el gobierno legítimo de Evo Morales anuló las elecciones y convocó a unas nuevas, la decisión de derrocarlo ya estaba tomada y se procedió a dar el golpe, con la participación de las Fuerzas Armadas, entrenadas en los Estados Unidos, con su doctrina anticomunista y antipopular. Intentando guardar las apariencias, las fuerzas armadas le “sugirieron” al presidente constitucional que renunciara, como sucedió. Algo así, como cuando un atracador le sugiere a una persona con una pistola en la cabeza que le entregue sus pertenencias y el agredido es libre de hacerlo o no, aunque si no lo hace puede reflexionarlo en el más allá.

Luego del derrocamiento de Evo Morales ha venido la caza sistemática y planificada de sus partidarios, empezando por miembros de su gobierno, a los cuales se les  busca con el objetivo de matarlos, se les queman sus casas, se persigue a sus familiares, se les niega el derecho al asilo. Para recalcar el carácter neofascista de los golpistas, que recuerda las hordas hitlerianas, se ha informado que fue incendiada la casa privada del vicepresidente Álvaro García Linera, junto con los 30 mil libros de su biblioteca. Una clara muestra de la brutalidad de los golpistas y de las “ilustradas” “razas blancas” de Bolivia.

Tras el golpe, las fuerzas armadas que no enfrentaron el levantamiento paramilitar y policial de la derecha, sí salieron a las calles a reprimir a quienes protestaban contra el golpe y los golpistas, y en el camino en el último mes han dejado unos 40 muertos, han encarcelado y torturado a miles de ciudadanos y han violado a mujeres indígenas.

Han impuesto a una dictadora, Jeanine Áñez, que se autonombró al estilo de Juan Guaidó en Venezuela, en un parlamento sin quórum y donde se impidió la entrada de los parlamentarios de bancada del MAS, quienes encarnaban constitucionalmente el orden de sucesión.

Este golpe ha sido anticomunista, racista, clasista, sexista y colonial puesto que los golpistas, oriundos de la provincia de Santa Cruz, entraron al palacio presidencial con una biblia gigante, para mostrar que son los partidarios de la conquista de los indígenas, como si estuviéramos en 1492, y han prometido que nunca más van a gobernar en Bolivia los partidarios de la Pachamama. Para demostrar de lo que son capaces han quemado en público la bandera Wiphala que representa a los indígenas bolivianos, las mayorías de ese país.

Y, a pesar de la brutalidad del golpe, hay quienes en Colombia y en el continente (entre ellos teóricos y feministas decoloniales) se niegan a catalogarlo como tal, señalando que fue una simple renuncia de Evo Morales, y se debió al supuesto fraude electoral, que nunca existió, como lo han demostrado indagaciones independientes. Por eso, una de las noticias del año es el quiebre político de ciertos teóricos y teóricas poscoloniales (algo así como el fin del discreto encanto de la poscolonialidad en nuestro continente o cuando el poscolonialismo perdió la inocencia), quienes pasaron, en una especie de salto mortal, de la crítica académica y de escritorio a la colonialidad a convertirse en voceros del imperialismo y del golpismo. Porque no sobra recordar que,  tras el golpe de Estado se encuentra la mano de los Estados Unidos, siendo llamativo el papel que Philip Goldberg, el actual embajador de Estados Unidos en Colombia, puede haber desempeñado en la planeación del golpe, pues es el mismo que fue expulsado de Bolivia, por su actividad conspirativa, en 2008.

En el trasfondo del derrocamiento del gobierno de Evo Morales se encuentran las grandes reservas de litio, con las que cuenta, por desgracia, el país sudamericano, y que es un mineral indispensable para la producción tecnológica del capitalismo actual. Como ha dicho el mismo presidente derrocado, si el nombre del golpe está asociado a los Estados Unidos, su apellido tiene que ver con el litio. Es decir, es un golpe duro de Estado para asegurarse el control del litio, un bien natural, como ha sido el caso de “clásicos” golpes de Estado en la terrible historia de nuestro continente.

Renán Vega Cantor especial para La Pluma y Tlaxcala, 25 de diciembre de 2019

Editado por María Piedad Ossaba

Publicado por La Pluma y Tlaxcala